La revuelta menestral

Muestran su estupefacción los sectores españoles más cordiales y deferentes con Catalunya. Se preguntan por qué tantos catalanes ilustrados, partidarios del pacto y la concordia, se adhieren al nacionalismo. Nosotros no somos nacionalistas españoles, dicen. Y tienen razón. Muchos de ellos no lo son. Son partidarios del patriotismo constitucional de Habermas, una corriente racionalista que propugna una sociedad que sólo exige derechos y deberes a los seres humanos en tanto que seres humanos, una sociedad ciega, sorda y muda a los valores, costumbres y tradiciones nacionales. Desde la óptica de estos patriotas de la racionalidad, el nacionalismo es peligroso. Siento decir que apenas los hemos visto combatir al más peligroso de todos ellos (en términos históricos): el nacionalismo español, omnipresente en los medios de la capital. Ni los vemos conscientes de lo que Kenneth Galbraith llamaba “mayorías satisfechas” refiriéndose a aquellos sectores que usufructúan la posición de fuerza adquirida en la sociedad, indiferentes a los problemas de las minorías.

El patriotismo constitucional expresa de un modo peculiar, en España: muchos de los que lo defienden no deben cambiar de lengua y ni de emociones heredadas para acordarlas a la Razón, sin embargo, exigen Razón a las “minorías insatisfechas catalanas”, que tiene que hacer equilibrios de lengua y emoción cada día. No se les nota inquietos, en cambio, con las “mayorías” de España que, a través de sus líderes políticos y mediáticos, indiferentes a la Razón, desbordan cada día sus sentimientos nacionalistas sin ningún pudor.

Los partidarios del patriotismo constitucional proclaman la igualdad. Rajoy y sus ministros usan un término más ambiguo: unidad. Pero son los presupuestos los que harían creíble la expresión “unidad contra la crisis”, no las palabras. Para que la unidad fructifique, es preciso un acuerdo previo. Los sacrificios españoles tenían que haberse pactado. También la prioridad del gasto debió pactarse. Hablar de unidad o de igualdad ante la crisis es retórica, pues hay quien gana y quien pierde con ella. No sólo los individuos, también los territorios. Ningún colectivo nacional quiere suicidarse. Ahí están los alemanes o los finlandeses, pagadores netos de Europa: exigen límites, condicionan las ayudas. Desde la hidalguía, se considera mezquino tal comportamiento. Pero la crisis tiene algo bueno: ha jubilado muchos tópicos ideológicos. La cuestión económica de verdad en la España de hoy no es el egoísmo de los catalanes, sino la hipocresía de las élites que controlan el Estado, del que han sacado colosales rendimientos empresariales y financieros. La habilidad de estos sectores hegemónicos consiste en perorar sobre la unidad cuando se refieren a sus intereses y a los del eje económico del Gran Madrid, que construyen con voluntad de emular París (Bel). Hablan de unidad, defienden su statu quo.

Por supuesto, un sector importante de la burguesía catalana participa del juego de las élites de Madrid. Y esto nos permite hablar del factor social que explica lo que está pasando en Catalunya. La caricatura del catalanismo es el de una burguesía catalana impulsando con una mano el nacionalismo para sacar con la otra más beneficios de España. Esta caricatura apela a una verdad a medias. La burguesía catalana, que es muy contradictoria, y que tiene desde siempre un sector españolista, ha instrumentalizado el catalanismo, sí. Ahora bien: si algo demuestra la corriente que ha desembocado en la colosal manifestación del Onze de Setembre es que no es burgués, sino menestral. Las clases medias catalanas son las que han salvado los valores de la tradición cultural catalana: de la lengua a la ambición de progresar con el trabajo individual. Son el nervio del catalanismo. Sin ellas, la burguesía catalana no habría podido hacer sus juegos malabares. Sin ellas, la lengua no habría resistido dos dictaduras. La menestralía nunca hasta ahora ha liderado el país. Tuvo que pactar, bien con el sector catalanista de la burguesía (Prat de la Riba, Cambó), bien con la clase obrera que la desbordó en 1936 (Macià, Companys).

Durante la transición, esta clase media se bifurcó: los sectores universitarios se fusionaron con la izquierda (PSUC, PSC), y los menos culturalistas o más tradicionalistas se convirtieron en la base del pujolismo. Pujol, que defiende los valores de la menestralía, no la encarnaba, la dirigía: su primer objetivo era regenerar la burguesía.

Muchos de estos catalanes de clase media (no todos, como se vio el 12 de Octubre) creen que forman parte de un colectivo nacional en peligro. Creen que el reparto arbitrario de los sacrificios de la crisis en España, no sólo es injusto: los está empobreciendo y niega el futuro. No les parece lógico que la solidaridad implique la provincianización económica de Catalunya. Por ello, puede decirse que lo que están protagonizando las clases medias en Catalunya es una revolución: liberándose de la tutela ideológica de la izquierda y de las cautelas malabares de la burguesía, aspiran a federarse directamente con Europa. Delirio o posibilidad, no les dejaron otro camino.

Ningún representante del statu quo, sea en España, sea en Catalunya, esperaba que las clases medias catalanas osaran provocar un terremoto institucional. En vez de despreciarlas, estaría bien que los que han liderado las instituciones españolas se preguntaran, por una vez, si no abusaron de los equilibrios de la transición.

Antoni Puigverd

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