La senda económica del mal

Satán existe. Aunque algunos deban esforzarse para demostrar la existencia de la divinidad, no hace falta esfuerzo filosófico para demostrar la del diablo. O la de culpables poseídos por pasiones malignas. De ello están persuadidos los indignados que han ocupado tantas plazas españolas o los que lo han hecho en Nueva York bajo la consigna Occupy Wall Street. A estos okupas yanquis se suman ahora los británicos con la divisa Occupy the London Stock Exchange, la famosa bolsa inglesa.

Es fácil demostrar que los ciclos macroeconómicos poseen ritmos y ciclos impersonales en los que no entra directamente la culpa -la corrupción económica y política- y que es técnicamente ignorable para el análisis. Pero el pueblo, en su ancestral sabiduría, no anda equivocado cuando identifica con singular acierto a los culpables, a los responsables, de los males que nos aquejan y de los robos que nos soliviantan.

La democracia liberal, con su Constitución, con una ciudadanía responsable y una prensa libre y crítica, se enfrenta con tres formas de corrupción económica. La primera es la directa: la del que mete la mano en la bolsa común y pone dinero en su bolsillo (estilo Palau de la Música). La segunda es la indirecta. Aceptar regalos o promover que nos los hagan, a veces sin límites. Esta requiere cierta imaginación, y es a veces admirable por ingeniosa (lo de aquel presidente autonómico que se hacía regalar trajes de lechuguino es peccata minuta comparado con otros que me sé y no digo porque, sin pruebas, en un diario serio como este no se habla.)

Luego está la obra de arte, estilo, hoy mismo, Caixa Galicia. Prepara usted un pago estratosférico para su jubilación, pongamos de 16.5 millones, y se jubila usted conforme a la ley, con una sonrisa en los labios, y encima le regalan un reloj de oro (sin falsificar, no hecho en Hong Kong) y le dan una fiesta de despedida. Los pagos de vértigo a directivos serán satánicos -ya les digo que el demonio existe-, pero son muy legales. Parece mentira que los desahuciados que estos días se manifiestan, desesperados, por doquier no lo entiendan. Pobres conciudadanos nuestros, están tan acongojados porque los echan a la calle que pierden su capacidad de sereno razonamiento. Se comprende. No recuerdan que los directivos, aunque hayan llevado a su empresa al desastre, son también benefactores de la humanidad. En efecto, gran parte de lo recibido como compensación (?) por dejar la empresa o banco que han precipitado al abismo va a parar, vía fiscal, a las arcas públicas. El Gobierno entonces usa nuestros impuestos para reflotar bancos heridos y, por lo tanto, a que se recupere la economía capitalista que tanto bien hace a la doliente humanidad. Bueno, eso es lo que sostienen sus ideólogos, algunos de los cuales están precisamente en el Gobierno.

El combate contra la corrupción -contra las fuerzas del mal, para decirlo en el lenguaje teológico que hoy me inspira- es una de las tareas más arduas de la democracia. Lo es por lo inacabable. Los buenos ciudadanos deben dejar de pensar que afirmar que siempre la habrá es derrotista. Todos esperamos alcanzar un orden democrático que haga imposible la corrupción, pero no debemos condenar como fatalistas sin remedio a quienes sostienen que es endémica. Nuestra tarea es combatirla a sabiendas de que un día u otro volverá a levantar su negra testuz. Los cínicos son solo los que afirman que es inevitable y que todo el mundo roba, si puede. Algunos, no. Diré más: muchos, no. Secretamente, amables lectores, espero que algunos, los más posibles, estén de acuerdo conmigo en este asunto y no me condenen al limbo de los ilusos.

La indignación moral -ocurra en la plaza de Catalunya barcelonesa, en la madrileña Puerta del Sol, en el puente de Brooklyn, en el Hyde Park londinense- no basta. Es importante, pero conviene no convertirla solo en mero espectáculo. Para poner coto al diablo no basta con la ley: hacen falta abogados demócratas militantes, parlamentarios incansables, periodistas incorregibles y también tú y yo. Se trata de una tarea enteramente distinta y contraria al espectáculo. Exige un heroísmo silencioso que no recibirá reconocimiento público y a veces ni siquiera las palmadas en la espalda de los compañeros de trabajo. Pongamos algún ejemplo: los contables de una banca, caja de ahorros o empresa pública saben perfectamente dónde van los dineros. Gerentes y toda suerte de empleados conocen que se va a inaugurar un aeropuerto sin aviones, un tren de alta velocidad sin viajeros y una escuela sin maestros. Si lo saben, que lo digan. Porque si no no son parte de la solución, sino del mal mismo. ¿Es difícil? ¿Requiere un cierto y callado heroísmo? Bueno, de eso se trataba.

Salvador Giner, presidente del Institut d'Estudis Catalans.

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