La sabiduría está cambiando

El concepto de sabiduría como discernimiento de la verdad ha cambiado a la par que ella. Prueba de esto es que pocos valoran hoy los proverbios de Salomón. A un historiador le atrae más investigar cómo pudo crear tantos aforismos que interesarse por lo que dicen. Recordará para ello los talleres de Velázquez o Rembrandt, donde múltiples aprendices contribuían a los trabajos de sus maestros, lo que explicaba la magnitud de sus obras. Esos talleres representaban incipientes ‘networks’, diferentes a las actuales, aunque con propósito parecido: su interacción cotidiana favorecía su innovación, ahorrándoles tiempo.

La sabiduría de la antigüedad (judíos/griegos/romanos) se canalizaba a través de paradigmas. Uno era la literatura sapiencial y, en ella, el libro de referencia era el de Job. En mi opinión, lo que consagra esta obra, más que enseñanzas esenciales, son tradiciones o creencias. Fray Luis de León la aprovechó para interpretar el mal en la Tierra; Calvino, la virtud del estoicismo; y Borges, la imposibilidad de aplicar la medida humana a lo divino. Pero los investigadores actuales -la mayoría, impacientes y poco predispuestos a descifrar largos textos- buscan certezas y el libro de Job no se las ofrece.

En esta disputa entre la sabiduría de antaño y la forma de actualizarla, pasamos de una situación en que la sabiduría generaba progreso preocupada por los medios, a otra que genera progreso preocupada por los resultados. Su ruptura con el pasado y su absorción, por la ciencia primero y ahora por la tecnología, se agudiza con el advenimiento de dos nuevas disciplinas: el ‘management’, que estudia la dirección de organizaciones, en donde la mayoría trabajamos -sea en Silicon Valley, un hospital o las Administraciones Públicas-; y la informática, que distorsiona con internet, el Big Data y la inteligencia artificial lo que entendíamos por sabiduría. Entonces, una cultura basada en la discusión y ahora, una cultura adicta a la precisión.

Con la metamorfosis de la sabiduría cambia la de sus artífices. Ya no hay personajes como Cervantes, y los ilustrados de hoy tampoco sufren penurias como antes. La mayoría, hombres o mujeres, se desempeñan amparados por importantes instituciones. El errabundo Homero, contando historietas por el Peloponeso, es ahora la multinacional Netflix con un PIB como el de Malta; y el desconocido ingeniero ‘Smith’ que alquimiza para Honda cigüeñales cada vez más ligeros puede ser tan útil a la sociedad como lo fue algún egregio personaje con el que no nos atreveríamos a compararlo. La diferencia de ayer a hoy es que ‘los Smith’ son multitud, ganan fortunas y son desconocidos, ya que el trabajo en equipo dificulta su visibilidad.

Tampoco el intelectual del siglo XXI se ve reflejado en el de hace veinte años, su identidad está lejos de la que nos sugieren los tópicos de academias y ateneos. Este nuevo intelectual, que a veces ni siquiera escribe, sea un programador operístico, un creativo de la moda, un ornitólogo, o un experto en ciberseguridad, es tan curioso como aquellos, pero su curiosidad es distinta: menos cinética y más dinámica, y se define tanto por su intelecto como por su acción; de hecho, exprime el tiempo con aviones, vídeos, audios... y abrumado por el exceso de información, beatifica la prisa, abusa de la lectura rápida, elimina lo superfluo, desvela encriptados y anuda conceptos buscando una nueva perspectiva desde la que opinar.

Así, puede visitar las pirámides de Egipto y quedarse solo con la idea de que la piedra Roseta es la contribución de las pirámides al misterio de su historia. Análoga reflexión reproducirá meses más tarde en Israel con los papeles apócrifos del mar Muerto, o en el Louvre de París con el babilónico Código de Hammurabi; hasta que, de pronto, concibe un nuevo interrogante: la Gioconda, que también se exhibe en el Louvre, ¿es comparable en misterio, historia e importancia para Francia, con los papeles del mar Muerto para Israel o la Roseta para Egipto?

O bien, imaginemos que nuestro intelectual, al abandonar un museo de pintura, esta vez contemporánea, harto de atesorar erudición, prefiere preguntarse: ¿qué sería mejor para este museo?, ¿disponer de un Picasso de baja calidad, como el que tiene, o de un excelente Basquiat? Antes, el sabio comenzaba con preguntas y terminaba con dudas; ahora, parte de preguntas y procura finalizar con respuestas: «Vendería el Picasso y adquiriría el Basquiat». Lograr un «resumen ejecutivo», tan frecuente en las presentaciones de nuestras organizaciones, es el credo de la nueva sabiduría.

Como acabamos de ver, la sabiduría es solución razonada a interrogantes de nuestra vida. No es un hábito, como es la eficacia, sino un criterio que hay que pulir. Pensar es tratar con uno mismo y resulta tedioso comparado con la consulta de ‘emails’ cada cinco minutos. De ahí que renunciar a la reflexión, que es nuestra tecnología más personal, sea algo frecuente. Discurrir por eso es una actividad violenta, pues lucha contra nuestras rutinas más tóxicas, hurtándoles su tiempo.

La reflexión, ciertamente, es esencial para nuestra cultura pero, en la nueva sabiduría, la madre de todas las batallas es la investigación. Quizá nunca ha sido entendida, pero siempre ha sido respetada. ¿Por qué? Sin duda, porque su primer mandamiento, «aventúrate», es agobiante. Cierto que cada tipo de investigación posee unas condiciones mínimas que es forzoso cumplir si se quiere llegar vocacionalmente a algo, pero, singularidades aparte, su éxito va a ser fruto de dos premisas. Primera, una acertada definición del objetivo, a poder ser de utilidad o alto margen bruto; ejemplo: Hizbolá ha entendido que inutilizar los tanques israelíes con ‘know-how’ costoso es infinitamente más rentable que invertir en la fabricación de tanques propios. La segunda premisa es una gestión eficiente del capital y de sus posibles alianzas: «Tú investigas, que eres el experto (y asumes el riesgo de fracasar) y yo pongo la marca, acelero los análisis clínicos, fabrico y distribuyo». Intuyo que esa fue la oferta que hizo Pfizer hace dos años a la desconocida BioNTech para ganar tiempo y sinergias con su vacuna.

En definitiva, el intelectual de hoy es más un anónimo y curioso hiperactivo que un laureado y ordenado ratón de biblioteca. Su exploración de lo desconocido plantea un jaque al riesgo, con serenidad y cálculo; capacidades poco frecuentes aun en las personas más preparadas. El problema de fondo de esa exploración es que, debido a los avances que pretendemos, afrontamos incertidumbres mayores, difíciles de medir y tan angustiosas como motivadoras. Quienes felizmente las resuelven y satisfacen algunas necesidades insatisfechas, renuevan nuestra cultura, impidiendo su involución.

José Félix Pérez-Orive Carceller es abogado.

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