La ruptura transatlántica

El parque nacional de Thingvellir, unos 50 kilómetros al este de Reykjavik, es el sitio histórico más importante de Islandia. Es el lugar donde los vikingos fundaron el primer parlamento democrático en el año 930, y donde la República de Islandia proclamó su independencia de Dinamarca en 1944. También está asentado sobre una enorme fractura geológica, donde la pequeña placa Hreppafleki forma una ruptura estrecha entre las placas tectónicas de Norteamérica y Eurasia. En el entorno geopolítico actual, el simbolismo es potente.

Sin duda, existe una ruptura entre Estados Unidos y Europa. La placa Hreppafleki puede representar a China, que ha reclamado su posición en el máximo nivel de las potencias globales -una situación para la cual Estados Unidos y Europa parecen no haber coincidido en una respuesta-. O quizá sea más preciso decir que Hreppafleki representa al presidente norteamericano, Donald Trump, cuyas repetidas provocaciones -inclusive con respecto a China- han consumido la buena voluntad transatlántica, minando a la vez el papel de Estados Unidos en el mundo.

La Guerra Fría, de 1945 a 1989, se caracterizó por un orden mundial bipolar en el que la estabilidad dependía de un equilibrio del terror nuclear. Después de 1989, surgió un orden más esperanzador, liderado por un Estados Unidos hegemónico, aunque todavía estuviera desestabilizado por fuerzas como el terrorismo internacional. Pero ahora hemos entrado en una nueva fase, en la que Estados Unidos está alejándose activamente del resto del mundo, violando una norma detrás de la otra.

Sólo en las últimas semanas, Trump impuso enormes aranceles a las importaciones no sólo provenientes de China, sino también de aliados asiáticos y europeos de Estados Unidos; perturbó la cumbre anual del G-7, acusando a los aliados más estrechos de Estados Unidos de prácticas comerciales injustas; y luego se reunió con Kim Jong-un en Singapur, donde su comportamiento ofensivo hacia los socios europeos y canadienses de Estados Unidos dio lugar a un efusivo elogio del brutal dictador de Corea del Norte. Y lanzó (y, bajo presión política, rescindió) una política cínica de separar a los hijos de los migrantes de sus familias en la frontera sur de Estados Unidos.

En resumen, Trump se ha divorciado sumariamente de sus aliados, en términos políticos y económicos, y ha atacado los valores de los que depende la democracia. En ese sentido, este momento representa la antítesis exacta del otoño de 1989, cuando el bloque soviético comenzó a colapsar y la democracia parecía triunfante. Hoy, no resulta claro qué es lo que representa Estados Unidos, y esa incertidumbre pone en riesgo a toda la alianza transatlántica.

Sin duda, no es la primera vez que las relaciones transatlánticas se tensionan. A comienzos de la década de 1960, el presidente francés Charles de Gaulle rechazó un pilar esencial de la relación, la OTAN, al reducir incrementalmente la participación militar y política de Francia. Mientras que el presidente norteamericano John F. Kennedy presentaba a la OTAN como un techo compartido apoyado en dos pilares -Estados Unidos y Europa-, de Gaulle la veía como un mecanismo de hegemonía estadounidense. En cualquier caso, el retiro de Francia de la OTAN hizo más para aislar al país que para debilitar la alianza transatlántica.

La relación volvió a enfrentar un desafío en 2003, cuando Francia y Alemania, entre otros, se negaron a sumarse a Estados Unidos y al Reino Unido en la invasión (desacertada) de Irak. Pero, una vez más, la supervivencia de la alianza transatlántica nunca estuvo en duda.

La diferencia hoy es que es Estados Unidos el que está dando un paso atrás en contra de la alianza -si no de todo el modelo democrático liberal de Occidente-. Una oveja descarriada es una cosa; si el pastor se va, todo el rebaño está en peligro. Sin embargo, en la medida que "Estados Unidos Primero" se convierta en "Estados Unidos Solamente", pareciera que eso es lo que precisamente está pasando.

Pero Trump corre el riesgo de que se le vaya la mano. El poder de Estados Unidos en relación a otros países ha alcanzado su nadir de posguerra. El mundo se está volviendo cada vez más enquistado en un orden multipolar y Estados Unidos difícilmente pueda prescindir de aliados.

Por supuesto, esto no es lo que ve la administración Trump. El presidente y sus aliados siguen convencidos de que el poder duro es lo único que importa. Y, desde una perspectiva militar, Estados Unidos sigue siendo el líder. Pero este dominio no tiene ninguna garantía de perdurar, especialmente frente a la inmensa inversión militar china. Más importante aún, el poder duro por sí solo no basta para sustentar las alianzas, muchos menos para ejercer un liderazgo global.

Parece improbable que Trump reconozca esto y cambie de curso. Pero inclusive después de que se marche de la Casa Blanca, un retorno a la "normalidad" no está garantizado. Si bien Trump difícilmente represente a toda la sociedad norteamericana, no deberíamos engañarnos: su victoria no fue accidental. Había -y sigue habiendo- un apetito de unilateralismo y aislacionismo entre los votantes norteamericanos. Eso no desaparecerá de la política estadounidense, inclusive después de que lo haga Trump.

Los aliados tradicionales de Estados Unidos, por lo tanto, no pueden simplemente sentarse a esperar que Trump se vaya; por el contrario, deben adaptarse a la realidad de hoy. En el pasado, los europeos solían restarle importancia al valor de la geografía, que habría exigido una relación más estrecha con Rusia, en favor de la geografía de los valores, lo que justificaba una orientación transatlántica.

Cuando Estados Unidos es gobernado por una administración que traiciona estos valores -y que llega al punto de arrancar a los niños de sus padres y ponerlos en jaulas-, ese argumento deja de ser válido. La única salida de ahora en más es plantarse frente a Estados Unidos en defensa de nuestros valores e intereses.

Trump puede ser bueno a la hora de movilizar a su base en casa o conectarse con "amigos" ideológicos en el exterior. Pero, sin el respaldo de sus verdaderos aliados, la influencia global de Estados Unidos no hará más que deteriorarse. Desde una perspectiva geopolítica, esa estrategia sólo puede arrojar un resultado: "Hacer que China sea más grande más rápido".

Dominique Moisi is Senior Counselor at the Institut Montaigne in Paris. He is the author of La Géopolitique des Séries ou le triomphe de la peur.

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