La ruptura del consenso electoral

Desde hace meses el Partido Popular o los Gobiernos que éste apoya han formulado propuestas electorales, aplicadas ya en el Estatuto de Autonomía de Castilla–La Mancha, y en fase de propuesta para la Asamblea de Madrid y, con carácter general, para la elección del alcalde. Además, el presidente de Baleares propuso reducir en un tercio el número de diputados de su Parlamento, y el presidente valenciano sugirió la elección de un tercio de los diputados de su Asamblea por distritos uninominales. Esto no es una concatenación de casualidades. El Partido Popular sabe que tras la política de austeridad del Gobierno es mucho más difícil ganar elecciones en cualquier nivel territorial y, como casi nunca tiene partidos con los que aliarse, quiere cambiar apresuradamente las reglas del juego electoral. En cada ámbito, en cada territorio, la problemática jurídica es distinta, pero todas las propuestas van en la misma dirección.

El Partido Popular pretende que sea elegido alcalde el candidato más votado asignando a su partido la mayoría de los concejales. El Partido Popular, el Gobierno y la prensa conservadora afirman que es una fórmula similar a la proposición de ley que presentó el grupo parlamentario socialista del Congreso en diciembre de 1998, pero la propuesta popular arrastra un vicio de inconstitucionalidad que no contenía la iniciativa socialista. Partiendo del hecho de que la Constitución permite la elección directa de los alcaldes (“los alcaldes serán elegidos por los concejales o por los vecinos”, dice el artículo 140), la propuesta conservadora rompe el principio democrático que contiene el artículo 1º.1 de la Constitución, que es un principio jurídico que el Tribunal Constitucional ha ido configurando en sus elementos fundamentales.

¿Por qué la elección del alcalde a una sola vuelta quebraría el principio democrático que establece la Constitución? Si el alcalde no alcanza la mayoría absoluta, será un alcalde que no representa a la mayoría de los electores del municipio, será solo el representante de la minoría más mayoritaria. Es decir, salvo elección por mayoría absoluta, en un municipio habrá más electores que no han votado al alcalde que electores que lo han votado. No representaría a la mayoría de las personas que han acudido a votar, sino solo a una minoría.

Así se conculca el principio democrático porque el Tribunal Constitucional, desde 1981, ha establecido que este principio impone que la formación de la voluntad se articule a través de un procedimiento en el que opere el principio mayoritario como fórmula para la integración de voluntades concurrentes. De ello se infiere que una elección sin mayoría absoluta, al dejar fuera del Gobierno municipal a partidos con más apoyo electoral que el que tiene el alcalde, rompe el principio mayoritario.

Por el contrario, la proposición de ley socialista de 1998 preveía una segunda vuelta, lo que permitiría que el alcalde representara a la mayoría de los electores, como, por otra parte, ocurre ahora. Además, era la iniciativa de un partido de la oposición que no iba a ser impuesta al amparo de una mayoría absoluta.

Igual inconstitucionalidad ofrece la iniciativa popular de modificar el sistema electoral de la Comunidad de Madrid para crear 43 circunscripciones uninominales. Aquí la inconstitucionalidad no proviene de la creación de distritos uninominales pues la Constitución no exige proporcionalidad salvo en las comunidades autónomas que eran originariamente de primer grado. La inconstitucionalidad de la propuesta popular proviene de que una ley electoral que creara distritos uninominales conculcaría directamente el vigente Estatuto de Autonomía que establece el criterio de representación proporcional y, como circunscripción electoral, la provincia, es decir, todo el territorio de la comunidad autónoma. Crear 43 distritos uninominales, distribuidos con extraños criterios territoriales, no responde a criterios proporcionales sino mayoritarios, y tampoco respeta la circunscripción provincial. La inconstitucionalidad aparece aquí porque la ley electoral conculca el Estatuto de Autonomía, cuya vulneración, al formar parte del llamado bloque de constitucionalidad, es también inconstitucional. Bastaría que se reformara el Estatuto de Autonomía, pero el Partido Popular no dispone de la mayoría de dos tercios que exige el propio Estatuto y por ello insiste en conculcarlo creyendo quizá que los acontecimientos de 2003 no volverán a repetirse. Y por si esa reforma fallara, el Partido Popular propone también reducir a 65 los 129 diputados de la Asamblea.

Lo mismo puede decirse de la reforma del Estatuto de Autonomía de Castilla–La Mancha realizada por la reciente Ley Orgánica 2/2014, de 21 de mayo, que reduce un tercio el número de diputados. Ello no comporta ahorro, como dice el Gobierno castellano-manchego (tras la reducción de las percepciones de los parlamentarios), pero limita las posibilidades de triunfo electoral a solo dos partidos en cada circunscripción.

La acumulación de reformas electorales no es casual, sino el intento de mantener un poder que los ciudadanos ya no otorgarán fácilmente al Partido Popular. Lo malo es que comporta una ruptura del consenso electoral, un consenso que se inició implícitamente en 1977 y continuó con la Ley Orgánica del Régimen Electoral General de 1985 y sus sucesivas reformas. Y si se rompe este consenso, ¿hasta dónde llegará el Partido Popular? Si los sondeos de 2015 dieran perdedora a la derecha en las siguientes elecciones legislativas, ¿implantaría el sistema mayoritario o reduciría el número de diputados? La configuración constitucional de la legislación electoral pasa por el consenso y por eso se exige ley orgánica que, en 1978, era la máxima expresión que se concebía del consenso. Hoy se ve que esa exigencia es insuficiente, pero la dimensión teleológica de la regulación, es decir, el consenso entre partidos, sigue presente como una exigencia derivada del principio democrático que hemos visto más arriba. No es concebible que se apruebe una reforma electoral de gran relevancia sin el acuerdo del principal partido de la oposición, partido que probablemente saldría perjudicado por el cambio.

¿Se ha planteado el Gobierno qué legitimidad tiene una reforma electoral votada en el Parlamento por el Partido Popular, quizá también por CiU (probablemente un partido abrasado a partir de noviembre) y por algún otro francotirador conservador? Poca legitimidad tendría una reforma si, además, es objeto de nueve recursos de inconstitucionalidad, como ha ocurrido con la Ley 27/2013, de 27 de diciembre, de racionalización y sostenibilidad de la Administración Local. Parece poco democrático convocar elecciones aplicando una ley recurrida una decena de veces.

Por otra parte, con una situación tan compleja como la que va a vivir Cataluña durante el próximo otoño, es posible que el Gobierno deba adoptar medidas políticas o jurídicas, medidas que solo serán legítimas y eficaces si las apoya el principal partido de la oposición. Pero difícilmente el PSOE puede apoyar medidas frente al independentismo catalán si al mismo tiempo se aprueba una reforma electoral no consensuada. Porque romper el consenso electoral es tanto como romper el consenso constitucional, pues empuja a los partidos perjudicados por esa reforma hacia una posición extramuros del sistema democrático.

Javier García Fernández es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense de Madrid.

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