La salud y la dignidad

A las 17:30 del 14 de noviembre de 2020 recibí una llamada del despacho del médico que, por más de tres años, me ha atendido en mi condición de paciente renal. La instrucción que me dieron no permitía ningún titubeo: en 45 minutos debía presentarme en el Hospital Universitario 12 de Octubre de Madrid para activar el protocolo de un posible trasplante. Luego de muchos meses de ansiosa espera había aparecido un riñón que, en principio, cumplía con los requisitos necesarios establecidos por los especialistas.

Al llegar, el procedimiento quirúrgico era todavía sólo una posibilidad. Había que evaluar la cuestión determinante de la compatibilidad. Me realizaron nuevos exámenes. Habían transcurrido un poco más de dos horas cuando finalmente recibí el anuncio: iría al quirófano y me harían el trasplante. Llegaba, así, al instante al que había dedicado tantos pensamientos y oraciones.

Mi estadía en el quirófano se prolongó, aproximadamente, por un poco más de tres horas. Estuve hospitalizada, completamente aislada, por trece días hasta que recibí la autorización que me permitió regresar a casa, donde, de forma paulatina, he reiniciado mi vida familiar y de trabajo.

En el mes de diciembre del 2018 comencé a dializarme. En una primera etapa recibía dos sesiones a la semana. Al poco tiempo, aumentaron a tres. Repetiré aquí lo que todos los pacientes renales conocemos a fondo. Las sesiones de diálisis se transforman en el eje de la existencia. No sólo porque nuestras vidas dependen por entero del efecto de la diálisis, sino porque las disciplinas que se imponen al paciente renal marcan los horarios, las rutinas y hasta definen el estado de ánimo con que afrontamos la cotidianidad y nuestras responsabilidades.

A nadie se menoscaba en el sistema sanitario español por estar afectado por alguna dolencia, a nadie se le hace sentir como una carga para el Estado

Durante los 24 meses que estuve bajo diálisis, sufrí muchas de las dificultades y padecimientos corporales que constituyen el doloroso calvario del paciente. Pero en todos estos años (e incluyo en ello los catorce días que permanecí en las instalaciones del Hospital La Princesa, entre los meses de marzo y abril, a causa de la Covid-19) recibí la atención y los cuidados de los profesionales del sistema sanitario español. Se ocuparon no sólo de mi salud, también de la dignidad a la que tenemos derecho los pacientes de cualquier enfermedad.

España goza de un excepcional privilegio. Ha logrado establecer uno de los mejores sistemas sanitarios públicos del planeta. Pero no sólo eso. Es el país líder en la categoría de trasplante de órganos. Los españoles encabezan el ranking mundial de donantes, doblan el promedio de Europa y le llevan una ventaja considerable a Estados Unidos. Las tasas de pacientes trasplantados son las más altas del mundo. Las unidades de trasplante están constituidas por profesionales muy experimentados que acumulan un conocimiento excepcional en su especialidad.

Durante esta etapa de convalecencia, una y otra vez he agradecido a quienes contribuyeron al alivio de mis padecimientos. Y he agradecido ver a mi alrededor cómo el trato hacia los enfermos es de respeto y consideración ciudadana. A nadie se menoscaba por estar afectado por alguna dolencia, a nadie se le hace sentir como una carga para el Estado español. La condición de paciente no modifica el estatuto de dignidad que es constitutivo de cada persona.

Mientras me dializaban, nunca dejé de pensar en mis compatriotas venezolanos, pacientes renales como yo, que fallecieron porque no se les proveyó de las diálisis que necesitaban para vivir, o que sobreviven sometidos a la angustia de no saber si la próxima sesión de diálisis se realizará o no, y si la misma ocurrirá en las condiciones de higiene y seguridad sanitaria que son un derecho irrebatible de cualquier paciente renal.

Nada más revelador de la realidad sanitaria venezolana que el desdén y la ferocidad con que el régimen maltrata a los trabajadores de la salud, a los pacientes y a sus familiares

El sistema de salud público de Venezuela ha sido destruido por la dictadura. Se ha degradado a sus magníficos profesionales de todas las formas posibles (lo que ha causado la emigración masiva de gente de enorme talento); se ha descuidado la infraestructura; el deterioro de las instalaciones es indescriptible; se ha facilitado, por acción u omisión, el pillaje y robo de equipos, herramientas e insumos; requerimientos esenciales de la operación médica como un servicio de agua limpia, suministro eléctrico regular o sistemas de aire acondicionado han colapsado por falta de mantenimiento, impericia en el manejo o pura negligencia por parte de administradores ajenos al profesionalismo sanitario. La corrupción ha socavado el funcionamiento conjunto de los servicios de salud.

Los testimonios que he leído, o que recibo de forma directa, hablan de una red hospitalaria y de centros de salud en estado ruinoso. Nada más revelador de la realidad sanitaria venezolana que el desdén y la ferocidad con que el régimen maltrata a los trabajadores de la salud, a los pacientes, a sus familiares y a los periodistas que se proponen denunciar este estado de cosas. El paciente que carece de medios económicos para pagar un servicio privado no tiene alternativa, debe someterse a condiciones de constante violación de su dignidad.

Pero a pesar de tantas adversidades, todavía hay en Venezuela amplias capas de profesionales de la salud (médicos, paramédicos y técnicos de las múltiples especialidades) que persisten y luchan, en condiciones de real adversidad, por mantener los servicios a los pacientes que acuden en busca de soluciones a sus necesidades. Muchos de estos profesionales han perdido la vida por la Covid-19, operando en condiciones de altísimo riesgo, sin los equipos y los recursos mínimos necesarios para evitar el contagio.

Y, aún así, en una práctica de altísimo fundamento moral y profesional, siguen prestando atención médica. A pesar, incluso, de que no tienen apoyo alguno de las autoridades, dedicadas, no a velar por el buen funcionamiento del sistema de salud, sino a mentir y a oprimir a los pacientes.

La construcción de un sistema sanitario público no es una tarea de corto plazo. Se requieren décadas de planificación, inversiones, programas de trabajo sostenidos en el tiempo y generaciones de profesionales de numerosas disciplinas que asuman la tarea con generosidad y más allá de sus intereses gremiales o personales. En otras palabras, debe ser un proyecto de la nación, posicionado por encima de los puntuales intereses políticos y partidistas, fruto del diálogo y el consenso, que aglutine la buena voluntad de la sociedad organizada.

A los demócratas y a sus organizaciones corresponde, apenas se inicie la construcción de una nueva etapa democrática, hacer posible el sistema sanitario público que Venezuela y los venezolanos merecemos. Sensible a los pacientes, efectivo en sus actuaciones, gratificante para los profesionales de la salud. Un sistema del que todos podamos sentirnos orgullosos. Un sistema de salud que no castigue la dignidad del paciente.

Antonieta Mendoza de López es vicepresidenta de Advocacy LLYC y madre del líder opositor venezolano Leopoldo López.

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