La revolución silenciosa de la educación española

Los docentes no están entre los profesionales que se han reivindicado involuntariamente debido a las trágicas circunstancias que estamos viviendo. Incluso han recibido alguna que otra crítica estos días debido al número de tareas mandadas a sus alumnos durante el confinamiento.

Ahora, después de la Semana Santa, es el momento de valorar el enorme esfuerzo realizado por el sector educativo, en todos sus niveles, con el fin de que esta pandemia no corte de raíz los procesos de enseñanza-aprendizaje y, por tanto, el futuro más inmediato de millones de escolares y universitarios.

El 12 de marzo por la mañana, solo a unas horas de suspenderse las clases en toda España, la mayoría de los centros solo tenían, y no en todos los casos, la instrucción de suspender excursiones y otras actividades complementarias. Por la tarde las comunidades fueron anunciando el cierre de centros escolares en cascada dejando, en casi todas las autonomías, el viernes 13 para organizar una enseñanza telemática para la que no se habían destinado medios, formado a los profesionales, ni realizado ninguna prueba con anterioridad.

El sistema educativo heredado del siglo XIX se transformó en veinticuatro horas. El lunes 16 de marzo todos los alumnos de Infantil, Primaria, Secundaria, Bachillerato, Formación Profesional y Universidad tenían tareas que realizar y contenidos que prepararse desde casa: la mayor transformación en la historia de la educación española, basándose en la autonomía de los centros y en la responsabilidad de los profesionales.

Bien es cierto, como por otra parte resulta lógico, que esa transformación, sobre todo durante la primera semana de confinamiento, se vio dificultada por problemas derivados de esa improvisación obligada: algunos sistemas informáticos se saturaron, al no estar pensados para recibir tantos accesos al mismo tiempo y muchos alumnos y profesores no tenían los medios adecuados para trabajar desde casa.

Algunos docentes, pensando que la situación sería breve, se limitaron a mandar tareas en vez de cambiar su metodología, inundando los correos de padres y alumnos con una carga de trabajo excesiva.

La segunda semana de confinamiento muchos de estos errores se habían ya corregido. Profesores menos duchos en las nuevas tecnologías hicieron un máster en unas pocas horas y, los que si solían usarlas, hicieron de tutores de los anteriores a la vez que investigaban y ponían nuevas herramientas al servicio del resto de la comunidad educativa.

Los profesores empezaron a dar clases a distancia en una indefinición legal permanente, sin saber cómo debían cerrar la segunda evaluación, si podían, o no, avanzar temario, poner nota a las actividades realizadas a distancia o cómo iban a terminar el curso.

El sistema, con pocos fallos para lo traumática de la situación, siguió en marcha desde el día uno. Los tutores fueron contactando con los alumnos que no respondían a las comunicaciones on-line, interesándose por sus situaciones familiares, intentando ayudar a incluir en el nuevo sistema a aquellos más desfavorecidos en los social y cultural. Todo esto con los medios personales de cada profesor que, a diferencia de los diputados, usan portátiles, tabletas, teléfonos y conexión a internet pagados de su propio bolsillo.

Obviamente, y como pasaba en la escuela presencial, un porcentaje de alumnos se han quedado descolgados. Un tanto por ciento que es pequeño, o muy importante, dependiendo del entorno socioeconómico del centro, no tienen en casa ordenador o conexión a internet, para lo que el profesorado se ha mostrado flexible e imaginativo con aquellos alumnos que, a pesar de contar con esas dificultades, mostraban interés en continuar sus estudios. El Consejo Escolar del Estado cifra estos alumnos en un 10% del total, pero en muchos centros este porcentaje resulta abrumador.

Por supuesto, la educación obligatoria no está pensada para el aprendizaje a distancia, para lo que se necesita una madurez intelectual y una responsabilidad que no tiene todo el alumnado. No es lo mismo un alumno de Infantil que de Bachillerato, igual que no es lo mismo el que tiene detrás una familia preocupada que el que no tiene ningún apoyo, por eso a la hora de evaluar el segundo trimestre se han tomado en cuenta solo las notas anteriores al 13 de marzo.

Los docentes han trabajado las 24 horas del día, incluyendo los fines de semana y las vacaciones de Semana Santa, recibiendo notificaciones a través de las plataformas educativas a cualquier hora, corrigiendo una cantidad de trabajos inabarcable, a la vez que han ido transformando sus clases presenciales en clases a distancia con videollamadas, vídeos, tutoriales o pódcast.

Un profesor puede tener más de doscientos alumnos, que todos los días preguntan dudas, escriben correos, mandan tareas de vuelta para ser corregidas… A lo que hay que sumar las consultas de padres y el papeleo clásico del oficio, pues se han seguido haciendo a través de videollamadas las sesiones de evaluación, las reuniones de grupos de trabajo o los claustros.

Gracias al esfuerzo de los profesores, pero también, no lo olvidemos, de los propios alumnos y de los padres, sobre todo en las etapas inferiores, el sector no se ha paralizado ni un solo día. A pesar de las dificultades se ha seguido enseñando y aprendiendo pero nuestros alumnos, sobre todo los de segundo de Bachillerato, viven con ansiedad el no saber cómo van a hacer la evaluación final, incluyendo las recuperaciones de los trimestres anteriores y la temida Selectividad.

En Francia, con muchas menos víctimas que en nuestro país, ya se ha decidido eliminar esta prueba de acceso. Aquí se ha pospuesto al mes de julio pero, ¿será entonces seguro acumular a tantos cientos de personas en las mismas aulas? No lo sabemos. Lo ideal, para que la espada de Damocles deje de pender sobre las cabezas de los alumnos, sería eliminarla y entrar a la Universidad con la nota media del Bachillerato que, quizás, sea hasta un sistema más justo. Dejaríamos de tener una preocupación que es absurda en estos tiempos e, incluso, se ahorrarían recursos que serán necesarios en otros campos.

Las universidades ya han renunciado a la asistencia a las aulas. Parece que ya hay acuerdo en hacer lo mismo en el resto de niveles educativos: seguir impartiendo clases a distancia pero primando, en la evaluación final de junio, lo presencial sobre lo on-line, para no perjudicar a aquellos que no tienen las mismas facilidades de acceso a las nuevas tecnologías.

Desde Infantil a la Universidad, o a un ciclo formativo, un alumno español puede pasar casi dos décadas sentado en un aula. No pasa nada si, en una situación de excepcionalidad como esta, se sustituyen durante varios meses los exámenes presenciales por otras actividades evaluables que, además, constituyen una oportunidad para todos de enseñar y aprender de una forma diferente.

Lo grave es que, tras un acuerdo de mínimos entre la ministra y los consejeros, la puesta en práctica de ese marco general por parte de las autonomías puede provocar desigualdades entre los alumnos de las diferentes regiones de España.

Cristóbal Villalobos es historiador y escritor.

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