Por Pilar Rahola, periodista (EL PERIÓDICO, 01/07/06):
Se nos ha ido de las manos. Y escribo esta afirmación desde el nosotros progresista que nos define a muchos. Por supuesto Mafalda tiene múltiples colores y en la amplia complicidad de la izquierda caben matices diversos e incluso contradictorios. Pero, más allá de las divergencias, la mayoría de la izquierda ha convergido, durante años, en una simpatía más o menos reconocida por el movimiento okupa, y ello ha comportado una notable permisividad. Incluso ahora, en estos tiempos en los que la violencia se ha convertido en el titular recurrente del movimiento, aún les cuesta a muchos dirigentes de la izquierda plantear una crítica frontal.
El jueves, en Els matins de TV-3, el propio Joan Saura, a la vez que rechazaba los actos violentos de Gràcia, hacía una pirueta dialéctica para intentar salvar los muebles del naufragio okupa, asegurando que había nacido con buenas intenciones, que luchaba contra la especulación y otras maldades inmobiliarias, y que muchos okupas hacían actividades beneficiosas para la sociedad.
Su incomodidad en la crítica era palpable. Cerca de él, el concejal de Gràcia y miembro de ERC, Ricard Martínez, repetía el esquema con notable automatismo, "hay muchas casas okupas", "la mayoría no crean problemas", etcétera, redundando en una concepción benévola que, con más o menos intensidad, ha impregnado todo el espectro progresista.
Sin embargo, vista la derivada del fenómeno, ¿esta simpatía global no ha resultado, a la larga, altamente perniciosa? ¿No sería hora de hacer un análisis autocrítico, en el seno de la izquierda, por la complicidad demostrada con el fenómeno? Porque si algo queda claro es que este error, en caso de serlo, es un error de izquierdas. Reinventando a Goya, también las buenas intenciones pueden crear monstruos. Y más cuando esas buenas intenciones las llevan a cabo los hijos de esos padres cuya alma quedó colgando de alguna barricada del 68.
¿No hay algo de eso en nuestra mirada tierna hacia los okupas? ¿No es la mirada del revolucionario frustrado que fuimos en un tiempo remoto, cuando soñábamos con utopías lejanas? "Debajo de los adoquines está la playa", decía el mito parisino, y detrás de los okupas, algunos progres reciclados de chaqueta Toni Miró descubrían su perdida adolescencia. Los ecosostenibles de ICV se enternecían con el discurso antiespeculativo del movimiento, y los republicanos de ERC se sentían paternalistas con las púas independentistas que palpitaban en las casas ocupadas.
CADA FAMILIA de la izquierda ha tenido su okupa bueno y lo ha adoptado como si fuera ese hijo díscolo y puro que todo patriarca desea poseer. Quizá, en algunos casos, el término familia ni siquiera resulta metafórico... Y así han ido pasando los años, permitiendo que crecieran las alas de un fenómeno antisistema, con la misma intensidad con que crecía su impunidad. La derivada violenta, en ese contexto, era previsible. Sin embargo, ¿lo peor del movimiento okupa es esa derivada?
Evidentemente, no es menor, si recordamos la pesada noche del jueves en el barrio de Gràcia, o los distintos episodios de violencia con la policía, el más grave de los cuales mantiene a un joven policía, padre de dos hijos, en estado de coma.
Pero aún me parece más grave el paternalismo, la empatía, la conmiseración con que se contempla el fenómeno, hasta el punto de que un aspirante a Quico, el progre me razonaba así la revuelta de Gràcia: "Como eran pocos para enfrentarse a la policía, han querido despedirse con ruido". ¡Fantástico! Miles de ciudadanos sin luz, barricadas ardiendo, una noche de infierno y todo para que los niños mimados hicieran una sonora rabieta pública. Suerte que eran pocos, que si no habríamos amanecido con violencia física.
Vayamos al núcleo duro de la bestia. Primero, ¿creemos en la validez del concepto orden democrático? Lo pregunto porque este es un valor alérgico para según qué pieles de la izquierda, parlamentarias ellas pero siempre añoradas de su vieja piel extraparlamentaria.
Históricamente, la izquierda se lleva mal con los conceptos de orden y autoridad, quizá porque se forjó en la lucha contra un orden que no era democrático. Pero va siendo hora de entender que la convivencia ciudadana requiere que se respete ese orden, que la propiedad privada es un derecho fundamental y que los fines de las grandes ideas transgresoras no pueden justificar los medios coercitivos e ilegales.
No seamos más ingenuos de lo que aspiramos a ser: la lucha contra la especulación no depende de que cuatro niños bien, aburridos hasta las patas, con las rosquillas resueltas y una densa empanada mental, se dediquen a ocupar casas. Casas que, a menudo, se convierten en máquinas de ruido, en antros de suciedad y en escuela de incivismo. Y dejemos, de momento, el espinoso tema de las drogas... ¿Que los hay que son modelo de activismo ciudadano y renuevan el espíritu del foc de camp joliu? Pues que se dediquen a montar oenegés y salvar el mundo, en lugar de ir ocupando casas.
SE NOS HA IDO de las manos. A la judicatura, tan ambigua en su ser o no ser, que no sabe cuál es el ser de la ley en este caso. A la progresía social, que ha permitido, ha callado, ha entendido y hasta ha justificado la ocupación. Y, sobre todo, a una clase política de izquierdas que se siente tan avergonzada de haber renunciado a todas sus utopías que confunde el gamberrismo con la rebeldía, la violencia con la protesta y el antisistema de turno con el joven contestatario que un día fue. No. En democracia, lo progresista no es el desprecio prepotente y violento al orden legal. En democracia, lo progresista es el respeto del orden.