La senda constitucional hacia la Edad Media

Hace muchos meses que doblan las campanas sobre el cráter donde habita el Tribunal Constitucional, pero no es seguro todavía que estén tocando a difunto como muchos dicen. Todo depende de cómo se entienda la sentencia de 12 de diciembre de 2007. O, mejor dicho, de lo que pretenda deducir el propio Tribunal Constitucional de las enjundiosas y prolijas argumentaciones que ha dedicado a decidir una cuestión que hubiera podido despachar con cuatro páginas. Le había planteado el Gobierno de Aragón que resolviera la compatibilidad, o no, con la Constitución de un precepto, el artículo 17.1 del Estatuto valenciano, donde se reconoce una insólita garantía: «El derecho de los valencianos y valencianas a disponer de abastecimiento suficiente de agua de calidad», a cuyo efecto también se declara el derecho de redistribución de aguas de cuencas excedentarias; todo ello de acuerdo con la Constitución y la legislación estatal. La respuesta, en verdad, es bastante sencilla para cualquier jurista informado; a saber: es imposible que un Estatuto de autonomía reconozca un derecho al agua cuya delimitación, como el propio Estatuto indica, corresponde al legislador estatal, que es el único competente para hacerlo según la Constitución. Pero he aquí que en esta ocasión el Tribunal Constitucional, en lugar de declarar lo que acaba de indicarse, ha salvado la validez del precepto impugnado asegurando que, aunque dice reconocer un derecho, no lo reconoce en verdad porque no puede hacerlo. De esta manera se consigue que permanezca en el ordenamiento jurídico una norma supuestamente válida y prácticamente ineficaz.

Es llamativo que el Tribunal haya incluido en su sentencia un prontuario sobre la disciplina jurídica de la organización territorial del Estado, recurriendo a la doctrina o recordando pesadamente su propia jurisprudencia. De manera que el paciente y atónito lector puede encontrar en aquélla una argumentación inacabable en la que se desarrollan, tal y como lo hacemos en clase los profesores y consta en nuestros tratados y manuales, los principios constitucionales referentes al sistema de autonomías (disculpe el lector que remita a mi Derecho Público de las Comunidades Autónomas, 2 vols., 1982, reeditado en 2007, para que pueda establecerse el parangón a que me refiero). Se comprende, por ello, que muchos se hayan preguntado ya a qué demonios viene esto, porque una sentencia, obvio será que lo diga, no es un manual, y para hacer manuales no están los tribunales, sino para resolver problemas. Me resisto a creer que sea una fórmula indirecta de fijar precedentes a usar más tarde para resolver otros recursos de inconstitucionalidad pendientes. Bien le consta al Tribunal que los precedentes se construyen alrededor de la ratio decidendi de las resoluciones, de modo que difícilmente puede constituirse en precedente la totalidad de una sentencia riquísima en obiter dicta que tratan de todo lo divino y lo humano en materia de Derecho Autonómico.

El Tribunal Constitucional ofrece un resumen dogmático correcto acerca de los fundamentos de la superioridad de la Constitución sobre los estatutos de autonomía, la diferente función constitucional de las leyes orgánicas y los estatutos, la significación de la remisión que la Constitución hace a leyes estatales para que delimiten competencias autonómicas, el carácter absoluto o relativo de las reservas constitucionales a favor de los estatutos y las leyes, y otras cuestiones de este porte. Todo lo cual está muy bien, pero lo esencial es la respuesta al siguiente problema: cuando cualquiera de estas normas asume una función que constitucionalmente no le es propia, ¿debe el Tribunal Constitucional anularla? ¿O permitir que permanezca en el ordenamiento jurídico, confirmando su validez, aunque su eficacia esté disminuida o incluso sea ineficaz? La sentencia ha preferido ratificar la validez de la norma y declarar simultáneamente que su eficacia es prácticamente nula porque, como ya he indicado, según el Tribunal, aunque dice reconocer un derecho, no le corresponde hacerlo a un Estatuto sino al legislador estatal, competente por razón de la materia.

En verdad, la inclinación de nuestro Tribunal Constitucional a salvar la validez de las leyes estableciendo interpretaciones de las mismas que sirvan para ajustarlas a la Constitución es una práctica que viene de antiguo y se acomoda a la seguida por otros Tribunales constitucionales. Sin embargo, la aplicación de esta técnica a los estatutos de autonomía tiene consecuencias más amplias y diferentes. Al confirmar la validez de la norma estatutaria se está permitiendo también que se apoye en ella el legislador autonómico para dictar cuantas normas de desarrollo o complementarias considere necesarias. Si esta práctica se generaliza, proliferarán en el ordenamiento jurídico normas cuya eficacia y aplicabilidad precisarán, caso por caso, de un juicio de compatibilidad con las leyes estatales existentes en cada momento. La consecuencia es que el Tribunal Constitucional no colaborará, como es su misión, en la depuración del ordenamiento, sino que serán los tribunales ordinarios los que deberán resolver los conflictos que se susciten con ocasión de la aplicación de las normas.

En todos los ordenamientos jurídicos modernos existe una disciplina concerniente a la producción de normas, a su sucesión y a su depuración o a la extinción de su validez y eficacia, basada en las siguientes conocidas reglas: en primer lugar, la anulación de las normas que vulneran otras de superior jerarquía o han sido dictadas por un legislador incompetente para aprobarlas. Y, en segundo lugar, la derogación de unas normas por otras, de manera que se eliminen y sean expulsadas del ordenamiento todas aquellas que el legislador decida o las que tengan contenidos incompatibles con otras disposiciones posteriores de igual o superior rango.

También cabe ordenar las relaciones entre normas dando preferencia a unas sobre otras. Utilizando esta fórmula, las contradicciones o incompatibilidades se resuelven aplicando la norma prevalente y desplazando a las demás, aunque sin necesidad de invalidarlas o derogarlas. Las normas inaplicadas mantienen su validez e incluso pueden recobrar su eficacia en el futuro si la norma prevalente desaparece. En el sistema constitucional norteamericano, incomparable con el nuestro, pueden contrastarse aplicaciones de esta clase de técnicas jurídicas.

En las relaciones entre las normas comunitarias europeas y las internas se usaba generalmente la indicada solución para resolver conflictos hasta que el Tribunal de Justicia de la Comunidad apreció que planteaba un problema esencial: los legisladores estatales podían mantener vigentes normas incompatibles con el Derecho Comunitario, lo que acarreaba una enorme confusión y evidentes dificultades para la inmediata aplicación de las dictadas por las instituciones comunitarias en materia de su competencia. Por esta razón, la jurisprudencia cambió, pasando de conformarse con la simple inaplicación de las normas estatales incompatibles a exigir la inmediata anulación o derogación de las mismas por los estados (por ejemplo, Sentencias Comisión v. Italia de 15 de octubre de 1986, y Provincia de Bolzano de 11 de julio de 1989). Todo ello en aras de la claridad, aplicabilidad y eficacia del Derecho Europeo.

La sentencia del Tribunal Constitucional que estoy comentando contiene muchos pasajes que parecen inclinarse por una solución diferente y hasta ahora inexplorada en nuestro Derecho: permitir que los estatutos y leyes autonómicas puedan anticiparse en la definición de derechos cuya delimitación esencial está reservada a las Cortes Generales, o que impongan al Estado interpretaciones sobre el contenido de competencias o la organización de instituciones, a pesar de que es al legislador estatal a quien la Constitución confía la tarea. Que este tipo de regulaciones no pueden tener eficacia si no son confirmadas por las leyes estatales, era cuestión conocida y afirmada en la jurisprudencia constitucional. Sin embargo, mantener un cúmulo de declaraciones estatutarias ineficaces en el ordenamiento jurídico puede plantear problemas aplicativos de enorme calado. La solución puede valer para casos excepcionales, que tengan una justificación constitucional clara, pero es evidente el error de usarla con carácter general.

La ordenación de las relaciones entre normas mediante las técnicas de la nulidad y la derogación nos resulta muy familiar, pero debe recordarse que su aplicación generalizada es relativamente reciente. En toda Europa, durante la etapa medieval y moderna, los ordenamientos se formaron por acumulación de normas cuya vigencia se mantenía aunque existiera incompatibilidad entre ellas. La norma aplicable se elegía entre esta amalgama de regulaciones dando preferencia a una sobre otras, pero sin derogar ni anular las inaplicadas. La preferencia se reconocía en algunas épocas al Derecho Local, en otras al Derecho Común, y más tarde al Derecho Regio. Este orden tan complejo se prolongó hasta el alba del constitucionalismo. Fue entonces cuando aquellos confusos ordenamientos, formados por normas que no se derogaban entre sí ni se anulaban nunca, se enriquecieron con las técnicas indicadas.

En un sistema jurídico como el que parece propiciar la sentencia que comento, en el que no se anulan las normas que se extralimitan de su función constitucional, sino que se dejan vigentes con una eficacia limitada que hay que decidir al aplicarlas, los conflictos internormativos han de resolverse por los tribunales ordinarios. Si el Tribunal Constitucional renuncia a pronunciarse sobre la invalidez de las leyes estará, en gran medida, haciendo dejación de su propia función constitucional. Sería sorprendente tal desistimiento, aunque no del todo insólito considerando que, por razones bien diferentes, también dimitió hace tiempo de la función de resolver recursos de amparo, inadmitiéndolos en masa al no poder con la carga que esta función de enjuiciamiento le suponía.

No creo, por tanto, que el Tribunal Constitucional pueda impulsar la medievalización del ordenamiento renunciando a formular juicios sobre la validez de los estatutos o las leyes cuando matizan reglas constitucionales, se entrometen en ámbitos competenciales que les son ajenos, anticipan regulaciones que no les corresponden, confunden sobre el origen del mandato legislativo, oscurecen la previsibilidad y la claridad de las prescripciones legislativas, etcétera. Si así ocurriera, serán ciertos los malos augurios a que me refería al principio, porque el tañido de las campanas, que algunos oyen en el edificio en que tiene su sede el Tribunal Constitucional, estará anunciando verdaderamente la fatal noticia de su suicidio.

Santiago Muñoz Machado, catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense.