Tres jueces justos -¡qué redundancia!- han dictado sentencia sobre los atentados del 11-M. Se nos dice que debemos acatarla -cuando acatar es «aceptar con sumisión una autoridad, unas normas legales, una orden, etcétera», según nos explica el DRAE-, aunque se nos permita criticarla e incluso no mostrarle, dentro de un orden, el debido respeto, aun con riesgo de incurrir en... insumisión.
Pues bien, decidamos insumisamente acatarla (¡vivan los oximorones!) con el planteamiento de algunas cuestiones. ¿Han dejado estos tres seres adornados con puñetas todo o casi todo claro, dadas las grandes incógnitas que les legaron el juez instructor del caso y su fiel Fiscalía? ¿O acaso han topado con al menos argumentos probatorios suficientes como para lograr que las víctimas quedaran satisfechas, los fiscales hallaran respaldo para sus acusaciones y el Gobierno y sus instituciones policiales se sintieran aliviados? Es decir, ¿han alcanzado el objetivo de que todo el mundo resultara razonablemente contento, siempre que naturalmente fuera ese uno de sus jurídicos objetivos? ¿Tutti o quasi tutti contenti? Es de temer que no, puesto que casi nadie parece estarlo.
Si la bolsa de Vallecas, la furgoneta Kangoo y otras presuntas pruebas hubieran sido rechazadas, ¿cómo se las hubiesen arreglado los tres togados para condenar a Zougam y a los demás? ¿Cómo hubieran podido justificar entonces el reparto de las indemnizaciones -muy justas por otro lado- a las víctimas? ¿Cómo hubieran podido anunciar a los bienpensantes la noticia de que ya podían dormir tranquilos, puesto que «la verdad» había quedado judicialmente asentada? ¿Cómo hubieran podido contentar a los partidarios de la especie que defiende que hay que mirar, prietas las filas como en otros tiempos, siempre al frente? Postura ésta tan aleccionadora por un lado como contradictoria por otro para quienes apoyaron la Ley de la Memoria Histórica.
Enhorabuena, pues, al Tribunal. Han hecho justicia, puesto que mucha gente pretendidamente justa se ha quedado justamente sosegada. Bien sabido es que no importan los medios, sólo los fines. ¿Y qué mejor que al fin todo vuelva a su lugar natural? ¿No somos acaso todos hermanos? ¿No nos unen a los españoles -incluso a los disidentes- más cosas que las que nos separan? ¡Pues claro que sí! Haya pasado lo que haya pasado, háyalo tramado quien lo haya tramado, lo único que de verdad interesa es la concordia, el buen talante, el buen rollo, la estabilidad a cualquier precio. Que aunque todo haya podido cambiar, que todo quede aparentemente igual. ¿Habrá un lema más progresista? Y para ello, ¡qué mejor que el poder no mude de manos, siempre y cuando se encuentre entre las más mañosas! Y nadie más capacitado estará para decidir cuáles son estas, que un pueblo adormecido, aunque sea con narcóticos.
Mas volvamos atrás. ¿A qué arriesgada tarea se enfrentaron los tres magistrados? Nada más y nada menos que a la de la caza del Snark, esa huidiza criatura, cuyo peligroso intento de captura tan bien describió Lewis Carroll con sonoros y originales versos. Ahora bien, los que conocen el poema -cuya lectura es muy de recomendar (sería de aconsejar, por cierto, que los tres jueces estudiasen con detenimiento el Paroxismo (Fit) sexto, de los ocho de los que consta la epopeya, de título El sueño del abogado o, en su versión original, The Barrister¿s Dream)- saben que nada es más difícil de atrapar que un Snark «aunque lo busquen armados de dedales, lo busquen con cautela, lo persigan con tenedores y esperanza, aunque amenacen su vida con una acción del ferrocarril y aunque lo atraigan con sonrisas y jabón», descripción ésta no muy lejana de cómo en gran medida se condujeron en Madrid las pesquisas policiales.
Pero, ¿cuál es la dificultad y el peligro inherentes a la proeza de apresar un Snark? En primer lugar, que tal ser es muy esquivo; en segundo, que aquél que crea encontrarlo pueda él desaparecer también, dado que el tal Snark puede no ser sino un Boojum (o Bujum, para entendernos mejor), en cuyo desgraciado caso, «dulce y repentinamente» se esfumará el descubridor también. ¿No es tal amenaza como para poner los pelos de punta?
¿Con qué elementos contaban los tres arriesgados magistrados para localizar la guarida del Snark? Igual que en el poema sucedía, «disponían de un gran mapa que representaba el mar, sin los menores vestigios o mención de tierra alguna», pues «¿para qué los polos, los ecuadores, los trópicos y los meridianos? ¡Son meros signos convencionales!». En su caso el asunto resultó aún peor, en su mapa figuraban tierras que en ninguna parte se hallaban. No es de extrañar entonces que su navegación fuera de lo más accidentada. No obstante, a un lugar llegaron que prometía ser idóneo para iniciar su exploración, cuya vista sin embargo a ninguno placía, pues coronado de altos riscos y profundas gargantas se mostraba. No es de sorprender que los tres exploradores por momentos «se estremecieran al pensar que la caza pudiera ser un fracaso». Mas el buen ánimo pronto recobraron.
Muchas huellas hallaron de su pieza. Numerosos restos de sus hazañas acumular lograron. No obstante una duda siempre les embargaba, ¿serían de su perseguida presa esos vestigios o quizá de otras criaturas que en aquel paisaje horrendo habían dejado sus terribles huellas? ¡Si capturasen al Snark, todo se había de aclarar! ¿Cómo la aventura acabó?
En lo alto de un risco, al pie de un abismo se erguía sublime una brava figura, era la de una fiscal. A los tres pares de oídos judiciales llegó el sonido de su triunfante voz: «¡Es un Snark!» Temieron todos fuera el anuncio demasiado bello para ser verdad. En efecto, unas ominosas palabras les pareció a continuación escuchar, «¡Es un Bu...!». Luego, silencio. Siguió después un suspiro que sonó como «...jum». Los jueces rebuscaron por todos los sitios, pero no hallaron «ni un botón, ni una pluma, ni un indicio que permitiese afirmar que hollasen el terreno donde [la fiscal] había encontrado al Snark». ¡Ambos se habían desvanecido!
¿Dónde pues se oculta el Snark? ¿En qué guarida se esconde quien tanto daño causó? Si tres hombres buenos no lo han podido encontrar, ¿qué valiente, sin que sea «dulce y súbitamente» fulminado, lo logrará?
Alberto Tuñón, profesor universitario de Teoría económica.