La Segunda Movida Madrileña

La Segunda Movida Madrileña se declara instalada, oficialmente en marcha y en movimiento. El «Madrid en mayo …» de Ernest Hemingway florece en junio con la oferta cultural definitiva, la del movimiento continuo. En una misma tarde/noche, en el estadio Metropolitano y la monumental de Las Ventas, los Rolling Stones y la corrida de la Beneficencia certifican algo que resulta ya inopinable: Madrid es la capital cultural del mundo en este y en todos los idiomas. El tercio de los sueños de Morante en Las Ventas y los Rolling Stones «que cada día cantan mejor» en el estadio. Algo se mueve y no es el piso.

El primero de junio se respiraba en el aire fuera de debates inertes. Hace apenas días, el emblema madrileño-madridista conquistó Europa en París y lo hizo con identidad y sentimiento de pertenencia, en un pulso más que balompédico entre Madrid y el nuevo imperio financiado por capitales impúdicos y las corrompidas instituciones del balompié.

Ayer consultaba estas impresiones con Alfredo Relaño, quien recordaba la identidad encontrada de una ciudad de Madrid transitoria, sin comunidad ni bandera; un «tránsito del blanco y negro al color», con el alcalde Tierno, la Quinta del Buitre, los San Isidros ochenteros y la Movida.

Viajemos ahora al Madrid de cuarenta años después. La vemos saliendo de un paréntesis sanitario (infame), mejorada y rejuvenecida; con jóvenes en los tendidos del San Isidro en la era Simón Casas; florecida de bares («qué lugares tan gratos para conversar», como escribió y cantó Urrutia); con Lucio en la Casa; conciertos llenos de alegría desenmascarada, resistiendo el signo cultural de los tiempos. En Madrid la humanista, donde a las bestias se las trata como a personas y los héroes visten de luces.

Madrid a contracorriente. Madrid, trinchera y barricada, insumisa y libre, liberal. Contracultural. Una ciudad que se permite dudar de la nueva ‘dictablanda’ de la agenda multicultural, de la anticultura que parece asomarse como destino -que refluye sus alas color aceituna y barro- sobre la vieja Europa, amenazada por un plan sospechosamente globalista, superficial y caprichoso, de tolerancia intolerante, un nuevo moralismo hipócrita. Madrid como un bálsamo ante la demagogia oportunista declarada, la ingenuidad y el cinismo rampantes y dominantes. Madrid, eres trinchera y barricada, suculenta, pero amenazada; resistente civilizada y contemporánea.

Madrid se celebra cada día para SER. Urge implantar el modelo madrileño en el resto de España y en el mundo, como urge el blindaje cultural -de la flor de Occidente- frente a formas de ‘amable y terrible control’ ciudadano. Madrid es de los que la trabajan, es de los aficionados que defienden identitarios colores, de los tendidos en Las Ventas, de los madrileños nacidos dentro y fuera de Madrid. Porque un madrileño nace donde le place y donde lo han parido, pero ha de despojarse de sus taras culturales para ser ciudadano de la ciudad, abrazar esta identidad plural sin diluirla, salir del ‘termo interior’ para abrazar al mundo en un mismo idioma. Algo se mueve, y no es el piso, que también se mueve.

Del cielo a Madrid y de Madrid al cielo. Hala Madrid, donde la realidad supera los sueños que sueños son; donde las tertulias y las medallas al honor; donde sentados en una barrera, o en un tendido al sol, de claveles y aficionados, te cantaron Burning y Sabina, a una chica como tú, en un sitio como este. Donde se cruzan los caminos, y después de tantas aventuras, Raúl del Pozo resume la aventura de vivir en este poblacho manchego con esta profecía: «Salir de Madrid siempre es un error»...

A Madrid llegué en el siglo XX, con un puñado de pesetas y los instrumentos para ensayar. Lo conocí de noche primero y de día después, de adentro hacia afuera y de afuera para adentro. Aterricé casi a tiempo para los estertores de Espartaco, La Quinta, los chinos, Chueca yonqui, Malasaña centuriona y un burdel llamado Gran Vía y Montera. Llegamos en otoño y sobrevivimos el primer invierno con triple capa de calcetines y camisas a cuadros del Rastro. Fuimos fantasmas convertidos en cenizas. Cambiamos el percal por la seda, el gueto por los callejones, el papel plata por los huevos rotos, la tres capas de calcetines por los trajes a medida. Guardo las camisetas negras de los Pleasure Fuckers, recorrimos los garitos -sin pagar una copa- hasta el día siguiente y bien entrada la mañana, viviendo de okupas en Chamberí, haciendo malabares para pagar la renta. Fui adoptado por Pancho Varona y por la noche sin broche. El Puto contaba que salvó mi vida en el Berlín (o en el sótano brasileño del Berlín). Saludé montera en mano en Las Ventas y nos dimos un beso con la Cibeles, que de Madrid el cielo me guiñaba el ojo. Dormíamos escuchando ‘El Tren’ de Radio 3 y vimos ‘Salo’, de Pasolini, en Antena 3 y Jarmusch en los Alphaville.

Vimos a César Rincón y José Ortega Cano en el gallinero de la reventa. Ensayamos vecinos de Gabinete Caligari y Los Secretos, camaradas con Antonio Flores, Manolo Tena, Antonio Vega y Enrique Urquijo. Jaime me llevó a ver novilladas, sentados al lado de la orquesta silenciosa. Me siento apreciado por la crónica taurina, los aficionados, ganaderos y maestros. Celebramos una Liga en el Asador Donostiarra y vimos ‘la manita’ en un Palco Blanco con Jorge Valdano. Fundamos el De María para jugar a los naipes los viernes. Los humanistas amadores de animales, los ambidiestros intelectuales, los originales progresistas no eméritos del siglo veinte, del dos mil también.

Me precede una pésima reputación bien ganada. Enlacé días/noches de 96 horas grabando ‘El Pasodoble de Malasaña’. Recuerdo la batalla de Ángeles y Centuriones, chocamos con carteristas islamistas herejes, tocados con cicatrices. Moisés saltó la barra para defenderme. Casto me guiñaba el ojo cuando llegaban los Winston importados. Enamoré a bellezas inquietantes, mujeres inteligentes y sensibles, y también fui enamorado. Terminé una tarde en los calabozos de la comisaría de Leganitos y en febrero, una de cal y una de arena. Aquella mesa redonda en un edificio abandonado, donde se compra y se fuma, a los ojos con un chorizo especialista en Fiat Uno, que me enseñaba orgulloso la llave que abre todos los Seat de Madrid. Soy un truhan y un señor. Julio Iglesias y Raphael cantaron mis versos. Y El Madrileño. Y Alejandro Sanz. Y Joaquín Sabina. Cigala me cantó fandangos en el patio de su casa y en el apretado camerino del Clamores adonde volví con Juan Moneo. Perdona si al evocarte se me «pianta un lagrimón».

Madrid. «Si comprendes su sombra te espera una tremenda responsabilidad. Puede perseguirte la adversidad, aquejarte el mal físico, empobrecerte el medio, desconocerte el mundo; pueden burlarse y negarte los otros. Pero es inútil, nada apagará la lumbre de tu antorcha». Eso escribió Atahualpa Yupanqui en París, «qué está cerca de todo, hasta de mi propia soledad». Algo se mueve, y no es el piso, que también se mueve. Se mueve la Segunda Movida. Del cielo a Madrid y al cielo. Algo se mueve. Será el Tercio de los Sueños.

Andrés Calamaro es músico y escritor.

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