La Rusia de Putin, potencia oscurantista

“Podemos ver cuántos países euroatlánticos están rechazando sus raíces, incluidos los valores cristianos que constituyen la base de la civilización occidental. Niegan los principios morales y todas las identidades tradicionales: nacional, cultural, religiosa e incluso sexual. Están implementando políticas que equiparan a las familias numerosas con las parejas del mismo sexo, la creencia en Dios con la creencia en Satanás.” Dada esta dramática situación que el presidente Putin describe en un famoso discurso pronunciado en septiembre de 2013 para un encuentro del Club Valdai, los rusos necesitan, argumenta Putin, nuevas estrategias para “preservar nuestra identidad en un mundo (…) que se ha vuelto más abierto, transparente e interdependiente”.

Es, en efecto, desde el regreso de Vladímir Putin a la presidencia de Rusia en marzo de 2012, cuando la orientación ultraconservadora del discurso dominante originado desde el poder ha crecido en intensidad y en amplitud. En una evolución ya marcada por otros hechos, dos momentos políticos, ocurridos dentro y fuera de Rusia, señalan los hitos de este encumbramiento progresivo del tradicionalismo y del conservadurismo: la ola de protestas que sacude Moscú y otras ciudades rusas, en el año 2012, por los resultados de las elecciones legislativas de diciembre de 2011, y el Euromaidán ucraniano, que se desencadena a finales de 2013 y consigue derrumbar el anterior régimen, afín al Kremlin. Es también la época en que nace la política sistemática de desinformación y aparecen dos instrumentos destacados a su servicio para contribuir a la “preservación de la identidad”: Russia Today (hoy RT) en 2013 y Sputnik en 2014. Ambos acontecimientos avivaban el mayor temor de los círculos del poder: que pudiera producirse una revolución de color en Rusia para derrocar la cúpula del Kremlin.

En la Rusia actual, uno de los grandes países multinacionales del mundo, los valores conservadores, cuando no ultraconservadores, van acompañados de la clara exaltación del nacionalismo ruso en el discurso de gran parte de la élite de país. Algunos de estos valores ya se daban en el período soviético (patriotismo, concepción de la familia, valorización del uso de la fuerza, etc.), mientras que otros, como la religión, son más nuevos. Este despliegue de conservadurismo, que algún intelectual ruso no duda en tachar de oscurantismo, afecta a un abanico muy amplio de temas y ámbitos.

En la educación, los manuales de historia han sido revisados para adecuarlos a la narrativa de la grandeza de Rusia y arraigar los sentimientos patrióticos en los niños. El fomento del espíritu militar en los más jóvenes va desde la fabricación de juguetes y prendas (zapatillas con forma de tanques, por ejemplo) hasta preparación militar en la escuela (aprendizaje del uso de armas) o la creación de un movimiento patriótico-militar de jóvenes, llamado Yunarmia (Joven Ejército, en ruso), puesto en marcha por el ministro de Defensa en 2016. Yunarmia es concebido como la rama militarizada del Movimiento Ruso de Escolares, establecido por Putin en 2015, con el objetivo de formar a los niños en una “educación patriótica” según el “sistema de valores ruso”.

En temas de familia y género, la concepción del papel de la mujer exalta la madre de familia, sostén del hogar, que ha de ir siempre guapa y arreglada. Una ley adoptada en febrero de 2017 permite cierto nivel de violencia doméstica. La homofobia se convierte en un valor educativo que explica que la homosexualidad es contra natura, perversa y contaminante. Más aún, la homosexualidad es antirrusa, o sea es un valor foráneo, importado por vías oscuras desde fuera. Varios maestros de secundaria se han visto amonestados en nombre de una ley de 2013 que tipifica y penaliza la “propaganda gay” en todos los ámbitos. En la jerga nacionalista rusa, Europa que en ruso se dice Yevropa se convierte en Gayvropa, algo que se oye también en más de una cadena de televisión estatal.

En cuestiones identitarias, el patriotismo y el ser “especial” ocupan un lugar central junto con la religión y la Iglesia ortodoxas. La concepción del uso de la fuerza también forma parte de una identidad que no concibe ser respetada si no es fuerte, y no concibe ser fuerte si no es temida. La desconfianza en el otro, en lo diferente, recorre también este terreno mental, abonado por ejemplo por la ley de 2012 que exige a las organizaciones no gubernamentales registrarse como “agentes extranjeros” ante el Ministerio de Justicia si se involucran en “actividad política” y reciben financiación extranjera. Por eso, Ucrania se ha convertido para el Kremlin en un símbolo de la lucha de Rusia por la afirmación de su identidad nacional y contra un Occidente degenerado; en otras palabras, Ucrania no es para Putin un tema de política exterior sino interna y por ello la Unión Europea no lo puede tratar como un tema más en las relaciones bilaterales.

Una peculiaridad del momento es el acento puesto en los valores tradicionales como específicos a Rusia si bien, como se puede apreciar, nada en estos valores es específicamente ruso ya que los comparten sectores conservadores de muchos países en el mundo con regímenes políticos distintos. Sin embargo a Putin le conviene para asociar siempre lo ruso con el patriotismo y el conservadurismo. De ahí, entre otras consecuencias, que Putin haya convertido a Rusia en paladín de las supuestas esencias de la “civilización cristiana”.

Muchos intelectuales, pasiva o activamente, han abrazado esta nueva ideología que define “qué es ser ruso hoy” y la intelligentsia del país ha visto declinar hasta desaparecer su papel de consciencia moral en la sociedad. Sin embargo, algunos expertos rusos independientes consideran que, de hecho, en el caso de Putin y sus allegados no se puede hablar de una ideología interiorizada sino de una narrativa construida para fines instrumentales, es decir para controlar mejor la sociedad y, a la vez, ampliar su base de legitimidad ante ella. La verdadera oposición política no se encuentra en el Parlamento donde solo están representados partidos que, de hecho, constituyen un seudopluralismo de pantalla. Una realidad que Putin, en el mismo discurso de 2013, explica por el hecho de que “con demasiada frecuencia en la historia de nuestra nación, en lugar de oposición al Gobierno, nos hemos enfrentado a una oposición a la propia Rusia.” Con esta lógica, el rival político se convierte automáticamente en enemigo de la patria y en “agente extranjero”.

Pero, con el tiempo, este orgullo ligado a hazañas en política exterior –como, tras Ucrania, fue presentada la intervención rusa en Siria- ya no sirve como contrapeso suficiente para el descontento que va creciendo en el ámbito social, en particular. Los jóvenes actuales solo han vivido en el putinismo y, en los grandes centros urbanos (que son el motor del resto del país), estos jóvenes miran cada vez más hacia Europa o Estados Unidos, sobre todo para temas culturales o como destino de su educación superior. Una encuesta del centro independiente Levada, realizada en diciembre de 2018 en todo el territorio de la federación, muestra, por ejemplo, que un 41% de sus jóvenes, de entre 18 y 24 años, quiere emigrar para siempre.

El Kremlin es bastante menos fuerte de lo que aparenta. La sociedad rusa ha empezado a mostrar que ya no se contenta con la gloria nacional como respuesta a sus dificultades materiales crecientes. En las elecciones locales de septiembre de 2017, candidatos independientes ganaron en varios distritos de Moscú. Tendencia que se confirmó un año más tarde cuando cuatro regiones de Rusia, en particular en el Extremo Oriente, tumbaron a los candidatos a gobernador del Kremlin. Excepto en el caso de los valores tradicionales que le acercan tanto a la extrema derecha mundial, el atractivo externo de Rusia se basa esencialmente en su poderío militar, sus recursos energéticos y su papel destacado en el comercio internacional de armas. Su soft power, en cambio, es bastante limitado, concentrado sobre todo en las ex repúblicas soviéticas de Asia Central, fuente de mano de obra para Rusia.

El poder de sus instrumentos privilegiados de desinformación en el exterior está experimentando los límites de unos medios que el mundo ya empieza a conocer por su verdadera naturaleza: no se trata, como en la época soviética, de propaganda destinada a ensalzar la excelencia de un modelo social sino de una acción exterior que se dedica a usar contradicciones y conflictos de la UE para ahondar en la división interna entre estados miembros. Las elecciones europeas de mayo de 2019 han sido otra oportunidad que el Kremlin no ha desperdiciado en todos sus canales de comunicación, en sus instrumentos de desinformación y en su red de contactos internacionales, en particular con la extrema derecha europea. Pero, a la vez, el hecho de que Rusia necesite volcar estos ingentes medios para deslegitimar el proyecto europeo revela la debilidad del modelo de país de Putin: sus propios méritos por sí solos no parecen ser suficientes.

Carmen Claudín, investigadora sénior asociada, CIDOB.

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