La secesión del arte contemporáneo

Había leído algo sobre Naoshima, pero hasta el otoño pasado no me llegó un testimonio directo. Un amigo me contó que se había quedado una noche allí. Naoshima es una pequeña isla situada en el Mar Interior de Japón. Aunque está cerca de la costa, no es fácil llegar en transporte público. Hay un pequeño hotel, el Benesse House Museum, que es al mismo tiempo, como su nombre indica, un museo. Alberga obras de Richard Long, Jasper Johns y Andy Warhol, entre otros artistas. No es el único; tras él se han ido construido a lo largo de los años otros pequeños museos, generalmente dedicados a un solo artista, a veces a una sola obra. El mayor, llamado Chichu Art Museum, tiene tres espacios separados con obras de Walter de María, James Turrell y Claude Monet, respectivamente. Los museos y el hotel forman parte de un conjunto, el Benesse Art Site Naoshima, propiedad de Benesse Holdings, una compañía privada dedicada a la venta de servicios educativos y de asistencia social.

La secesión del arte contemporáneoMi amigo quedó impresionado. El Chichu Art Museum está enterrado “para no interferir en la relación entre hombre y naturaleza”. Carece de electricidad; las obras solo pueden contemplarse con luz natural. Para entrar hay que descalzarse. En cada uno de los espacios una geisha vestida de blanco da la bienvenida con una inclinación silenciosa. Para un visitante que venga de ver la Mona Lisa en el Louvre el contraste no puede ser más brutal.

La presencia de Walter de María en Naoshima me trajo a la memoria la obra más famosa de este artista: una instalación titulada Lightning Field realizada en 1977 por encargo de la Dia Art Foundation. Consiste en un rectángulo del desierto de Nuevo México sembrado de pararrayos. Solo se puede acceder allí durante seis meses al año. Hay que reservar noche en un albergue construido en el desierto junto a la obra misma. Tiene tres habitaciones.

Cuando mi amigo me contó su noche en la isla de Naoshima yo estaba leyendo La secesión de los ricos, un libro publicado el año pasado por Antonio Ariño y Juan Romero. La “secesión” a la que se refiere el título es la de los principales agentes y beneficiarios del proceso globalizador: “los ricos”. Constituyen una minoría cuya distancia, económica y de todo tipo, respecto del resto de la población ha venido creciendo vertiginosamente. Tanto como para suscitar entre “los ricos” fantasías de “ruptura del contrato social”. Me llamó la atención que Benesse Holdings hubiera elegido una isla para instalar su art site. Según Ariño y Romero, las islas son figuras centrales en esas fantasías. “Peter Thiel, cofundador de Pay Pal, sueña con vivir en aguas internacionales, libre de todo control gubernamental. Este individualista libertario y especulador financia generosamente The Seasteading Institute, que está proyectando una ciudad flotante, que pueda situarse en aguas internacionales, en territorio sin ley, goce de autonomía política y en la que se puedan experimentar nuevas formas de gobernanza, eludiendo obviamente los impuestos de los actuales Estados”. Esos propósitos pueden “parecer descabellados”, pero “deben tomarse en serio” ya que “funcionan como metáforas de la autoseparación y secesión de los ricos. Nuestras sociedades se están volviendo desiguales y con mayores barreras. Una minoría se separa del resto por ingresos, riqueza, educación, ocupación, residencia, orientación política y estilos de vida”.

Y por sus museos, cabría añadir. Los museos modernos, empezando por el Louvre, se fundaron sobre la base de un ideal ilustrado: el valor universal de la experiencia artística. Un pasaje de la novela de George Eliot Middlemarch, escrita en torno a 1870-1872, ilustra elocuentemente sus implicaciones morales. Dorothea Brooke, que está visitando Roma por primera vez, decide comprar unos camafeos antiguos como regalo para su hermana. Lo hace con escrúpulos. “Me gustaría embellecer la vida —quiero decir la vida de todo el mundo—. De modo que todo este gasto inmenso en arte, que parece de algún modo ajeno a la vida y no mejora el mundo, me da pena. Lo que me impide gozar de estas cosas es la conciencia de que la mayor parte de la gente está excluida de ese goce”.

Los museos modernos, el Louvre, el Prado o la National Gallery de Londres, nacieron para reducir esa exclusión. La mayor preocupación de sus responsables (y la mayor dificultad de su gestión) estriba en mejorar el número de sus visitantes, manteniendo o mejorando al mismo tiempo la calidad de la experiencia que ofrecen. Pero junto a ellos, o frente a ellos, han aparecido los llamados “museos de arte contemporáneo”, un conjunto de instituciones que tienen poco público y dicen ocuparse sobre todo de la experiencia artística en sí. Aunque comparten el nombre de museos constituyen una especie aparte. Su distancia respecto de los museos normales forma parte de una escisión más amplia que concierne al mercado y que ha dado lugar a una categoría separada del mismo, con sus propias ferias y sus secciones especializadas en las subastas. En líneas generales ambas secesiones se gestaron en los años setenta del siglo pasado, básicamente en la misma época en que se gestaba el proceso histórico que Ariño y Romero etiquetan como “secesión de los ricos”.

Esas dos secesiones, la de los museos y la del mercado de arte contemporáneo, están interrelacionadas. Según un estudio publicado en The Art Newspaper en 2015, un tercio de las exposiciones organizadas por los principales museos norteamericanos de arte contemporáneo entre 2007 y 2013 se centraron en artistas representados por cinco galerías de Nueva York: Gagosian, Pace, Marian Goodman, Zwirner y Hauser & Wirth. En el caso de los museos de Nueva York el porcentaje correspondiente a esas cinco galerías alcanzó el 45%.

¿Cómo se ha originado esa situación? Los relatos que circulan en el mundo del arte apuntan a una ruptura que surgió en Nueva York en la década de los setenta como una rebelión contra el pop art. La protagonizaban artistas críticos con el éxito comercial de esa tendencia y que reclamaban el derecho de hacer un arte radicalmente indiferente u hostil a las expectativas del público. Las galerías punteras no tardaron en convertir esa hostilidad en una cualidad vendible, precisamente, como privilegio de exclusividad. Representada por artistas como Carl André, Donald Judd, Bruce Naumann, Robert Smithson, Richard Long, Walter de María o James Turrell, esa tendencia se expandió hasta ocupar la totalidad de un espacio específico que hoy se nos presenta genéricamente como “arte contemporáneo”. Visto desde la perspectiva de sus cuatro décadas de existencia, su rasgo fundamental parece ser la voluntad de contradecir radicalmente la reflexión de Dorothea Brooke en Middlemarch: proponer como goce artístico precisamente la conciencia de que la mayor parte de la gente está excluida de ese goce.

Tomàs Llorens es historiador del arte y fue director del Reina Sofía (1988-1990).

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