La segunda fractura

Pese a la evidencia de la burbuja inmobiliaria, España se empecinó en negar la crisis durante mucho tiempo, para luego echar la culpa de sus males a los otros. Que de pronto hayamos saltado del bienestar a una penuria que probablemente no ha hecho más que empezar, se debería al egoísmo insolidario de los alemanes. Hace poco más de dos meses que la persona con la que hablase en Madrid descargaba una batería de recriminaciones contra la canciller alemana. Aumentaba la furia de mis interlocutores si me atrevía a decir que echar la culpa de nuestros males a los otros nos retrotraía al franquismo, empeñado en hacer siempre responsables a los “enemigos de España”, que desde el Siglo de Oro no habrían cesado de odiarnos.

Me complació comprobar que en la sesión parlamentaria del pasado 11 de julio el Gobierno, ni la oposición en todos sus variados fragmentos, no hicieran responsables, como hacía la calle, a Bruselas, a los alemanes, a la señora Merkel. No se nombraron como fuente de nuestros males ni al euro, ni al comportamiento de Bruselas o de Alemania. Porque si se hubiese pensado que lo eran, lo aconsejable sería salir del euro lo antes posible, una sugerencia absurda que por suerte todavía pocos defienden. Cierto que tampoco el presidente aclaró qué parte de sus propuestas venían dictadas por Europa, dejando al arbitrio de cada cual concluir si estamos ya intervenidos, y en tal caso, en qué nos diferenciamos de Irlanda, Portugal o Grecia.

Los españoles hemos aguantado siglos agazapados en nuestro rincón, y cuando hace apenas dos decenios empezábamos a sentirnos parte integrante del “Primer Mundo”, la crisis nos descubre que pertenecemos a un continente perdedor —el futuro está en Asia, y Europa se muestra cada vez más parte del problema— sin que ni siquiera en este marco tan poco esperanzador los mejores pronósticos sean para nosotros. Dentro de un contexto de perdedores, pertenecemos a la especie más amenazada.

En estas circunstancias lo más perentorio sería hacerse cargo de la situación, pero sin una mirada retrospectiva, nada se entiende. Ahora bien, volver la vista a un pasado que nos sigue quemando la sangre y que muchos preferirían enterrar sin más contemplaciones exige salvar los muchos obstáculos que se oponen a cualquiera de las interpretaciones que podamos aventurar. Rajoy descartó expresamente preguntarse por las causas, y menos aún señalar a los responsables de haber llegado a esta situación. Habría que abandonar las querellas del pasado, que no traen más que desavenencias, y mirar únicamente al futuro, sobre todo en un momento en el que la unidad de todos los españoles es lo que más necesitamos. Lo malo es que no cabe mirar al futuro, sin previamente disponer de una visión clara del pasado. Los que rehúyen enfrentarse al pasado, nos dejan sin futuro.

La cura de olvido que hemos practicado en cuatro decenios solo ha servido para que en la crisis quede de manifiesto el grado de descomposición al que han llegado las instituciones básicas del Estado: la Monarquía, el Parlamento, el Poder Judicial, la credibilidad de los Gobiernos y, en general, de toda la clase política. A pesar de los esfuerzos hechos para diluir los crímenes y los errores del pasado, en las nuevas generaciones han ido calando valoraciones discordantes sobre la brevísima república, las represiones salvajes en los dos bandos durante la Guerra Civil, aunque con grados de intensidad diferente según los tiempos y las zonas, y sobre todo sigue pesando como una losa la represión brutal de los vencedores una vez terminada la contienda.

El que se haya ampliado la división de los españoles respecto al pasado vivido ha traído consigo un distanciamiento creciente de una transición que se autodenominaba “modélica”, al haber pasado de la “dictadura” a la “democracia”, sin romper la legalidad. “Milagro” que ha permitido a unos ilustres académicos negar el carácter de dictadura al franquismo, y a intelectuales desplazados, el de democracia al orden político que salió de operación tan impoluta. La ruptura del país en dos bloques cada vez más enfrentados define una situación, que por desgracia no es nueva, pero que cancela la visión beatífica de que la Transición habría reconciliado a las dos Españas.

El renacer de España, que la crisis está aniquilando en pocos años, se levantaba sobre un sistemático negar, ocultar, o falsear el pasado. Esta recuperación de la historia como experiencia vivida —otra cosa muy diferente es la que la ciencia histórica reconstruye, de la que contamos con una bibliografía impresionante en cantidad y calidad— empieza a brotar en la segunda legislatura de Aznar, cuando la derecha tuvo la impresión de que había recuperado definitivamente el poder que le corresponde casi por derecho natural: cuando no se respeta la “mayoría natural” de la que hablaba Fraga, más bien pronto que tarde, se desemboca en la catástrofe.

Solo causas excepcionales, como la permanencia de algunos rescoldos del franquismo, que el 23-F sacó a la superficie, llevaron a los socialistas al poder en 1982. El brutal atentado del 11 de marzo habría facilitado que por segunda vez se torciera el camino de la historia, permitiendo a Zapatero ganar las elecciones contra todo pronóstico y lógica. Sin acontecimientos tan excepcionales no se entendería que la derecha hubiera quedado en minoría ante una izquierda que, al cuestionar el orden natural, no podría producir más que inestabilidad e incertidumbre.

Parte de la derecha llegó incluso a poner en tela de juicio, como posibles encubridores de la conexión que habría existido entre el terrorismo islámico y el de ETA, tanto a la policía, como a la Audiencia Nacional. Si se hubiera demostrado que recriminaciones tan graves hubieran tenido un fondo de verdad, el grado de corrupción que se habría puesto de manifiesto en instituciones fundamentales del Estado hubiera cortado de raíz la más mínima confianza en nuestra democracia. Si las acusaciones eran falsas, quedaba patente algo no menos dramático, que la derecha para recuperar el poder no habría retrocedido ante insidias infames.

A lo largo de 2011 el PP volvió a insistir con especial énfasis en el discurso de que para superar todas las dificultades, incluida la crisis, bastaría con que las aguas volvieran a su cauce natural y gobernase la derecha. La sociedad hizo suyo mensaje tan elemental, porque la política que llevó a cabo el PSOE, atenazado entre un falso izquierdismo de cartón piedra y una sumisión total a los intereses financieros, mostró grandes dosis de supina ignorancia. Suele ser el partido en el poder el que pierde las elecciones y no la oposición la que las gana.

La única luz provenía de que una buena parte de los españoles no se encuadrase en ninguno de los dos bandos. El enfrentamiento sin cuartel de la clase política no se reflejó con la misma intensidad y pasión en la sociedad. Ante la cadena de acusaciones mutuas que se lanzaron los políticos, la gente empezó a manifestar hastío, distanciándose de la política.

Pero esta actitud ha cambiado radicalmente con la crisis. La política de hostigamiento, llevada a cabo por el PP en los años de Zapatero, incide de manera decisiva en el modo en que la población elabora la crisis. La brecha entre las dos Españas, no solo crece a pasos agigantados, sino que sobre la fractura social que se ha mantenido hasta nuestros días entre vencedores y vencidos, se instala una nueva entre ganadores y perdedores de la crisis.

El PSOE trata de evitar el acoso sin cuartel que practicó el PP con la esperanza de recobrar así la confianza perdida. Esta política solo dará sus frutos, si retorna un crecimiento significativo antes de las calendas griegas. Si la crisis dura tan largo como parece, la política socialista de colaboración y concordia despertará mayor inquina entre sus votantes y no aportará los votos perdidos de las clases medias que, proletarizadas, serán las primeras en radicalizarse en los extremos.

Ignacio Sotelo es catedrático de Sociología.

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