La sentencia y el comodín de Franco

Andaba el juez Marchena, en la recepción del Palacio Real, escapando como podía de los corros de periodistas que le preguntaban por la Sentencia recién filtrada esa misma mañana. La Sentencia, así, con mayúsculas, como el nombre de un paso de la Semana Santa: el pronunciamiento judicial más importante de la historia reciente de España. A esas horas, en redes y comentarios digitales había comenzado la demolición del magistrado que durante el juicio de la insurrección separatista encandiló a la mayoría del país por su criterio ponderado, firme y sereno. Cientos, miles de opinadores espontáneos convertidos en improvisados expertos en Derecho se precipitaban en tromba contra el criterio del tribunal sin conocer más que un breve titular de sus términos genéricos. Para aquella España de las banderas de octubre, la anunciada -y no confirmada- condena por sedición y malversación se queda corta ante la gravedad de los hechos; para la Cataluña secesionista, constituye un agravio autoritario, un intolerable atropello.

Ésa va a ser la tónica del debate de los próximos días. Una controversia que escapará inevitablemente de la lógica jurídica para adentrarse en la ruidosa banalidad populista. Se trata de un veredicto de enorme impacto sobre la compleja situación de un país sometido desde hace años a la tensión de sus costuras constitucionales, políticas y administrativas, y sacudido por un crucial conflicto de soberanía que solo ha encontrado respuestas concretas en la actuación de la justicia. El Supremo, obligado a ceñirse a unas leyes que no habían previsto la casuística del desafío independentista, ha optado por la resolución que mayor consenso le ofrecía, la que le permite salvaguardar el respeto a la Constitución y sancionar su evidente quebrantamiento sin arriesgarse a retorcer la actual tipología delictiva. Pero el fallo, por mucho que el ponente se cargase de autoridad con su magnífica dirección de la vista, desatará indefectible controversia en una sociedad enardecida de pasión banderiza.

El Gobierno está satisfecho: ha prevalecido la tesis de la Abogacía del Estado, la de la acusación de sedición que Sánchez y su ministra Delgado impusieron a costa de torcer el brazo a sus más brillantes funcionarios. La Fiscalía cumplió con su papel al reclamar el delito de rebelión, tal vez a sabiendas de que su alegato sobre el castigo máximo estaba condenado al fracaso. El separatismo se declarará afrentado porque no puede renunciar al victimismo que lo cohesiona, pero es consciente de que ha minimizado daños y de que los condenados se beneficiarán de un Código Penitenciario que, administrado por la Generalitat, puede aplicarles en un plazo relativamente breve el segundo o tercer grado. A partir del lunes tendrá que articular su réplica. Es probable que se produzca una reacción sobreactuada, una demostración de fuerza por meras razones de supervivencia. El resultado de las elecciones depende -también para Pedro Sánchez- en buena medida del alcance de la prevista estrategia de agitación callejera.

Interior ha desplazado a Cataluña centenares de guardias. Los detalles de la resistencia nacionalista -el anunciado «tsunami democrático»- permanecen secretos pero todo apunta a una algarada social, a una movilización de masas. El factor clave será su intensidad y su escala. Un movimiento potente, de músculo fuerte y participación alta, haría girar hacia Pedro Sánchez todas las miradas. El presidente se juega mucho en el envite después de haber puesto la palabra España con letras bien grandes en el encabezamiento de su programa. Sabe lo que el 1-O le costó a Rajoy y no se puede permitir un espectáculo de autoridad burlada.

Para la eventualidad de que la situación se complique cuenta con el comodín de Franco y se reserva el momento oportuno -porque se trata de una decisión oportunista, de mero cálculo- para utilizarlo. El Consejo de Ministros se ha dado dos semanas para jugar a su conveniencia con el calendario. Si las cosas se ponen feas, si el clima electoral se vuelve destemplado, la maquinaria propagandística de La Moncloa se ocupará de que la exhumación y el traslado del cadáver al Pardo ocupen el primer plano de los telediarios. Y si el tsunami catalán no pasa de marejada, si el tumulto deviene en pinchazo, el trajín de la momia del dictador le servirá para darse el impulso de opinión pública que anda buscando para levantar las expectativas de unos sondeos estancados. El desentierro de Franco no mueve muchos votos pero refuerza la dialéctica de bandos; es una maniobra de división civil que arrincona al liberalismo moderado y estimula el reflejo tardofranquista de esos electores que han encontrado en Vox la coartada para salir del armario. A Sánchez le interesa que el respaldo de Abascal se mantenga alto y tratará de excitarlo con el exorcismo de ultratumba que activa en la derecha radical su impulso más bizarro.

Nada está aún, en cualquier caso, escrito en esta campaña. Nada salvo la desconfianza. Los expertos en demoscopia contemplan las encuestas con una mezcla de cautela y suspicacia; saben que a la elevadísima volatilidad de los últimos tiempos se puede unir el estrés de un cuerpo electoral llamado a votar sin ganas. Todo parece provisional, incluida la huella que la Sentencia deje en la convulsa sociedad catalana: hasta la última semana no cuajará el segmento decisivo del voto, el que acaso decante la balanza.

Ignacio Camacho

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