Durante 40 años los vencedores tuvieron tiempo de falsear la realidad adaptándola a su propaganda. Sostuvieron, hasta la náusea, que la República fue un periodo oscuro y nefasto de la historia española que trató de inocular a los buenos ciudadanos las ideas libertarias y ateas con el único propósito de aniquilar la esencia de la nación española, versión tridentina. La España que alumbró la II República no era un exótico y aislado producto generado por nuestro pasado histórico, estaba inmersa en un contexto internacional que no puede ser ignorado.
En Francia gobernaba un Frente Popular claramente inclinado hacia la izquierda. En Alemania, la República de Weimar se desmantelaba ética y políticamente abriendo paso al nazismo. El Reino Unido, todavía potencia colonial, se había entregado en manos de los conservadores temerosos de la pujanza de la Revolución Bolchevique.
En este mosaico, los políticos republicanos españoles tenían que desarrollar su estrategia. Las tensiones y la violencia no eran distintas de las que se vivían en Europa. Trataron de recuperar el tiempo perdido y dotarse de un texto constitucional al que nadie puede negar su profundo contenido democrático.
Para evitar juicios de valor precipitados, conviene detenernos en abril de 1931 y, a partir de este momento, analizar la realidad política que reflejaba la configuración de la sociedad española en estos momentos. Las fuerzas políticas que salieron de la voluntad popular reflejaban un mayoritario sentimiento republicano como única vía para sentar las bases de una democracia avanzada.
El texto constitucional de 9 de diciembre de 1931 nos situó en la vanguardia de los países de tradicional cultura democrática. Por primera vez en nuestra historia, se proclama que la soberanía reside en el pueblo del que emanan todos los poderes de los órganos de la República. Se incorporan a nuestro ordenamiento jurídico las normas internacionales que tenían su origen en el Convenio de La Haya sobre las leyes y costumbres de la guerra. Por obra y gracia de unos legisladores avanzados y profundamente implicados con los valores universales de la democracia.
Anticiparse en más de 15 años a las modernas corrientes del Derecho Internacional consuetudinario, nacido en Nuremberg, creo que debe ser anotado en el haber de los constituyentes republicanos.
Pero no se agotan en este punto los avances pioneros del texto constitucional. Se reforzaba la unidad del Estado de forma semejante a nuestra actual Constitución. Se deslindaban las competencias entre el Estado y las regiones marcando sus límites de forma tajante: “En ningún caso se admite la Federación de Regiones Autónomas”. Compárese con el actual articulo 145 “En ningún caso se admitirá la Federación de Comunidades Autónomas”.
Las tesis dictatoriales, asumidas por sedicentes demócratas, sostienen que la Constitución republicana pretendía disolver la familia tradicional. Pueden repasar su texto y comprobar que la familia estaba bajo la salvaguardia especial del Estado, admite el divorcio pero es inflexible con la obligación de alimentar, asistir y educar a los hijos. El Estado se comprometía a prestar asistencia a los enfermos y ancianos y protección a la maternidad y la infancia, haciendo suya la “Declaración de Ginebra” que contiene la tabla de los derechos del niño. Como puede verse, todo un proyecto disolvente y destructivo de la dignidad de España.
Regula la expropiación forzosa con criterios semejantes a los de la actual Constitución y añade que, en ningún caso, se impondrá la pena de confiscación de bienes. La enseñanza primaria será gratuita y obligatoria y se establece una especial protección para los campesinos y los pescadores.
La revolución cultural pendiente se pone en marcha. La alfabetización es una prioridad y la difusión de la cultura a todos los estratos sociales un objetivo en el que se compromete la intelectualidad española. La enseñanza pública alcanza a todos los niveles. La poesía vive un segundo siglo de oro. No hubo tiempo para conseguir los objetivos. Los intelectuales comprometidos vivieron la cárcel y el exilio, si habían conseguido salvar su vida.
Las posiciones equidistantes entre la República y la Dictadura degradan el debate político limitándolo a un insoportable conflicto entre vencedores y vencidos en una guerra civil desatada por los golpistas militares. El aparato político-legislativo de la Dictadura se derogó expresamente por la actual Constitución. Ninguno de sus materiales podía ser aprovechado por resultar absolutamente incompatibles con los principios democráticos. La democracia española no surge de la nada, es el producto de la lucha de los partidos políticos y sindicatos que construyeron la II República junto con nuevas generaciones que ansiaban las libertades que disfrutaban sus conciudadanos europeos. Fueron arrebatadas por la fuerza de las armas y secuestradas durante 40 años por un régimen cruel hasta el final de sus días.
Sin pasado no hay mañana. Los poderes políticos, comenzando por el jefe del Estado, deben tributo y reconocimiento a nuestro más inmediato eslabón democrático. Sepultar, con todos los honores, los restos del presidente Manuel Azaña “en esta tierra que nos ha de cubrir a todos” sería un buen paso hacia la dignidad democrática y el mejor homenaje a nuestros republicanos.
José Antonio Martín Pallín es magistrado del Tribunal Supremo. Comisionado de la Comisión Internacional de Juristas.