La sentencia del 11-M

El 3 de abril de 2004, ocho terroristas, miembros de una célula integrista musulmana, se suicidaron en un piso de Leganés. La sentencia de 31 de octubre de 2007 de la Audiencia Nacional estima que todas esas personas fueron autores materiales de la colocación de las bombas en la masacre del 11-M. Aunque esa afirmación de la sentencia generaliza demasiado, que todos, o al menos parte de los suicidas, intervinieron -como autores o partícipes- en la matanza de Atocha se deduce, entre otros muchos datos, de los siguientes.

En primer lugar, de que uno de los suicidas, Ahmidan, alias El Chino, había comprado a Suárez Trashorras más de 100 kilos de explosivos procedentes de la explotación asturiana Mina Conchita. En segundo lugar, de que las bombas explosionaron entre las 7.35 y las 7.40 del 11-M en los trenes temporizadas por teléfonos móviles, teléfonos que fueron encendidos, sin que se hicieran o recibieran llamadas, entre las 2.24 horas del día 10 y las 2.24 del 11 de marzo de 2004 («en un periodo temporal limitado e inmediatamente anterior a los atentados, imprescindible para programar la alarma del despertador»), bajo la cobertura de la Estación Base de Telefonía (BTS) de Morata de Tajuña, localidad en la que se encontraba una finca alquilada por El Chino y en la que fueron escondidos los explosivos procedentes de Mina Conchita en un agujero que se hizo en el suelo del cobertizo que había junto a la casa.

En tercer lugar, de que en el piso de Leganés se hallaron «comunicados y reivindicaciones de los atentados del 11 de marzo» y «cintas [conteniendo] grabaciones con reivindicaciones de los atentados del 11 de marzo», en las que aparecían «tres personas con la cara cubierta, portando una pistola y un subfusil y vestidos con unas túnicas blancas sobre las que llevaban chalecos con cartuchos explosivos», figurando «a sus espaldas, a modo de estandarte... un trozo de tela rectangular de color verde, también recuperada entre los escombros, con la leyenda en árabe: 'No hay más que dios; dios es único y Mohamed su profeta'». Y, en cuarto lugar, de que uno de los miembros de la célula, Kounjaa, había dejado un documento de despedida -en el que se encontraron nueve huellas suyas- dirigido a sus padres, hermanos, mujer e hijas en el que afirma que «ha sido mi voluntad la que ha optado por el camino de la yihad [guerra santa]», anunciando su próxima autoinmolación: «Que sepas con certeza que yo he dejado a mis hijos no por deseo mío, sino por cumplir una orden de Dios... [confirmando] que yo he dejado este mundo porque no vale tanto como vosotros pensáis, y porque yo quiero encontrarme con mi Dios y que esté El contento conmigo».

En los trenes siniestrados fueron encontradas dos mochilas con bombas de las que, por los riesgos que ello entrañaba, no se estimó prudente su desactivación, pudiendo observarse por los policías que inspeccionaron una de esas mochilas, antes de su explosión controlada, que contenía un teléfono móvil, lo que acredita que ése fue el mecanismo que se utilizó para hacer estallar los vagones. Una tercera bolsa de deportes con un detonador y explosivos procedentes de Mina Conchita en su interior fue hallada casualmente en la comisaría de Vallecas dentro de uno de los grandes bolsones de basura en los que la Policía había introducido los efectos recogidos en la estación de El Pozo. Al encontrar este artefacto explosivo se procedió al desalojo de la comisaría, consiguiendo los artificieros desactivar la bomba en el cercano parque Azorín, hallando dentro de la bolsa un teléfono móvil que, igualmente, había sido encendido bajo la cobertura de la BTS de Morata y que tenía programado el despertador que temporizaba el explosivo a las 7.40 horas del 11 de marzo de 2004.

Gracias al hallazgo en la mochila de Vallecas de ese móvil con su correspondiente tarjeta prepago, se pudo llegar al ahora condenado por los atentados, Zougam, que fue quien, en su locutorio-tienda de la calle Tribulete, entre el 3 y el 8 de marzo de 2004, vendió esa tarjeta de la mochila con el número de teléfono 652282963 y otras tarjetas encendidas entre el 10 y la madrugada del 11 de marzo en Morata, tienda en la que también tienen su origen el soporte plástico de otra tarjeta encontrada en la finca de la mencionada localidad de Morata y otras dos que utilizaron dos suicidas del comando de Leganés para despedirse de sus familiares, comando que fue localizado por la Policía como consecuencia de la pista que se siguió a partir del teléfono encontrado en la mencionada mochila.

Sobre la mochila de Vallecas, varias defensas afirmaron que se trataría de una prueba falsa, alegando, por una parte, que, al no haberse encontrado en la misma estación de El Pozo, sino en la comisaría de Vallecas dentro de uno de los grandes bolsones que contenían los efectos hallados en esa estación, en realidad no habría procedido de los vagones, sino que alguna mano negra la habría introducido, bien en la comisaría, bien durante el «extravagante periplo» recorrido por dicho bolsón que fue llevado, primero, a la comisaría de Vallecas, después, a un pabellón de IFEMA y, finalmente, otra vez a la mencionada comisaría; y, por otra parte que, aun cuando esa mochila se hubiera encontrado realmente en uno de los vagones, «las deficiencias en la custodia policial y en el control judicial [de la bolsa con el explosivo] denotan irregularidades de tal entidad que impiden tener por cumplidas las garantías de identidad e integridad de la pieza», por lo que habría de ser rechazada como prueba de cargo, ya que la ruptura de la cadena de custodia habría permitido que la mochila fuera manipulada. El tribunal estima en su sentencia, convincentemente, que «no existe ruptura de la cadena de custodia», considerando, por ello, que «la prueba es auténtica».

Que la prueba es, efectivamente, auténtica se acredita también con las consideraciones que paso a desarrollar.

Cuando una prueba es falsa o ha sido manipulada por una tercera persona, ello se hace, naturalmente, para hacer recaer la responsabilidad sobre autores distintos de los que realmente cometieron el delito, por lo que, si las defensas hubieran tenido razón, llegaríamos a la inverosímil consecuencia de que se había inventado o alterado una prueba para conducir a los auténticos intervinientes en el delito, ya que se pudo identificar a éstos -a los miembros del comando de Leganés que luego se quitaron la vida- gracias al rastro que se siguió a partir del móvil contenido en la mochila.

Además, si se hubiera admitido la falsedad o la manipulación de la mochila -y, consiguientemente, del móvil encontrado en su interior, cuya tarjeta fue adquirida en el locutorio de la calle Tribulete y encendida en Morata, junto con otras tarjetas vendidas en el mismo establecimiento a los integristas-, se habría llegado a unas conclusiones que, simplemente, no tienen ni pies ni cabeza. Porque, si el creador o el manipulador de la prueba hubiera sido una persona ajena a los integrantes de la célula yihadista, aquélla tendría que haber robado a los integristas una de las tarjetas que compraron en la tienda de la calle Tribulete, para, después, seguirles sigilosamente y, al igual que esos integristas, encender el móvil bajo la cobertura de la BTS de Morata de Tajuña. Y si quien creó o alteró la mochila fuera uno de los miembros de la célula que encendió en Morata el móvil comprado en la tienda de Zougam, para así, e inexplicablemente, delatarse a sí mismo y delatar a sus compañeros, entonces tampoco se alcanza a comprender por qué acudió a un procedimiento tan complicado para identificar a los culpables: bastaría con que hubiera llamado a la Policía para decirle: «Los autores de la matanza de Atocha hemos sido El Chino y la banda de la que formo parte».

Otra prueba a la que acude la sentencia es la furgoneta Renault Kangoo de la que, según testigos presenciales, a las 7.00 horas del 11 de marzo, minutos antes del atentado, descendieron en Alcalá de Henares tres individuos, dirigiéndose al menos uno de ellos con una mochila o bolsa de deportes a la estación de Cercanías. En esta furgoneta se encontraron restos de explosivos y siete detonadores. También las defensas alegaron que la Renault Kangoo era una prueba falsa. Pero, independientemente de que la sentencia considera acreditado, con razón, que nunca se rompió la cadena de custodia de esa pieza de convicción, hay que señalar, otra vez, que las pruebas falsas se colocan para conducir la investigación a personas distintas de las que realmente cometieron el delito, mientras que los detonadores y restos de explosivos encontrados en la furgoneta que, al igual que los encontrados en la finca de Morata, en la mochila de Vallecas y en los restos del piso de Leganés, proceden de Mina Conchita, constituyen un elemento más, entre los numerosos, que incriminan a las personas -los suicidas de Leganés- que, como se ha expuesto al comienzo de esta Tribuna Libre, intervinieron realmente en el atentado del 11-M.

Como los trenes objeto del atentado fueron desguazados, incomprensible y negligentemente, el 13 de marzo, dos días después del atentado, la pericial sobre qué clase de explosivo estalló en los trenes ha tenido que efectuarse sobre restos de material poco indicativos. No obstante, después de una prueba pericial pública, oral y contradictoria practicada en el juicio con la participación de ocho expertos, el tribunal llega a la conclusión de que «todo o gran parte de la dinamita de los artefactos que explosionaron en los trenes el día 11 de marzo... procedía de Mina Conchita». Este resultado de la prueba pericial se ve corroborado, entre otras, por dos ulteriores consideraciones. En primer lugar, porque en la mochila de Vallecas que, como se ha expuesto anteriormente, era, junto a otras dos bolsas que no llegaron a estallar y que fueron explosionadas por los artificieros, una de las que debería haber explotado en los trenes y que, afortunadamente, pudo ser desactivada, se contenía un detonador y dinamita procedente de Mina Conchita. Y, en segundo lugar, porque si, como está acreditado por encima de cualquier duda posible, El Chino adquirió de Trashorras los explosivos y detonadores de esa explotación minera, que fueron trasladados a Madrid los días 5 y 9 de enero, y a primeros de febrero de 2004, por tres personas distintas, efectuando El Chino el último transporte de explosivo, desplazándose personalmente a Asturias, donde el 29 de febrero del mismo año, y en medio de una gran nevada, recogió la última carga infernal, escondiendo todo ese material terrorista en la finca de Morata, en la que, igualmente, se encendieron las tarjetas telefónicas entre el 10 y la madrugada del 11 de marzo, no se entiende cómo se puede defender verosímilmente que los yihadistas no emplearon en el atentado precisamente esos detonadores y ese explosivo con los que habían logrado hacerse con tantas dificultades, explosivo que es el único del que aparecieron rastros en el cuartel general de El Chino y su banda en Morata de Tajuña.

Todos estos indicios y datos, junto a los hechos incontrovertibles de que el 11 de marzo hubo verdaderamente en Madrid un atentado en cuatro trenes de Cercanías que costó la vida a 191 personas, resultando lesionadas otras 1.857, de que el 3 de abril de 2004 se suicidaron efectivamente ocho individuos pertenecientes a una célula yihadista que había reivindicado el atentado, y a la archidemostrada adquisición por El Chino, jefe de la célula, de explosivos y detonadores procedentes de Mina Conchita, y a pesar de las dificultades probatorias derivadas de que los principales intervinientes en la producción de la masacre -los suicidas de Leganés- habían fallecido, convierten el relato de la sentencia sobre lo realmente sucedido en la única explicación razonada y razonable de cómo tuvo lugar la matanza.

De los 28 acusados sólo tres -Gnaoui, Zougam y Suárez Trashorras- han sido condenados por su implicación directa en el atentado. También lo debería haber sido, teniendo en cuenta los Hechos Probados de la sentencia, Rafá Zouhier. Porque si el dolo eventual consiste en la conciencia de que el sujeto con su conducta está sometiendo al bien jurídico protegido -en este caso: a la vida y a la integridad física de posibles víctimas indeterminadas- a un alto riesgo de lesión, y ese dolo concurre en Trashorras, quien, como con razón afirma la sentencia, «conocía el radicalismo de Jamal Ahmidan y su grupo, su odio a todo lo occidental y sus ideas violentas, ideas que necesariamente tuvo que relacionar con las actividades terroristas de tipo islamista o yihadista de tipo homicida», también, y por los mismos motivos, ese dolo debería haberse afirmado respecto de Zouhier, quien, según la sentencia, conocía «el radicalismo de Jamal Ahmidan y su banda y sus tendencias radicales islamistas, así como que el explosivo que consiguiera a través de su mediación podía ser empleado en acciones terroristas, en general». Con otras palabras: si Trashorras es cooperador necesario en los atentados -como lo es-, igual calificación debería haber correspondido a Zouhier.

En definitiva, y salvo algunas pequeñas discrepancias como la que acabo de señalar, la sentencia de la Audiencia Nacional sobre el 11-M ha de ser considerada una antológica lección de cómo llegar a enervar la presunción de inocencia de tres acusados mediante la coherente valoración de la prueba practicada en el juicio oral y de cómo aplicar el principio in dubio pro reo cuando, a pesar de todos los indicios y probabilidades respecto de algunos de los restantes acusados, esa presunción no ha podido ser destruida.

Enrique Gimbernat, catedrático de Derecho Penal de la UCM y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.