La Revolución

Buscaba destrozarle pero le hizo el mejor servicio de su historia política. Ibarretxe fue ayer a matar a Patxi López, pero disparó tanto, tan frenéticamente y con tanta saña que consiguió blindarlo con sus propias balas. Y no sólo eso: acabó elevándolo a la altura de los políticos sólidos, de ésos que tienen visión de Estado, modales de líder y acreditadas convicciones democráticas. Si el día de ayer en el Parlamento vasco iba a ser importante por histórico, la intervención de Ibarretxe lo convirtió en inolvidable por traumático.

Pero no fue sólo traumático para el nacionalismo que ayer perdía el poder. Fue traumático para quienes escuchábamos las palabras de un todavía lehendakari lanzado como un kamikaze a deslegitimar a su sucesor y a denunciar como conceptos vergonzosos cosas tales como los pactos de Estado, la defensa de los intereses de España y el cumplimiento de la Constitución. Así lo dijo, vehemente y desatado, con pleno convencimiento de lo que estaba afirmando, en una de las intervenciones más incendiarias de cuantas se han escuchado en un parlamento en la historia de la democracia española. Alguien le respondió después que ni el más radical de los batasunos habría puesto una pega a sus palabras. Tenía razón.

La de ayer en el Parlamento de Vitoria era una sesión de investidura y, aparentemente, el orador se presentaba como candidato a gobernar su comunidad autónoma, aunque todos sabíamos que el suyo no era más que un gesto para la galería. Por eso, al estupor que produjo en muchos el encadenamiento de fuegos, políticamente muy reales, que lanzó contra los dirigentes del PSE y del PP y contra conceptos elementales para el buen funcionamiento de una democracia normal en cualquier lugar del mundo, sucedió enseguida la sospecha de que lo que estábamos oyendo sin dar crédito a lo que oíamos no podían ser sino las últimas palabras de un visionario que se lanza en llamas al vacío -al vacío político- envuelto en su propia biografía. Y así fue.

No lo dijo en ese preciso instante, pero Ibarretxe se despidió del poder por la mañana, cuando puso punto final a su primera intervención. Después de haber tratado los pactos de Estado como si fueran acuerdos entre bandoleros para asaltar a los incautos; después de referirse a la «defensa de los intereses de España» como a oscuras conveniencias de individuos desaprensivos; después de haber exhibido como mérito supremo que el País Vasco sea el único lugar de España donde aún se mantiene una resistencia efectiva y real al cumplimiento de la Constitución, y después de haber clamado una y otra vez por la presencia en la cámara de quienes apoyan a los asesinos porque su ausencia, dijo, mutila al Parlamento, era impensable que el señor Ibarretxe hiciera otra cosa que recoger los bártulos y abandonar su escaño para siempre. El guión lo estaba pidiendo a gritos y no defraudó.

Pero todo esto tuvo su compensación porque el discurso del líder peneuvista permitió, por contraste, iluminar mejor la magnífica intervención de un Patxi López que desgranó con un sosiego que tuvo mucho de mensaje político -el de la seguridad que proporciona la normalidad democrática- todos los principios y los valores que en un país libre forman parte de la rutina de lo básico pero que en el País Vasco adquieren toda la fuerza de un levantamiento. Ayer en Vitoria estalló la Revolución de la Normalidad.

Las denuncias de López a quienes se reivindican como organización política pero «no lo son porque están sometidos a los dictados de una banda terrorista». La advertencia a ETA de que pierda toda esperanza de alcanzar sus objetivos totalitarios. El compromiso de que nada se construirá sobre el olvido sino sobre la memoria de los asesinados. El crudo reconocimiento de la existencia en esa tierra de la enfermedad colectiva del miedo, esa que «petrifica» los corazones. La apuesta por intentar el imprescindible rearme moral de la sociedad vasca. La defensa de la libertad de los ciudadanos para expresarse en la lengua que elijan. Todo eso, y mucho más, dicho desde la tribuna del Parlamento por el hombre que a partir de mañana va a gobernar el País Vasco, cobró una dimensión y una hondura desconocidas y fue capaz de emocionar a muchos demócratas que hasta ayer ignoraban cómo podrían sonar esas palabras en boca de un lehendakari.

Pero la dimensión histórica de lo vivido ayer no puede ocultar la preocupación por el futuro. Porque el nuevo gobierno tiene por delante un dificilísimo camino lleno de trampas y nadie sabe si las va a saber -o poder, o querer- sortear. De momento, los portavoces peneuvistas apuntaron ayer la primera de sus estrategias: hacer foco en el Partido Popular, encajarle sobre la marcha el mismo sayón de apestado político que hasta hace meses -ahora ya no tanto, pero todavía un poco- se le endilgó en Cataluña, y denunciar a continuación todo movimiento del nuevo gobierno que, en opinión del nacionalismo, permita decir que los socialistas ceden ante los populares. Buscarán empujar al PSE hacia el PP en cuestiones sensibles como la lengua, la identidad o los derechos históricos, controlando simultáneamente la radiación contaminante que el PP emite. Si el PSE se acercara demasiado al apestado, acusarán al gobierno de traicionar las esencias y la identidad de la patria. Pero si, para evitar presiones de la comunidad nacionalista, el gobierno se alejara demasiado de los populares, podría perder su apoyo y quedarse solo. Una ecuación diabólica que, sin embargo, ha merecido la pena poder siquiera enunciar.

Victoria Prego