¿La Santa Transición?

Francisco Umbral, inmortal y rosa, bautizó aquellos años inciertos en los que asistimos a la mutación del franquismo en democracia como «La Santa Transición». No pretendía con esta expresión cargada de profundidad ser un teórico de la Historia. Ni tampoco lo necesitaba, pues sus relámpagos de prosa alumbran por sí solos las páginas más incómodas de nuestro reciente pasado.

Todo sistema político fundamenta su legitimidad en algún hito del ayer, en algún acontecimiento pretérito convertido a la vez en pilar y clave de bóveda de la autoridad, ese frágil edificio sin el cual ningún poder perdura. Autoridad viene del latín augere, que significa hacer creer, y cualquier poder que tenga aspiraciones de continuidad debe urdir bien los mimbres de su discurso para conquistar la credibilidad ante sus ciudadanos. Para ello suele señalarse una fecha que se convierte de repente en símbolo aglutinador, lugar común de fastos que recuerda viejas glorias y mantiene actualísimos poderes. Miramos entonces al pasado para reivindicar nuestro sitio en el presente, porque la vida no es más que eso, una pelea continua con el calendario de nuestros recuerdos, el lábil correr del minutero sobre un horizonte de memorias.

La dictadura de Franco insistió durante 40 años en aquel 18 de julio que se convirtió en hito legitimador, golpe de autoridad bañado en sangre que dio comienzo a la Guerra Civil. Basaba Franco su credibilidad en la victoria, sin contemplaciones y con mayúsculas, sobre los antiguos adversarios, ya convertidos en enemigos a batir. Y sobre la victoria fundó aquellos mentirosos 25 años de paz con los que se llenaban Plazas de Oriente. No imaginaba el caudillo que aquellos felices 60 del seiscientos y de Marisol estaban engendrado el principal desajuste al que habría de enfrentarse el régimen una década más tarde: el alejamiento entre una sociedad cada vez más dinámica y una dictadura anclada en la retórica autoritaria de la cruzada.

Y cruzando el río de lo incierto, arrastrados casi por la marea del azar que no descansa, se hallaban aquellos reformistas que no habían vivido la guerra e incluso eran capaces de olvidarla para abrir el régimen a todo lo que quedaba fuera: desde los socialistas a los demócrata-cristianos, desde los monárquicos liberales a los comunistas, pasando por los amordazados nacionalistas de Cataluña y el País Vasco.

La memoria de los vencedores veía a los reformistas como el verdadero cáncer del régimen, su quinta columna que, desde dentro, roía las entrañas del 18 de julio. Por eso al espíritu del 12 de febrero le siguió pronto el gironazo. Victoria y más victoria, recuerdo continuo de la gesta legitimadora, memoria levantada ad hoc por las necesidades del momento. El búnker no quería abandonar las poltronas que llevaba 40 años ocupando y, a mediados de los 70, insistía en que para algo había ganado la Guerra Civil. No estaba dispuesto a trocar su victoria por ningún tipo de reconciliación porque ni podía ni quería olvidar la contienda y, además, estaba dispuesto a repetirla con tal de seguir gobernando una nave que corría el riesgo de naufragar.

Al otro lado, entre cigarros y clandestinidades, Carrillo se quitaba la peluca ante un Suárez que, para la prensa de izquierdas, seguía siendo «un inmenso error», sin paliativos. Pero es en el apretón de manos entre Carrillo y Suárez, alentado por una movilización social creciente, donde empezó a forjarse un nuevo hito legitimador para la historia de España. El hito del consenso, de la reconciliación, ese pilar de autoridad que Umbral hizo después ascender a los altares -irónicamente, por supuesto- en sus Días felices en Argüelles.

Cristalizaba la Santa Transición, forjadora de la Intocable Constitución, nuevo ADN jurídico-político de una España donde el alborear de la democracia se desperezaba tras la noche de la dictadura. Armadas de confusa inspiración, militar y/o política, quisieron interrumpir con brillos de tricornio, rumor de metralleta y desvelo de tanques ese leve amanecer democrático una noche de febrero. Pero no sucumbió la Santa Transición al suplicio que podría haberle esperado, y a flote continuó la delicada operación que, desde arriba, dio a los españoles unos nuevos mimbres legitimadores. Nacía un nuevo sistema surgido de las contradicciones del anterior y basado en la reconciliación de los antiguos enemigos, de aquellas dos Españas que hoy parecen convertirse en 17.

La reconciliación se basó en el olvido, como no pudo ser de otra manera en un momento donde la sombra de la Guerra Civil palpitaba entre las banderas de los cuarteles y los búnkeres del Pardo. Mario Benedetti señalaba poco tiempo después la distinción -crucial para entender cómo se jugó con la memoria de la guerra durante la Transición- entre «olvidadizos» y «olvidadores». Los primeros olvidan sin querer; los segundos, imponen el olvido: losas de silencio que aseguran el poder o construyen la escalera para conquistarlo.

Tanto los franquistas moderados como buena parte de la oposición quisieron ser «olvidadores» de la guerra, pues eran conscientes de que recordar antiguas contiendas acabaría haciéndole el juego a la vieja guardia del régimen a la que precisamente querían neutralizar. Y para conservar el timón del presente recién ganado y desactivar al búnker (Suárez); o para aspirar a gobernar ese timón de la democracia que alboreaba (Carrillo), empezó a tejerse la red de la amnesia que acabó conduciendo a la bienvenida amnistía. Era la antesala de las primeras elecciones generales.

Pero el olvido, cuando es consciente e impuesto, está lleno de memoria. De hecho es memoria en estado puro, recuerdo subyacente que cala como el llanto fino de los otoños. Cuando intentamos olvidar a alguien, comportándonos como «olvidadores», estamos sin querer recordándolo. Así pues, el olvido consciente de la guerra acabó convirtiéndola en una sombra alargada que cubre hoy anónimas cunetas. Con el paso del tiempo y la disminución de la tensión se convirtió en clamor popular, sediento de justicia, la reclamación de los perdidos restos de nuestros antepasados. Lo más triste de todo es que ese clamor, dormido durante casi 30 años a pesar de los gobiernos de distinto signo que ocuparon La Moncloa, ha empezado a ser aventado, cuando no inducido e incluso tristemente utilizado por nuevas generaciones de políticos que no habían participado en aquella Ttransición (mucho menos en aquella guerra), y que con tal de conservar el poder disfrutado han sido capaces de poner en solfa consensos pasados o delicadas reconciliaciones.

Así va surgiendo una nueva fuente de legitimidad porque la última, la del consenso, no es satisfactoria para muchos. De la reconciliación vamos desembocando en la restitución. Restitución nostálgica de aquella República que empieza a ascender -otro hito más, otra clave de bóveda legitimadora- a los altares del imaginario colectivo. Restitución de la justicia para los derrotados, del recuerdo para los olvidados. ¿Y cómo no alumbrar con la linterna de la historia los huesos desconocidos? Ni moral, ni científicamente puede nadie hacer oídos sordos a esas ansias por desenterrar de las cenizas del tiempo a tanto ayer masacrado. Bienvenida sea esta luz, pero a poco que nos detengamos en un análisis profundo surge una inquietante pregunta: ¿por qué precisamente ahora?

Nunca podemos olvidar que siempre hacemos -o nos hacen- memoria desde el presente, y que las actuales circunstancias influyen en lo que se olvida y lo que se recuerda. Porque la memoria es un poliedro y el presente, la mano que lo mueve, enseñándonos la cara que más interesa en cada momento. Dice Santos Juliá que «Historia» es conocimiento crítico y científico del ayer y «Memoria», representación de lo ocurrido. La Historia puede alumbrar memorias hasta ahora silenciadas, pero no confundirse con ellas, en un baile de cifras y best sellers, donde no se sabe dónde termina la ciencia y dónde comienza la mercaduría electoral, el culto al poder constituido. La memoria colectiva es también un objeto de estudio, y conviene analizar cómo surge, qué variables la inspiran, por qué y cómo se fundamentan sus recuerdos y sus olvidos. Cuántas ambiciones, proyectos y dudas inspiran a la mano que mueve el poliedro del ayer.

Está claro que la Transición ya no está en los altares, que el hito legitimador basado en la reconciliación va pasando a mejor -o peor- vida. Y dado que ya no hay riesgos de nuevos conflictos fratricidas podemos sentarnos a analizar los claroscuros de una Transición que no fue tan perfecta ni resultó tan satisfactoria. Toda autocrítica se parece a un cruce de caminos. A ella llegan sinsabores y de ella surgen proyectos, líneas inciertas, bifurcaciones en abanico. Y de la incertidumbre nace la creatividad; por eso sin autocrítica no hay mejora ni saltos cualitativos. Alumbrando las sombras podemos encender más luces, nunca es mala la autocrítica siempre que a la oposición le acompañe la proposición.

La reconciliación se cerró con olvido, sepultando recuerdos que muchos creyeron marchitos. La Historia restituye las memorias del olvidado, poniendo nombre y apellidos a las cunetas de la infamia. Pero si todo ese baile de memorias acaba trasladándose al mitin, a la tribuna del Congreso y a los carteles electorales estaremos utilizando muertos para contar votos, sean del color que sean los muertos y los votos.

Bien está repasar la Transición, bajarla de los altares y someterla a la crítica historiográfica, pero el destino al que debería llevarnos ese fascinante camino intelectual -que no político ni judicial- es hacia el planteamiento de las asignaturas aún pendientes en nuestra mejorable democracia. Asignaturas como la confusa separación de poderes; la constante colusión de lo público y lo privado; el nunca cerrado, mal definido y peor aplicado Estado de las Autonomías, cuya deriva nacionalista ha acabado atentando contra libertades fundamentales del ciudadano; o la injusta ley electoral, que lamina en virtud de su naturaleza proporcional corregida en sentido mayoritario aquellas terceras opciones que darían alternativas nuevas y colores distintos a las dos grandes dovelas de nuestro gris arco político. Gracias, precisamente, a esta ley electoral aquéllos que no creen en el sistema (los nacionalistas) acaban teniendo casi siempre la llave del inquilino monclovita. He aquí una de las grandes contradicciones de nuestro sistema, arrastrada desde aquella Transición que alumbró una democracia pero que no dibujó la mejor manera de mejorarla y hacerla más real.

Volvamos la vista hacia aquel consenso legitimador de nuestro actual sistema y rescatémoslo para hacer frente a estos desafíos y no para arrojarnos a la cabeza o a los escaños los jirones del ayer. No es el pasado nuestra gran asignatura pendiente, es en el ahora donde suspendemos, donde no damos la talla. Y es que de tanto girar el poliedro de la memoria corremos el riesgo de convertir la Historia en un insomne caleidoscopio.

Alfonso Pinilla García es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Extremadura. Su último libro es La Transición de papel, Biblioteca Nueva-Fundación Academia Europea de Yuste, 2008.