La revolución nihilista

Por José Antonio Zarzalejos (ABC, 13/11/05):

Los pirómanos de los banlieue son muchachos -lo han dicho ellos mismos- sans foi et sans loi, es decir, sin fe y sin ley, lo que, aparentemente, vacía de significado convencional su salvaje protesta. Cuando una explosión de violencia se escurre a cualquier análisis capaz de explicarla de manera convincente, al miedo que provoca se añade la confusión. Los análisis que estos días pueden leerse en la prensa francesa y española, suscritos por intelectuales de notable hondura, se refieren al fracaso del modelo de integración francés de la inmigración como el origen de este vandalismo que azota París y otras ciudades francesas.

La mayoría de estos textos incurre en la autoinculpación de la propia sociedad francesa absolviendo así de responsabilidad sustantiva a los insurrectos y a los, que, seguramente están detrás de ellos. De tal forma que es el propio sistema intelectual francés -extensible al occidental- el que ofrece a los alborotadores la coartada que les ayuda a encontrar un determinado sentido a su salvajismo. Se trata de un nuevo error de planteamiento derivado de la ausencia de compromiso intelectual con eso que Tony Blair definió como «nuestro agredido estilo de vida» a las pocas horas de que terroristas islamistas causaran la tragedia del 7 de julio en Londres.

La enajenación de la realidad ha sido, y lo sigue siendo, una práctica casi constante en la intelectualidad gala capaz de celebrar ruidosamente el ensayo sobre «la descomposición del sistema americano» elaborado por Emmanuel Todd («Après L´Empire»), al mismo tiempo que el lúcido Nicolás Baverez publicaba, en medio de la reticencia general, «La France qui tombe». Los hechos están dando la razón a Baverez, pero también a Jean F. Revel y, desde luego, a André Glucksmann, que, aunque tenidos por muy próximos a las tesis neoconservadoras norteamericanas, se han limitado a desnudar su visión de los apriorismos ensoberbecidos con los que los pensadores galos han considerado siempre la superioridad de unos valores republicanos fallidos desde hace tiempo por los discursos demagogos de la izquierda y la derecha francesas como con oportunidad nos ha recordado desde esta página Juan Pedro Quiñonero.

Toda realidad convulsa y convulsiva tiene causas complejas, pero para alcanzar a determinarlas hay que adoptar una metodología que evite convertir a la víctima en verdugo y al verdugo en víctima. La condición de miserables que algunos publicistas han atribuido a los incendiarios no es suficiente para comprender su comportamiento vandálico. Todos los ciudadanos tienen derecho a que su ministro de Interior -y ahí ha cometido un grave error Sarkozy- no se refiera a ellos como racaille- chusma o escoria en nuestro idioma-, pero el desliz ministerial tampoco guarda relación con la reacción salvaje de los alborotadores. Porque si se diese por buena que la miseria o la inconveniencia de un ministro es interruptor suficiente para encender una asonada como la francesa, nuestro juicio colectivo patinaría de manera grave. Y es de temer que, en la discusión sobre el por qué de lo que ocurre, se pierda el presupuesto de hecho del que debe partir todo otro análisis: lo que sucede en Francia es una revolución nihilista que, casi por definición, consiste en un desafío a los valores y los códigos de la civilización. Gluscksmann lo advierte con claridad: «Destruyo, luego gozo y soy; el cogito nihilista se pretende autosuficiente. Hace porque deshace».

El nihilismo es una forma extrema de relativismo y éste -sea en lo moral como en lo político- es un signo de identidad de las entidades pensantes en las sociedades occidentales. Antes que indagar sobre el grado de bienestar material, o de indigencia, en el que se encuentran los arrabales de las grandes ciudades de Occidente, sería preciso escrutar con qué sentido de integración en los valores y principios cívicos y humanos se han acometido las políticas de inmigración. Porque podría resultar que hayamos querido lavar nuestra conciencia con aportaciones materiales pero sin transmitir a los inmigrantes nuestras creencias que, sin vigencia entre nosotros, han sido suplantadas por las más sólidas del islam o, como quizá ha ocurrido en Francia, por el vacío más absoluto.

El estricto cumplimiento de la ley, el respeto a la propiedad, la igualdad entre los hombres y las mujeres, la proscripción absoluta de cualquier antisemitismo, la democracia pluripartidista como sistema de representación política, el Estado aconfesional o laico como criterio de relación de los poderes públicos con las religiones en un marco de libertad de cultos, son, entre otros, vectores de ese «nuestro estilo de vida» que el multiculturalismo acomplejado, sea según el modelo francés de integración o el británico, no ha permitido que se inculque de manera indeleble en las comunidades inmigrantes en Europa. El coste de nuestra ausencia de afirmación en lo que somos y defendemos está siendo grande en Francia, pero lo ha sido igualmente en Holanda, en Gran Bretaña, en Austria y hasta en Alemania.

El nihilismo -el no creer en nada y realizarse en la destrucción- suele ser el terreno abonado para los constructores del odio. De un lado, para la xenofobia que, articulada políticamente en los países occidentales, desequilibra el sistema democrático y lo encanalla negando todos y cada uno de los valores que dice proteger; de otro, para el radicalismo islamista que extirpa a los inmigrantes de cualquier sentimiento de pertenencia o de ciudadanía en los Estados receptores y convierte en enemigos a los vecinos. La única defensa frente a ambas amenazas es la sustitución del vacío nihilista, que encauza también un discurso del odio, por un contenido afirmativo de creencias cívicas que no se relativicen en función de circunstancias o tactismos. Se nos comienza a avisar que hay un islamismo revolucionario infiltrado en las segundas y terceras generaciones de inmigrantes en Europa que, si logra articularse en el espacio libre que deja el nihilismo, podría poner en jaque los mecanismos de nuestra convivencia.

Los sucesos de Francia, como otros episodios trágicos de parecido signo, si no alcanzan un buen diagnóstico, previo a una correcta solución, amenazan con resquebrajar, más de lo que está, la comunidad de valores occidental que Europa comparte con América, y en particular, con los Estados Unidos. Allí, formas contundentes de integrismo religioso fuertemente vinculadas a opciones políticas conservadoras, encuentran en el fracaso de los modelos de convivencia europea una referencia para la reafirmación de sus propias recetas. Para muchos millones de americanos no sólo los vándalos de París son gentes sans foi et sans loi. Creen -¿con fundamento?- que aquellosa quienes los vándalos atacan y al sistema al que agreden tampoco tiene fe en sí mismo ni en sus leyes. En definitiva, que los pirómanos son los alumnos aventajados que han aprendido la lección nihilista del paternalismo multiculturalista occidental. Y así todo un proceso de destrucción -hace porque deshace- se pone en marcha a la espera suicida de que llegue el evangelio redentor de un ciclo histórico con pulsiones totalitarias. ¡Que tiempos tan sombríos!

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