La sentencia que dicta Alepo

Debemos detener la masacre en Alepo. Sea cual sea el costo, debemos detener los bombardeos masivos, indiscriminados y al azar – así como también los peores entre todos: los bombardeos no aleatorios y dirigidos, principalmente, contra la población civil, los convoyes humanitarios y los hospitales. Debemos detener estos bombardeos que las fuerzas de Bashar al-Assad y de Rusia han reanudado con más ganas en y alrededor de lo que fue la ciudad más poblada de Siria.

Tenemos que exigir un alto al fuego en los próximos días (incluso en las próximas horas), un alto de la lluvia de acero, de las bombas de racimo y las bombas de fósforo, así como de los barriles de cloro que se dejan caer desde helicópteros del gobierno en los últimos lugares en Alepo que están bajo el control de los rebeldes moderados. El mundo, con las democracias en primera línea, no puede dejar de responder ante las imágenes terribles, transmitidas por los pocos testigos que aún siguen allí.

Esas imágenes son de cuerpos marchitos y vitrificados de niños; de heridos cuyos miembros, por falta de medicamentos, han sido amputados por médicos desesperados que pronto podrían ser ellos mismos masacrados; de mujeres abatidas por los disparos de cohetes, tal como ocurrió en Sarajevo hace 24 años, mientras esperaban en fila para comprar pan o yogur; de voluntarios derribados mientras excavaban entre los escombros en busca de sobrevivientes; de seres humanos drenados de fuerza que sobreviven en medio de la suciedad y los residuos, despidiéndose así de la vida.

Debemos sofocar las columnas de fuego y humo.

Debemos disipar las nubes de gas en llamas que fluyen de las armas de sofisticación sin precedentes que utilizan los asesinos.

Debemos actuar porque podemos actuar.

Y podemos actuar porque los que son responsables de esta masacre, de estos crímenes de guerra, de este urbicidio en el que los probables delitos en contra de la humanidad se ven agravados por la destrucción de los lugares de memoria y cultura que se contaban entre los lugares de patrimonio vivo de la humanidad, no se esconden. Ellos están de pie, y a la vista de todos, mientras destruyen la ciudad más cosmopolita y más maravillosamente viva de Siria, ellos no hacen nada por ocultar sus actos. Nosotros sabemos quiénes son.

Me refiero, por supuesto, al régimen de Damasco, del que hace años deberíamos haber empezado a ocuparnos, tal como nos ocupamos del régimen de Muamar el-Gadafi.

Además, también, me refiero al régimen de Irán y, sobre todo, a los patrocinadores rusos. Durante cinco años, los rusos han bloqueado sistemáticamente toda posible solución que emana de las Naciones Unidas. Los aviones rusos han, en varios casos bien documentados, participado abiertamente en la campaña masiva de Assad contra los civiles. De hecho, el Kremlin parece cada vez más decidido a aplicar en Siria la política que practicaba en Chechenia; es decir, la política de la “patada en el trasero” para aquellos que el ministro del Exterior, Sergei Lavrov, etiqueta, nueva y falsamente, como “terroristas”.

Ante estos hechos, no hay ningún dilema acerca de si es necesario o no actuar.

Sin embargo, debido a que Estados Unidos adoptó la posición que eligió hace tres años, después de que el presidente Barack Obama decidió no castigar a Assad por el uso de armas químicas (una línea roja que el propio Obama había dibujado), me temo que la responsabilidad recae principalmente, si no exclusivamente, sobre Europa.

Es nuestra opción. En Europa podemos dibujar nuestra propia línea roja, advirtiendo a Rusia sobre que, en caso de que cruce la línea, vamos a aumentar las sanciones contra su país, y de ese momento en adelante vamos a considerar a Rusia como responsable de los crímenes de su vasallo sirio. También podemos tomar de inmediato la iniciativa de establecer un foro para la negociación y la presión, similar al “Formato de Normandía” que el presidente François Hollande y Angela Merkel concibieron exitosamente hace dos años para contener la guerra en Ucrania. Al actuar así, podemos obligar al agresor a llegar a un acuerdo.

O, alternativamente, podemos quedarnos de brazos cruzados sin hacer nada y podemos aceptar que ocurra otro Sarajevo, tal como François Delattre, el embajador de Francia ante las Naciones Unidas, lo expresó; podemos correr el riesgo de que ocurra una Guernica árabe, con aviones rusos en el papel de la Legión Cóndor alemana sobre los cielos de la España republicana en el año 1936. En ese caso, no sólo cosecharemos el deshonor, sino también, parafraseando a Winston Churchill, elevaremos a niveles extremos todos nuestros peligros presentes, comenzando con un aumento dramático en la marea de refugiados, la mayoría de los cuales han huido de Siria como consecuencia directa de la no intervención del mundo.

Es en este punto en el que nos encontramos: Alepo, sitiada y en ruinas, agotada y abandonada por el mundo, pero aun así, desafiante – muriendo con sus botas puestas; Alepo es nuestra vergüenza, nuestro delito de omisión, nuestra autodegradación, nuestra capitulación frente a la fuerza bruta, nuestra aceptación de lo peor que puede hacer la humanidad. Alepo, es una ciudad que ya no grita, y que se está muriendo y mientras muere maldice a Occidente. Y, Europa, que está en la primera línea, arriesga su futuro y una parte de su identidad en la medida en la que personas a las que no puede proteger ejercen presión en sus fronteras, pidiendo que se las deje entrar.

¿Capitulará Europa lo que aún le queda de alma en Alepo, o se recompondrá y levantará la cabeza y hará lo que debe hacer?

Si Europa no puede o no quiere responder esta pregunta, todas las otras preguntas y todas las otras crisis a las que se enfrenta pueden llegar a convertirse en irrelevantes.

Bernard-Henri Lévy is one of the founders of the “Nouveaux Philosophes” (New Philosophers) movement. His books include Left in Dark Times: A Stand Against the New Barbarism. Traducción del inglés de Rocío L. Barrientos.

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