La sabiduría de los maestros antiguos

Con los traductores tenemos todos, y en especial los amantes de la literatura, una deuda de gratitud, evidente y frecuentemente olvidada. Gracias a su mediación existe la literatura universal, tal como resaltó George Steiner en Después de Babel. Sin embargo, cuando se resalta la importancia de tan imprescindibles intérpretes, se suele pasar por alto a los de textos antiguos, e incluso cuando se habla de “los clásicos” —como en unas páginas recientes de Babelia— no encontramos ni mención de los griegos y latinos, los clásicos más universales, que leemos gracias a sus traductores modernos. Supongo que no se trata de un rechazo tácito, ni helenofobia o latinofobia premeditada. Es lo usual en enfoques periodísticos, atentos a lo actual y despectivos de lo que suena a vetusto, pátina inevitable de lo clásico y de textos escritos en las lenguas arcaicas y supuestamente difuntas. En todo caso, un síntoma del desdén habitual en medios de amplia difusión, incluso en los relacionados con la educación, muestra significativa del menosprecio postmoderno del pasado y la cultura antes prestigiosa (pero ya no de moda) y hacia lecturas que suponen un cierto esfuerzo intelectual por su contexto y referencias históricas. En definitiva, hacia “la vieja literatura libresca”.

No es mera anécdota que un libro como El canon occidental de Harold Bloom dejara al margen, silenciados, todos los textos antiguos, los que eran en las Poéticas más antiguas los “clásicos por antonomasia”, al redactar su listado canónico (del griego kanon, un invento alejandrino). Los griegos y latinos (que inventaron las listas de los clásicos) no figuran en ese aclamado prontuario (que empieza con Dante). El profesor Bloom escribe autoritariamente de los grandes autores y obras que conoce bien, y esa es su mejor razón para no decir nada de los antiguos (aunque los cite de cuando en cuando). Hay muchos críticos actuales que lo imitan; les resulta cómodo excluir todo aquello que conocen mal, y suele pasarles con toda la literatura grecolatina. No me parece raro que Bloom hiciera ese recorte, pero sí sorprendente que pocos lo notaran. Tampoco serán muchos los lectores de las páginas aludidas sobre “clásicos y traductores modernos” que hayan echado de menos alguna referencia a los clásicos más clásicos.

Pero ese desdén —que va de los antiguos clásicos a sus modernos traductores— no parece justificado, por más que, por otra parte, resulte entre nosotros bastante habitual. España, como es sabido, tuvo una tradición humanista truncada y discontinua, y aquí durante siglos apenas se han leído los textos resonantes de los autores griegos y latinos. Si no tuvimos nunca ninguna “querella entre antiguos y modernos” —como en Francia e Inglaterra—, fue porque la rivalidad entre los autores “modernos”, más bien mediocres, y los antiguos, casi desconocidos, no existió. Y no hubo tampoco una filología clásica como la que desarrolló la Europa moderna más ilustrada. En el prólogo a su traducción de Dafnis y Cloe, en 1880, Don Juan Valera cuenta cómo sus amigos no le creían cuando decía que leía a Homero por placer. (La Ilíada se tradujo al castellano por primera vez a fines del XVIII, y que alguien, fuera de las aulas, leyera a Homero por gusto parecía en la buena sociedad una extravagancia. ¡A finales del XIX!).

Si, en su ensayo Las versiones homéricas, Borges declaraba: “La Odisea, gracias a mi desconocimiento del griego, es para mí una librería internacional de obras en verso y prosa”, aludiendo a las diversas traducciones inglesas que él leía, ahora se podría hacer un cotejo parecido con versiones españolas. Difiere mucho el leer la Ilíada en los versos neoclásicos de Hermosilla (1830) a hacerlo en la prosa modernista de L. Segalá (de 1908) o en la ágil y actual de Óscar Martínez (2010). La Ilíada ya se ha traducido al castellano casi 50 veces, y la Odisea veintitantas. (Son muchas menos que las versiones al inglés, pero la lista es notable). Nuestra lectura, en todo caso, está siempre marcada por la lengua y el estilo del traductor.

Y en los últimos decenios las traducciones de autores griegos y latinos se han multiplicado en España, en consonancia con un notable éxito de los estudios sobre el mundo antiguo y las lenguas clásicas. El secular atraso en la versión de los antiguos frente a otras lenguas europeas se ha remediado. Hoy día todos los textos del legado helénico y latino, textos literarios y científicos, están asequibles en español y tan bien editados como en cualquier país moderno. Y eso que los tiempos son muy adversos a las empresas humanísticas, y cuando los planes de estudio han minimizado o arruinado la presencia de las lenguas clásicas en la enseñanza. Paradójicamente, pues, a contrapelo de la consigna oficial de “eliminar lo antiguo”, nunca ha sido tan extensa la lectura de los clásicos. Nunca se ha podido leer tan fácilmente, en claras versiones, por placer y al margen de las tareas escolares, a Homero, Platón, Virgilio, Hipócrates, Plutarco, Plotino, Euclides y tantos otros. La amplia difusión de muchísimos textos antiguos en ediciones de bolsillo, en versiones actuales, es un hecho evidente. Lo demuestran las series de clásicos griegos y latinos en Alianza, Cátedra, Akal. Y, sobre todo, la extensa “Biblioteca Clásica Gredos” que, con sus 400 tomos, ha realizado el anhelo de Ortega que, hablando de la traducción, noble y utópica tarea, expresaba la necesidad de ver algún día en nuestra lengua todo el legado clásico en versiones fiables y modernas. Ya las tenemos, aunque tal vez a muchos ni les importe ni se hayan enterado.

Insisto, pues, es injusto el usual olvido de tantos traductores, más marginados que los que trabajan sobre lenguas modernas, a pesar de que sin ellos nadie podría acercarse a los “clásicos” inmortales. No pasemos por alto que cada traductor, por fiel y austero que sea, matiza y recrea el texto y deja su huella en el clásico que rescribe en lengua moderna. Y que da luego al lector, romanceado con sus palabras, al trasladar la poesía homérica, o la prosa o verso de cualquier clásico, dejando su impronta latente en una lectura que puede ser decisiva para el amor o el rechazo del viejo autor. (Anoto otra muestra absurda del menosprecio en las citas de textos clásicos. Es frecuente que quienes citan un fragmento de un clásico, desdeñan nombrar al traductor, es decir, el que hizo la traducción utilizada. No es raro ver que en la cita se nombre a la editorial, como la responsable del fragmento).

Con razón los articulistas de Babelia insisten en los méritos del arduo oficio de traducir y la esforzada tarea del traductor como intérprete e intermediario. Sí, una buena versión actual renueva la claridad y eficacia poética del texto; así como un mal traductor lo oscurece. De ahí la responsabilidad aún mayor en los que vierten a los clásicos, pues deben justificar el renovado fervor, al verter en nuevos moldes las claras voces antiguas, y para ello necesitan una arriesgada interpretación previa. De ahí su gran mérito, si la versión refleja la belleza memorable original, o su fracaso, si no.

Más de una vez he opinado que las historias de la literatura deberían recordar a los traductores, que tanto han influido en la difusión de las grandes obras al traerlas de otras lenguas y tiempos. La literatura universal, como apuntaba Steiner, existe gracias a la inmemorial labor de los traductores. En una historia literaria de horizontes abiertos deberían figurar, calibrando sus méritos, sus ecos e influencias, los discretos, callados y tan olvidados traductores de los clásicos antiguos. Como se merecen, desde luego.

Por Carlos García Gual, catedrático de Filología Griega de la Universidad Complutense de Madrid.

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