La revolución tunecina

Los intensos y apasionantes acontecimientos que está viviendo la población tunecina me han hecho recordar una conversación con un colega norteamericano en los primeros años de la Administración Clinton. Me habló del comportamiento de la demografía egipcia y de los efectos políticos que podía provocar al cabo de quince años. Las tasas de mortandad infantil habían caído sensiblemente por lo que era previsible que, con el paso del tiempo, miles de jóvenes acabasen exigiendo un puesto de trabajo y una opción de futuro viable difíciles de satisfacer. Charlamos sobre la incompetencia de los gobiernos del Norte de África, el escándalo que provocaba la generalizada corrupción, el atraso al que estaban condenando a la población. La conjunción de presión demográfica, corrupción y falta de expectativas acabaría creando el escenario perfecto para una crisis política generalizada. Aquel colega ejercía en esos días de embajador de su país en Egipto y es evidente que ni él ni el Departamento de Estado se engañaban sobre la gravedad de la situación que se estaba incubando.

Esas circunstancias han estado presentes en el estallido tunecino, pero ha habido otras dos que no aparecían en aquella previsión. La crisis económica que está sufriendo Europa, la más grave desde la II Guerra Mundial, ha cerrado la válvula de escape para la juventud árabe: la emigración. Sean licenciados universitarios o campesinos sin mayor formación ya no pueden confiar en que saltando a la orilla septentrional de ese lago que es el Mediterráneo encontrarán un trabajo que les permita tener una vida digna y sacar adelante una familia. La solución a su problema está en Túnez, o en Argelia o en Egipto. Pueden ensayar la estrategia islamista, confiando en que el rigor religioso les lleve a la superación de la triste situación en la que se encuentran. En Argelia lo intentaron y sólo consiguieron una guerra civil. Por el contrario, pueden dar un salto adelante apostando por la erradicación de la corrupción, la estabilización de un régimen democrático, la mejora de la educación y la apertura de su economía. Lo único seguro es que la situación presente en cualquiera de estos estados es insostenible y que la solución está en casa.

La revolución en las comunicaciones, uno de los elementos que caracterizan el proceso de globalización en el que nos encontramos, ha supuesto que en cualquier hogar se estén recibiendo imágenes del resto del mundo, comprobando así cómo viven otras sociedades en distantes partes de la Tierra. La pobreza y el paro son lacras difíciles de sobrellevar, pero resultan mucho más irritantes cuando la pantalla de la televisión les enfrenta cotidianamente al contraste entre su presente y el de otras gentes ¿por qué ellos están condenados a la miseria mientras otros disfrutan de una vida donde lo fundamental está garantizado?

Como historiador estoy acostumbrado a encontrar situaciones críticas que no tienen una solución fácil. Pero la ausencia de solución no justifica ni la ignorancia ni la irresponsabilidad. El comportamiento de los occidentales en esta región es un formidable ejemplo de insensatez. La señora Rice lo resumió en un famoso discurso en El Cairo, cuando dijo que durante décadas se había sacrificado la libertad en pos de la estabilidad para al final tener que reconocer la ausencia de ambas. Así es. Norteamericanos y europeos han apoyado a gobiernos corruptos, incompetentes pero «moderados», sin querer ver que estaban alimentando un «leviatán». El cortoplacismo es una disfunción cerebral asociada a la actividad política cuyas consecuencias estamos condenados a sufrir el común de los mortales. Nuestros dirigentes han cortejado a estos gobiernos buscando contratos o colaboración diplomática; han enviado cuantiosas cantidades de dinero para facilitar el desarrollo social y económico, a sabiendas de que una parte se quedaba en los bolsillos de la clase dirigente… pero así satisfacían su preocupación por el desarrollo de estas sociedades, al tiempo que fortalecían su relación con el causante de esa situación. La contradicción se resolvía en clave de «realismo»: nada podemos hacer para cambiar esos pueblos y más vale lo malo conocido que el islamismo por descubrir. Un elegante y progresista ejemplo de racismo.

Una variante de este comportamiento es aquél en el que una ideología de andar por casa establece que no somos quien para decir al resto del mundo lo que tiene que hacer, que nuestro cometido es poner dinero, practicar la autocensura y dejar que tiranos de toda condición campen por sus respetos. Me refiero lógicamente a la «Alianza de las Civilizaciones», la más importante iniciativa diplomática del presidente Rodríguez Zapatero y la variante más inmoral e insensata de todas las que se han ensayado en este terreno.

En realidad el proceso es exactamente el contrario: el islamismo se nutre del efecto de estos gobiernos. Los musulmanes no están locos. Hemos visto como en Irán, Iraq o Afganistán se juegan la vida por ir a votar, por ensayar un sistema que les saque de la triste situación en que se hallan. Pero la frustración es mala consejera. Cuando no ven otro camino, cuando los medios de comunicación islamistas les llenan la cabeza de prejuicios, es el momento propicio para llevar a cabo una revolución de este signo. En Egipto los Hermanos Musulmanes esperan confiados a que la situación madure, sabedores de que el Gobierno, con nuestro apoyo, lleva al país a una situación crítica.

Cuando los islamistas nos acusan de ser los responsables de la situación en que se encuentran tienen parte de razón. No es verdad que hayamos colocado esos gobiernos para nuestro provecho, pero es cierto que los protegemos y ayudamos por interés. Los jóvenes que se han echado a la calle en favor de un auténtica democracia en Túnez lo han hecho en contra de un régimen dictatorial apoyado por las democracias europeas, ésas que pregonan su compromiso con la libertad, las mismas que defienden su carácter universal y que afirman que sólo desde la democracia se puede llegar al progreso económico y la justicia social.

La revuelta tunecina es el síntoma de algo mucho más amplio: un malestar presente en todo el norte de África del que teníamos conocimiento, pero del que no queríamos darnos por enterados. Hemos perdido décadas y sería de locos no reaccionar ante lo que está ocurriendo. Tenemos que actuar de forma conjunta, exigiendo cambios que faciliten el fin de la corrupción y el progresivo aumento de las libertades, la aparición de un mercado interior y un mayor crecimiento económico. ¿Qué mejor para empezar que dejar de fomentar esa corrupción desde nuestros propios gobiernos y desde la Comisión Europea?

Millones de personas exigen un futuro digno en la orilla meridional del Mediterráneo y más vale que colaboremos de forma efectiva para que la situación comience a cambiar y que ellos se convenzan de que están en el buen camino. En caso contrario a los problemas que ya tenemos, que no son pocos, se van a sumar otros de aún mayor envergadura.

Florentino Portero, profesor de Historia de la UNED.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *