Por Joan J. Queralt, catedrático de Derecho Penal de la Universitat de Barcelona (EL PERIODICO, 12/11/03):
Días atrás, la tragedia ha vuelto a saltar a la primera página: el dueño de un bar del Turó de la Peira (Barcelona), harto de los constantes robos nocturnos, se quedó una noche en su establecimiento, esperó al ladrón, éste llegó y el dueño salió con los pies por delante. Las quejas de los pequeños comerciantes sobre los robos que sistemáticamente padecen no tienen adecuada respuesta. Ante tanta reiteración delictiva, las compañías de seguros, además, cancelan las pólizas. Sólo queda dormir en la trastienda y rezar para que las consecuencias no sean de pesadilla.
EL GOBIERNO español, en uno de sus alardes retóricos, prometió barrer la delincuencia de las calles. Dejando de lado que los delincuentes no son basura sino personas, lo cierto es que se han empleado a tal fin tres medidas: se han reformado sin parar leyes sobre la marcha, se han maquillado las estadísticas, se sigue reduciendo el número de policías y, en el presente ejercicio, 75 jueces han estado varios meses a la espera de destino; para el próximo, sólo se han creado 30 nuevas plazas. La delincuencia cero no existe. Es tópico afirmar que una sociedad sana tiene delincuencia. La cuestión estriba en saber qué tipo de delincuencia estamos dispuestos a tolerar y en qué medida. Sin embargo, el no vivir aún en el caos social no nos debe alegrar. Al contrario, la seguridad ciudadana se deteriora en nuestro país a marchas forzadas. Para evitarlo no basta con maquillar las estadísticas. Hace falta poner en marcha políticas sociales y de seguridad, costosas a corto, pero muy rentables a medio y largo plazo. Si para ello hay que enviar el déficit cero a la porra, se le envía y santas pascuas. Ninguna vida humana es un menor objetivo que una cifra, por otra parte, como sabemos, más falsa que un duro de cuatro pesetas.
El deterioro de la seguridad ciudadana es grave; pero eso no es lo peor. Sucede que en esta sociedad, que huye rabiosamente de incluso tenues políticas igualitarias, la inseguridad va por barrios. En efecto, recordará el lector que durante un periodo de tiempo bandas integradas por desarraigados del Este europeo aterrorizaron con acciones espectaculares varias joyerías de lujo. Que se sepa, la plaga ha pasado. No da la impresión de que el cese de esa violencia sobre negocios --y sus propietarios-- de alto standig sea debido a que la humedad de Barcelona haya hecho mella en los castigados pulmones de los exmilicianos orientales.
Parece, más bien, que se trata de una aplicación intensa, tanto represiva como de inteligencia, de las fuerzas de seguridad en esta terreno. De esta suerte, y hay que celebrarlo, los negocios más atractivos de nuestras calles y avenidas más emblemáticas se han sacudido de encima esos bárbaros delincuentes. Sin embargo, la seguridad ciudadana tiene que ir más allá del Eixample o Sant Gervasi. La seguridad ciudadana, como derecho ciudadano, debe ser extensible y extendida en intensidad y calidad en todos los confines urbanos.
UNA VEZ MÁS se demuestra que no es una cuestión de leyes. Descartada la demagogia, no ya el delito sino la tragedia cobra realidad: ante la pasividad de las autoridades, sólo queda dormir en la trastienda con las consecuencias que conocemos. Todo apunta a que, tras los lamentos de rigor, la situación seguirá igual, pues los que tienen en su mano que las cosas cambien van a seguir con su inacción. Habrá quejas y se responderá con la palabrería grandilocuente de rigor; durante unos días veremos, en el barrio en cuestión, alguna patrulla policial --¿quién quedará ahora al descubierto?--. Sin embargo, calmadas las aguas, la seguridad volverá a sus reales bienestantes y, otra vez, quien paga se quedará sin sus derechos, acaso sin su hacienda y, si no hay un milagro, sin su bien más querido: la vida. La democracia exige como sustrato una buena seguridad. Ello no quiere decir una tranquilidad absoluta; quien eso pretenda debe mudarse a un cementerio. Con todo, desde el impasse actual a una seguridad ciudadana razonable, es decir para todos y en toda circunstancia, media un trecho. El esfuerzo a realizar para andarlo tiene fecha de caducidad; la represión a toda costa --acaso objetivo del autoritarismo rampante-- será el anhelo de los más. El precio a pagar será nuestra libertad.