La segunda muerte de Zorba

Adiós a los marineros sentados a la puerta de los bares de todos los puertos, mentirosos indomables dispuestos a contar hazañas imposibles de barcos que regresan a casa con las bodegas llenas a rebosar de pescado.

Adiós al navegante extraviado que regresó de Troya y tensó el arco para probar que era Odiseo y no el mendigo humillado por los pretendientes de Penélope.

Adiós a los mármoles en los que el alma de Occidente duerme el sueño eterno; adiós a las piedras que guardan milenios de civilización construida a la medida de los hombres y no de los héroes.

Adiós a todo cuanto engrandece la humanidad desbordada de Alexis Zorba, porque Zorba el griego debe morir por segunda vez -ahora el viaje a la nada no lo hará de la mano de Nikos Kazantzakis- para expiar pecados cuya gravedad y naturaleza desconocemos, pero que deben ser terribles e inusuales. Tan terribles e inusuales que los banqueros alemanes y franceses están dispuestos a cualquier cosa y exigen que el castigo sea ejemplar. Porque se trata de imponer un castigo desmesurado y no de liquidar créditos pendientes, se trata de dejar constancia de que no es posible dar marcha atrás, de que la mundialización de las finanzas no admite discusión, es una realidad inamovible a la que el género humano debe plegarse.

La jugada va de eso y no de otra cosa, va de dejar claro quiénes mandan y qué armas tienen a su disposición. Al igual que cuando Julio César cruzó el Rubicón, Japón bombardeo Pearl Harbor, los soldados de Carlos V saquearon Roma, el gran turco ocupó Constantinopla o Lutero colgó las 95 tesis a la puerta de la iglesia de Wittenberg, por recordar algunas fechas; va de eso y no de otra cosa. Es más que una advertencia, es una amenaza lanzada a los cuatro vientos: o se juega según nuestras normas o rompemos la baraja, hacemos astillas la mesa y perseguimos hasta donde haga falta, hasta el infierno si es preciso, a quien no se avenga a las reglas sin saltarse una coma.

Todo esto dicen sin decirlo estos banqueros a los que la cancillera Merkel y el presidente Sarkozy tienen instalados en sus despachos. Ni la codicia que les llevó a prestar dinero a espuertas a la espera de recoger beneficios insólitos ni la impericia de quienes manejaron los recursos importan demasiado. Nadie parece dispuesto a pedir responsabilidades ni a cuantos creyeron que harían saltar la banca ni a los políticos sin escrúpulos de Nueva Democracia -derecha muy derecha griega- que manipularon los balances y ocultaron la realidad a los ciudadanos. Importa solo dar un escarmiento y demostrar que el laberinto solo tiene una salida; no hay atajos, ni paciencia, ni ganas de tenerla para no condenar a los griegos al pacto del hambre.

La brutalidad de la respuesta de los acreedores es de tal naturaleza que es inútil razonar. Es inútil decir que la germanización de la economía europea, con el asentimiento de Francia, puede desembocar en un desastre descomunal para Europa. No hay forma humana de pedir un tiempo muerto y analizar la tragedia en su conjunto. A lo sumo, cabe preguntarse una vez más si Alemania cabe en Europa o si Alemania amenaza con hacer saltar por los aires las costuras de Europa; cabe preguntarse si la Unión Europea será alemana o no será. No es posible ir más allá, no es posible pensar en algo diferente, en si el Homo Faber debe prevalecer sobre el Homo Ludens o al revés, en si la angustia teológica de las brumas del norte ha de sumir en la penumbra la imagen dorada del Partenón, bendecida por la luz del ocaso, cuando los dioses se retiran a descansar y los hombres se quedan gloriosamente solos.

Hasta el año pasado, como quien dice, la idea era que Europa debe a la cultura griega mucho de lo que es. No era una deuda contante y sonante, con asientos contables en euros, sino más bien una atmósfera que se remonta a la noche de los tiempos. Pero era una deuda, un agradecimiento permanente a pesar de todos los pesares, de la decadencia mediterránea, de la soberbia de la sociedad tecnológica y de la vulgaridad construida en nombre del dinero que todo lo puede. Pero ahora las cosas ya no son así, ahora los deudores son los depositarios de esa cultura en la que todos los europeos nos reconocemos. Por eso evitaría muchos lamentos innecesarios que alguien se subiera a un cajón en la plaza Syntagma, pidiera un minuto de silencio y anunciara que Alexis Zorba ha sido condenado y no hay tribunal de apelación que lo pueda salvar.

Sería higiénico poder siquiera imaginar que las cosas serán de otra manera, pero no hay forma; no hay más cera que la que arde. Todo el mundo sabe que las arcas de Grecia están vacías y todas las privatizaciones, recortes y vejaciones que encaje no serán suficientes para que pague cuanto adeuda. Todo el mundo lo sabe y este es el mayor de los castigos: pagar, pagar y pagar para no liquidar nunca la deuda o hacerlo a tan largo plazo que, cuando quede saldada la cuenta, no habrá nadie con ganas de celebrar el final de la pesadilla.

Albert Garrido, periodista.

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