La revolución silenciosa de la agricultura controlada

Tomates en un invernadero AppHarvest en Morehead, Kentucky. Luke Sharrett para The New York Times
Tomates en un invernadero AppHarvest en Morehead, Kentucky. Luke Sharrett para The New York Times

Todo parece indicar que este será un mal año para la agricultura: en el oeste de Estados Unidos hay sequías nunca antes vistas; los agricultores del Valle Central de California están dejando grandes extensiones de tierra fértil sin cultivar. Una ola de frío en enero en Florida devastó los cultivos de tomate y dejó los cultivos vulnerables a las enfermedades. Dos meses después, una helada inusualmente fuerte en las Carolinas dejó a algunos agricultores con muy pocas fresas y arándanos.

Sin embargo, ni la sequía ni las heladas preocupan a los productores de tomates, fresas y otros cultivos que crecen en este momento en enormes invernaderos, algunos de los cuales se extienden a lo largo de 70 hectáreas, en Norteamérica y Europa. Ahí se está llevando a cabo una revolución silenciosa, que quizá sea las más disruptiva desde que Cyrus McCormick inventó la cosechadora. Cada vez más vegetales se cultivan en interiores, mediante una avanzada forma de cultivo intensivo llamada agricultura de entorno controlado, un método con el potencial para ayudar a alimentar al planeta, aun cuando amenaza con calentarlo aún más.

La agricultura de interior tiene el potencial de sacudir la naturaleza misma de la agricultura hasta sus raíces. Pero esta innovación conlleva costos iniciales más altos y una mayor huella de carbono.

Cada vez es más probable que los tomates, pimientos, pepinos, lechugas y bayas provengan de invernaderos canadienses o estadounidenses que de los campos de Florida o México. El año pasado, más de una tercera parte de los tomates frescos que se vendieron en Estados Unidos, incluidos los que aderezan las hamburguesas de Wendy’s, se cultivaron en el interior.

La agricultura controlada, que se inventó en los Países Bajos, tiene muchas ventajas. Los cultivos no están sujetos a los caprichos de las condiciones meteorológicas extremas, como las heladas, el calor o el granizo; nunca tendrán que retirarse del mercado debido a que están contaminados de E. coli procedente de la granja lechera cercana y los tomates y otras verduras pueden manipularse para que tengan más sabor, en lugar de para que sean más resistentes al calor, la lluvia y la transportación de larga distancia.

Además, estos invernaderos pueden producir más alimento sin pesticidas y con menos agua. Al controlar con una computadora las temperaturas de las raíces y el aire, los nutrientes, así como los niveles de dióxido de carbono, las plantas se cultivan en agua cargada de nutrientes y no en el suelo, proporcionando rendimientos hasta 400 veces mayores por hectárea en comparación con la agricultura convencional, con solo una décima parte de agua. La agricultura controlada también permite tener cultivos en lugares donde no hay tierra disponible, ya sea en la región carbonera de Kentucky o en el desierto egipcio.

Una gran mayoría de los más de 2300 invernaderos de ambiente controlado en Estados Unidos —estructuras de 40 hectáreas o “granjas verticales” más pequeñas que cultivan en bandejas apiladas hasta el techo— sustituyen el calor y la luz del sol con energía fósil, lo cual da un nuevo significado al término “gases de efecto invernadero”. Aunque hay esfuerzos por hacer que la agricultura controlada sea más eficiente desde el punto de vista energético —por ejemplo, ubicar los invernaderos junto a plantas de tratamiento de agua o de energía (o incluso granjas de servidores), para capturar el calor residual que generan esas instalaciones—, incluso los invernaderos que cuentan con fuentes de electricidad renovable para la iluminación suelen utilizar gas natural para la calefacción porque es mucho más rentable.

La huella de carbono de cualquier invernadero de tomate, el principal cultivo de interiores, puede variar un poco dependiendo de las fuentes de energía, la temperatura ambiente y la luz natural disponible. Pero varios estudios realizados en Estados Unidos, Europa y Canadá calculan que, en promedio, la producción de medio kilo de tomates en un invernadero estadounidense o del norte de Europa con energía procedente de combustibles fósiles libera entre 1,36 y 1,5 kilogramos de carbono a la atmósfera.

Según los estudios, esto equivale a alrededor de seis veces la huella de carbono de un tomate de campo, incluso teniendo en cuenta las emisiones de diésel de los camiones frigoríficos que a menudo transportan las verduras de campo cientos o incluso miles de kilómetros para llegar a los consumidores. En cambio, los invernaderos pueden ubicarse cerca de los principales centros de población, como es el caso de las grandes granjas verticales construidas a menudo en fábricas y almacenes reutilizados.

Alimentar al planeta ya representa casi una cuarta parte de todas las emisiones de gases de efecto invernadero. La proteína animal, en particular la producción de ganado vacuno y lechero, tiene una huella de carbono más significativa que el cultivo de verduras y hortalizas. Sin embargo, en un mundo que se calienta con rapidez, ¿deberíamos aumentar la contribución de la agricultura al llevar parte de ella al interior?

Quienes impulsan este sistema dicen que tenemos pocas opciones. Dado que se espera que la población crezca un 25 por ciento para alcanzar los casi 10.000 millones de personas para 2050, será necesario aumentar la producción de alimentos de un 60 a un 100 por ciento. Con la disminución de las reservas de agua dulce y la tierra cultivable, y las sequías agravadas por el cambio climático que amenazan con convertir el fértil centro de California en un desierto estéril, ¿de dónde saldrán estos alimentos adicionales?

Por primera vez en los 10.000 años de historia de la agricultura, las sociedades no necesitan ser bendecidas con un suelo fértil y un clima favorable para cultivar. Los invernaderos ya han ayudado a convertir a los Países Bajos, un país pequeño y húmedo con una superficie de apenas dos tercios del tamaño de Virginia Occidental, en el segundo mayor exportador agrícola del mundo por su valor, que envía cada año 10.700 millones de dólares en tomates, pepinos y pimientos a sus vecinos, entre ellos Alemania, Bélgica y el Reino Unido. El árido Egipto ha dedicado miles de hectáreas a nuevos invernaderos para cultivar una gran variedad de verduras.

Es difícil cuantificar la rapidez de este crecimiento en Estados Unidos, porque el Departamento de Agricultura de este país no da seguimiento a la producción en entornos controlados. Sin embargo, en 2021, las inversiones en agricultura de este tipo aumentaron un 77 por ciento con respecto al año anterior y desde 2019 se han más que triplicado.

Jonathan Webb, el director ejecutivo de 37 años de AppHarvest, una empresa emergente que acaba de construir un invernadero de entorno controlado de 24 hectáreas en el corazón de los montes Apalaches de Kentucky, declaró a Yahoo Finance el mes pasado que: “dentro de 20, 30 años, la mayoría de las frutas y verduras se van a cultivar a escala mundial en un entorno controlado”. AppHarvest recaudó 475 millones de dólares de inversionistas de capital de riesgo y otros antes de comenzar a cotizar en la bolsa el año pasado con una valoración inicial de 1000 millones de dólares. Recordemos que se trata de una empresa que vende tomates.

Neil Mattson, quien dirige el grupo de investigación sobre agricultura en ambiente controlado de la Universidad de Cornell, cree que, al menos en lo que respecta a las hortalizas más perecederas, como los tomates y las verduras, los invernaderos son el futuro, incluso con el problema climático que suponen.

“Es un equilibrio”, me dijo hace poco. “Pones estas cosas en una balanza y dices, bueno, ¿qué lado pesa más que el otro?”. Los beneficios incluyen “un producto de mayor calidad, un suministro más consistente, un mayor control de la seguridad alimentaria y el control de insectos y enfermedades mediante el uso de insectos y microbios beneficiosos en lugar de pesticidas convencionales”, agregó.

La lista del lado negativo es mucho más corta: “Se reduce sobre todo a la energía”, es decir, su costo tanto en dólares como en emisiones de dióxido de carbono. Algunos de los mayores invernaderos de los Países Bajos han tenido que apagar las luces debido a la espiral de precios de la energía, agravada por la guerra en Ucrania. Un 8,2 por ciento del consumo anual de gas natural holandés se destina a la calefacción de los invernaderos.

El aumento del precio de la energía puede ser temporal, pero las emisiones de gases de efecto invernadero no lo son. “La huella de carbono”, dijo Mattson, “es el principal obstáculo que tenemos que superar. Entonces los invernaderos serían una obviedad”.

La cosechadora McCormick del siglo XIX, que hizo posible la cosecha de una superficie mucho mayor, transformó el cultivo del trigo y ayudó a convertir la región del Medio Oeste en el granero de Estados Unidos. ¿La agricultura controlada tendrá un impacto similar? El dinero que se invierte en ella sugiere que muchos piensan que sí. Si están en lo cierto, puede que cultivar tomates en un suelo calentado por el sol y regado por la lluvia nos parezca un día tan anticuado como cosechar trigo con una guadaña.

William Alexander es autor de Ten Tomatoes That Changed the World: A History, su novela más reciente.

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