La segunda transición

Hemos conseguido, finalmente, que España tenga un gobierno hecho y derecho. Hemos tenido que votar dos veces y han tenido que rodar algunas cabezas, la del líder del principal partido de la oposición entre ellas, junto a otras importantes del partido de gobierno. Han tenido que inflarse y desinflarse (hasta cierto punto) los nuevos partidos, sin que sepamos todavía si son una versión juvenil de los tradicionales o algo distinto. Se han tenido que equivocar muchos y acertar muy pocos. En resumen, hemos pasado casi un año de indecisión, de zozobra, de angustia, sin saberse nunca si tendríamos un cambio de sistema o seguíamos indefinidamente en crisis. Una crisis, aún no vencida, no sólo económica, sino también moral, política, social, generacional y mundial. Ha habido un cambio, no de ciclo, sino de era. No sirven las viejas fórmulas y aún no hemos dado con las nuevas. De ahí que, aunque tengamos gobierno, no sepamos si podrá gobernar.

¿Qué va a ocurrir? Pues lo que los españoles queramos que ocurra. Las alternativas son las de siempre: o nos ponemos de acuerdo para convivir o seguimos peleándonos. O decidimos que hay más cosas que nos unen que las que nos separan o concluimos que nuestras diferencias superan a las similitudes. De ahí que la verdadera alternativa sea: o seguimos el ejemplo de Alemania, que buscó su unificación contra viento y marea, o el de Yugoslavia, que explotó como una granada nada más dejar sueltos sus «hechos diferenciales».

No hay escapatoria ni sirve el modelo de la Transición, donde jugamos con equívocos –soberanía y autonomía; nación y nacionalidad; unidad y pluralidad– hasta que, cuarenta años más tarde, nos dimos cuenta de que los caminos del infierno están empedrados tanto de ambigüedades como de buenas intenciones. Tenemos que elegir entre la ideología y la historia, entre el pasado y la historia. Tenemos que decidir si nuestra peculiaridad regional es más fuerte que nuestro españolismo o se complementan. Tenemos que aprender que democracia es más que ninguna otra cosa, responsabilidad. Responsabilidad individual y responsabilidad colectiva. Algo que nos es tan extraño como las lunas de Júpiter. Mientras proliferan entre nosotros los pescadores en río revuelto, inventándose naciones y estados para convertirse en presidentes, ministros, embajadores, sin tener en cuenta que pertenecen a una unidad mayor, más fuerte, más estable, más antigua. No es sólo nuestro caso. El auge del individualismo que caracteriza a la nueva era ha trascendido a los estados. Ahí tienen a los ingleses dispuestos a abandonar la Unión Europea por puro esnobismo o algo peor: por añoranza de una época en la que dominando los mares, controlaban la tierra. Veremos lo que tardan en darse cuenta de su equivocación. La nuestra sería infinitamente mayor, pues significaría romper una unión de siglos por un futuro incierto. O sea, hay que tener cuidado con los embaucadores y exigir que se demuestre la superioridad del nacionalismo regional sobre el nacional. Con hechos, no palabras. Lo que nadie ha hecho.

Es verdad que la Transición ha quedado tremendamente devaluada por lo ocurrido tras ella, muy especialmente por la corrupción, que se hizo sistémica, alcanzando desde los partidos políticos al ciudadano que pregunta «¿Con IVA o sin IVA?». Si se le añade una casi nula experiencia democrática y una tendencia a preguntar «¿qué hay de lo mío?», sin plantearse nunca «¿qué aporto yo?», tendremos la causa de estar enfrentados todos contra todos, en vez del proyecto de vida en común que constituye la base de las naciones modernas y explica la galerna que acaba de sacudir nuestras instituciones, dejando tan malparadas algunas de ellas que nos ha costado algo tan normal en una democracia como es formar gobierno y se dude de que pueda gobernar. Lo que quiere decir que, políticamente hablando, seguimos en la UVI.

¿Podremos salir de ella? Repito: dependerá de que lo queramos de verdad. De que seamos capaces de ver más allá de nuestra propia aldea y nos demos cuenta de cuáles son las condiciones para que un Estado-nación pueda sobrevivir en el siglo XXI, a saber: que sepamos superar las asignaturas pendientes que dejó la Transición y que no haya privilegios de ninguna clase para individuos o colectivos. Todos los españoles somos iguales ante la ley en deberes y en derechos. Nadie, por pertenecer a un partido, clase, territorio o estamento social goza de ventaja alguna económica, jurídica, histórica o administrativa. La única ventaja es la que proporcionan el trabajo, el esfuerzo, la aplicación y la inventiva. Acabándose, de una vez y para siempre, las recomendaciones, conexiones, influencias, que conviene advertir son corrupción. Ante la ley, cada español es sólo hijo de sus obras, buenas y malas. Luego, ponernos al día del mundo en que vivimos. Con el planeta convertido en una «aldea global», sólo sobrevivirán los capaces de adaptarse a ello. Quiero decir que, del mismo modo que las antiguas ciudades griegas no sobrevivieron a los imperios y estados, las naciones actuales sólo podrán hacerlo en bloques geográficos o culturales. La historia no se ha acabado, como dijo Fukuyama. Lo que se ha acabado es la era de los Estados-naciones. Y, si se fijan, España ha recorrido en los últimos años el camino inverso, que lleva a la nacioncita en vez de hacia la supranación europea.

En mi último libro intento demostrar que España no llegará a ser una nación moderna hasta que haga su revolución nacional que, según Ortega, consiste en eliminar, no ya los viejos abusos, sino, especialmente, los viejos usos. Y en la Transición quedaron colgando demasiados usos viejos, que han terminado casi por estrangularla. ¿Lo conseguirá la Segunda? Después de haber visto a España plenamente incorporada a Europa –un sueño de juventud–, comprobado que nuestros pueblos y ciudades nada tienen que ver con los de mi infancia, a empresas españolas en las principales capitales del mundo y a jóvenes españoles compitiendo con los de todos los países, antes de morirme me gustaría ver a nuestros grandes partidos competir como rivales de una misma liga en vez de como enemigos a muerte. Pero cambiar de usos es bastante más difícil que eliminar los abusos y, como acabamos de comprobar, los viejos usos ejercen un atractivo irresistible sobre nosotros, no importa la ideología que profesemos, el nivel social que hayamos alcanzado y el lugar donde hayamos nacido. Somos prisioneros de nuestro pasado, como lo son los suníes y los chiíes, que llevan peleándose desde que murió el Profeta. Cuando el pasado ya no existe más que en nuestra mente. La mayoría de las veces, inventado. Pero alguna vez tendremos que aprender.

¿O no?

José María Carrascal, periodista.

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