La revolución permanente

Cuando la revolución parece imposible, todo se disfraza de revolucionario. Basta hojear la prensa para advertir que hasta el peinado de un influencer o el último disco de un conjunto pop lo son. ¿Acaso hoy, cuando ni siquiera hay revolucionarios de salón (queda, todo lo más, algún antifascista de mesa camilla), vivimos aquello que Marx y Engels denominaron «revolución permanente»?

Revolucionario es, según Wittgenstein, lo que se revoluciona a sí mismo. No en vano, la revolución postrera fue la que el capitalismo operó en su propio seno al calor de Mayo del 68. Toda vez que la explosión consumista alcanzó todos los ámbitos de la vida, la revolución pasó de ser la catalización transformadora de un descontento a una mera convención social, rayana en la mercancía publicitaria. De ahí que, en tiempo de grandes consensos, toda novedad se haga pasar por subversiva e iconoclasta.

La revolución permanenteEl ciudadano hiperactivo, alerta como la varilla de un sismógrafo, es la caricatura del ciudadano participativo. Siguiendo uno de los sintagmas de su tiempo, se encomienda la tarea de estar concienciado. Pero se le escamotea la naturaleza transitiva del acto; esto es, que solo se puede tener conciencia de algo. ¿Qué sentido tiene estar concienciado en abstracto? Esto supondría, por decirlo con Hegel, contar con una conciencia carente de contenido pero llena de la infinita certeza de sí misma. El activista, que por definición es tan funcional como intercambiable, ejecuta un plan preestablecido y lo hace a conciencia. Como enseña Jenofonte, el mejor soldado es siempre el que cree en la bondad de la causa por la que lucha: el creyente vale por cien mercenarios. Lo cierto es que el activista nunca se indigna por causa propia; más bien, se ofrece como caja de resonancia de un sentir ajeno.

¡Pie en pared! Nos conminan a ponerlo, de un tiempo a esta parte, políticos y periodistas. En principio, pone pie en pared quien no cuenta con más resguardo que el muro a sus espaldas; quien, como el jabalí acorralado, no tiene otra salida que embestir de manera topona y gruñente. Ahora bien, ¿qué ideal de ciudadanía implica esta retórica defensiva? No es el toro bravo, sino el manso de solemnidad, el que se acula en tablas. Acaso la revolución permanente no sea sino una rebelión inducida: la rebelión de los obedientes.

Se nos induce a estar indefinidamente alerta por medio de sucesivos «estados de excepción comunicativos», en expresión de Josu de Miguel. Pero hay cosas que solo funcionan en el argumentario de partido. Si el bulo de los pinchazos en discotecas llevó al paroxismo un terror real, sufrido por muchas mujeres, no cabe duda de que la explotación mediática del caso de La Manada impulsó la aprobación de la inoperante ley del sólo sí es sí. Siguiendo esta estrategia de agitación y propaganda, la pretensión de aprobar «de urgencia» la Ley Trans no es sino una tentativa de escamotear el debate público. Porque en la naturaleza de toda tensión está el terminar aflojándose, como enseña el cuento de Pedro y el lobo e ilustran las célebres alertas antifascistas, movilizaciones fallidas que siempre llevan a derrota a quien las pone en marcha.

¡No hay que bajar la guardia! Es la nueva frase mágica. Da igual que se trate de vacunas, de seguridad vial o de fútbol: el sintagma aplica a cualquier situación. En el argot pugilístico, uno está en guardia cuando se protege la cara con las manos, y así va por la vida el revolucionario permanente: a la defensiva y con los puñitos cerrados. No hay nada como una alerta para generar esprit de corps. Si la izquierda necesita un coco para movilizar a su electorado (una ultraderecha que ha dejado de dar miedo), la derecha precisa de su camuñas para encubrir su falta de ideas (cuánto debe Ayuso al antisanchismo). En tiempos de imprecisión ideológica, los partidos optan por lo que los teólogos medievales llamaban vía negativa: definirse por aquello que no son.

¿Quién puede mantener el ritmo agotador de la revolución permanente? El año próximo, que es de enorme intensidad electoral (municipales, autonómicas, generales) se hará obvia una enseñanza que los politólogos de tanto en tanto olvidan: la desafección hacia los políticos se debe, en buena medida, al empeño de estos por crispar, polarizar y enervar al electorado.

La democracia deliberativa se aviene con dificultad a la política del ruido. Alejarse de esta no supone caer en el repliegue anómico, ni acomodarse en una postura pasiva. La interferencia constante lleva al embotamiento; el desborde afectivo, a la paranoia. El sinfín de titulares altisonantes y fuegos fatuos del infotainment no lleva a deliberación alguna. Así y todo, lo peor de la política convertida en espectáculo es el hecho de que reduce al ciudadano a mero espectador.

Momentos cruciales, récords históricos, cambios trascendentales... En tiempos de política-espectáculo, cada noticia es un acontecimiento, aun a despecho de que, a las pocas semanas, se disipe hasta quedar en nada. Sea como fuere, esa alerta constante da cuerpo a lo que la teórica cultural Lauren Berlant llamaba «ciudadanía ambiente»: la ilusión comunitaria que generan los momentos de alta intensidad política.

Irresoluble es, aparentemente, el principal problema de las sociedades individualistas: la integración de sus miembros en un mismo cuerpo político. De ahí que la sociedad solo parezca existir cuando una serie de preocupaciones se sincronizan. Español sería, a tal efecto, quien se indigna o se exalta con la okupación, la Ley Trans y las declaraciones de Pablo Iglesias. La agitación y la propaganda siempre torean al alimón. El colectivo, para ser tal, debe exaltarse, ofenderse y excitarse, pero nunca, bajo ningún concepto, permanecer indiferente.

El yugo del «posiciónese» es, bien mirado, una tentativa de recomponer el lazo comunitario. La democracia deja de ser un plebiscito diario para convertirse en encuesta realizada a cada minuto. La revolución permanente es, al cabo, una forma de adaptarse al medio y, sobre todo, a los medios. Y estos, tal y como explica Manuel Cruz en El gran apagón (Galaxia Gutenberg), ya no ayudan a cargarse de razón sino, más bien, a cargarse de emoción.

Añádase a ello el histrionismo moral que siempre acarrea la polarización política. Cuando la trinchera ideológica se agiganta, se exagera la adhesión a la causa. Piénsese en aquellos miembros de la Convención que, en el momento más álgido de la Revolución Francesa, cometían terribles desafueros por miedo a parecer templados. Situarse in media virtus resulta siempre sospechoso para quien blande la antorcha.

Una causa susceptible de cronificarse en revolución permanente es la pretendida independencia de Cataluña. A ello se debe que entre los conmilitones de «la revolución de las sonrisas» se cuenten tantos jubilados, funcionarios y rentas altas. Son rebeldes en el sentido que Sartre confería a la palabra: personas que no buscan abolir dominación alguna y que desean que las cosas sigan como están, pues eso es garantía de que podrán seguir rebelándose. Quien se dedica a la rebeldía con 20, 40 y 60, o bien tiene la vida solucionada o bien ha hecho de la rebeldía su forma de vida.

Como sabían los antiguos, el más ímprobo de los 12 trabajos de Hércules no fue dar caza al jabalí, desquijarar al león o decapitar a la hidra, sino limpiar los establos de Augías. De igual manera, la política que mejora la vida de los ciudadanos no destaca por su apariencia espectacular. En expresión de Jesús Perea, más útil que blandir consignas grandilocuentes es poner dos farolas en una calle mal iluminada. Claro que para eso hacen falta políticos capaces de descender a la liza de lo mundano. Los auténticos progresos suelen ser discretos y escalonados.

Sirva de estrambote una curiosidad etimológica. La palabra revolución no tiene un origen político, sino astronómico. Desde 1789, entendemos la noción de revolutio, hasta entonces referida a la órbita de un planeta alrededor de otro, como una subversión de las relaciones de poder. Quizá convenga recuperar otro concepto sideral, el de precesión, que alude al cambio gradual que se opera en la línea de rotación de nuestro planeta. Al fin y al cabo, algunas cosas se desplazan tan paulatina y progresivamente como el eje de la Tierra.

Jorge Freire es filósofo, autor de Hazte quien eres. Un código de costumbres (Deusto)

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