La sentencia

La llevamos esperando casi cuatro años ya y, según dicen los arúspices, está a punto de hacerse pública, si es que no vuelve a cundir el miedo escénico entre los Magistrados del Tribunal Constitucional y acaban devolviendo el toro al corral. Naturalmente, cuando hablo de «la sentencia», no puede ser otra que la que se refiere al Estatut de Cataluña.

Ahora bien, si ha llegado a convertirse en «la sentencia» por antonomasia, no es por la importancia del Estatut en sí mismo, sino porque de ella dependerá que España, sin haber tenido un proceso de reforma como está regulado, habrá modificado su régimen constitucional y nos encontraremos con otro distinto. Dicho en otras palabras: es posible que el órgano que tiene como misión defender y garantizar el cumplimiento de la Constitución, aprobada por el pueblo español en referéndum, se sirva de su poder de interpretación que le confiere la propia Norma, para, mediante una interpretación sui géneris, cambiarla en su esencia y en su espíritu. Ello ocurriría si en la sentencia no quedan muy claros una serie de puntos que mencionaré al final, después de hacer unas consideraciones de orden general.

Nadie duda de que las implicaciones entre razones políticas y razones constitucionales, que siempre gravitan en cualquier sentencia del Tribunal Constitucional, en el caso de la próxima del Estatut se ven incrementadas. Hasta el punto de que se ha tenido que reformar la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, para «legalizar» una conducta que aunque ahora sea «legal», es inconstitucional.Me refiero a la modificación encubierta del artículo 163 de la Constitución, a través del nuevo apartado 4 del artículo 16 de la LOTC, en donde se dice ahora que si el mandato de tres años para el que fueron designados el Presidente y el Vicepresidente «no coincidieran con la renovación del Tribunal Constitucional, tal mandato quedará prorrogado para que finalice en el momento en que dicha renovación se produzca y tomen posesión los nuevos Magistrados». Es decir, que si como sucede en el caso actual, ni el Gobierno ni la opisición tienen interés en nombrar a los nuevos Magistrados, incluso con una vacante por fallecimiento, por razones estrictamente políticas, la actual Presidenta, con su voto de calidad, podría estar un tiempo indeterminado más, cuando ya lleva cinco años contradiciendo el mandato del artículo 163, que dice que el Presidente lo es por un periodo de tres años, o, en su caso, mediante nueva elección, por otro madato de tres. Pero aquí no ha habido reelección, sino que contradiciendo el sentido más genuino de la existencia de la jurisdicción constitucional, que nace para que el poder legislativo no pueda ir contra la Constitución, obra del poder constituyente, una ley ha modificado la Constitución. Y precisamente es la ley que regula al guardian de la Constitución.

Por supuesto, la inconstitucionalidad de las leyes sólo compete decidirla al Tribunal Constitucional, pero no hace falta esperar a su decisión, cuando se trata de algo tan simple como que «dos y dos son cuatro». Si la Constitución establece que el Presidente tiene un mandato de tres años y no se señala, ni siquiera en la LOTC, como ocurre en el caso de los otros Magistrados, que siguen en funciones hasta que tomen posesión los nuevos, la actual Presidenta tendría que haber convocado al Pleno para la elección del nuevo Presidente o, en todo caso, para que se le concediese una prórroga prudencial, como ocurrió en otros precedentes. Pero lo que es absolutamente intolerable, es que el Poder Ejecutivo, a través de su mayoría, haya decidido cambiar la Constitución, mediante la reforma de la LOTC, para que pueda seguir la Presidenta hasta que se decida renovar el Tribunal, circunstancia que no ocurrirá hasta que no se resuelva la sentencia del Estatut. Durante los debates del proceso constituyente, el senador y catedrático Carlos Ollero señaló tres condiciones para la credibilidad del futuro Tribunal Constitucional. Primero, su independencia, señalando que el Tribunal no podía verse presionado, directa o indirectamente, por otros poderes del Estado. Segundo, su funcionalidad, intentando que el Tribunal no pueda perder competencias que, dada su naturaleza, a él, y solo a él, le deben corresponder. Y, tercero, su judicialidad, impidiendo que las decisiones del Tribunal puedan interpretarse como decisiones políticas, en lugar de como decisiones judiciales.

Pues bien, este diagnóstico de Ollero, tan clarivedente, se ha cumplido negativamente en la actualidad, porque el Gobierno ha manipulado al Tribunal cambiando la Ley que lo organiza para llevar el agua a su molino, porque con la reforma de la Ley ha desposeído al Tribunal de la facultad que tenía el Pleno para nombrar al Presidente o decidir su prórroga prudencial, y porque, además, la sentencia con la que resuelve el recurso de inconstituionalidad que había presentado el PP contra la reforma de la LOTC, no es una decisión judicial, sino política, como lo ponen de manifiesto con toda claridad los tres votos particulares de los Magistrados disidentes. Pero hay algo peor en la reforma de la LOTC que ya no afecta al presente, sino que cara al futuro es aterrador. Al señalarse en el artículo nuevo 16.3, que no se cambiará de Presidente hasta que no se hayan renovado los Magistrados pertinentes, se deja al Gobierno que decida cuando le conviene políticamente renovar el Tribunal y cambiar a un Presidente, el cual puede estar otro periodo de tres años sin haber sido elegido por el Pleno, sino mediante la argucia que se ha adoptado, y que hace que la Constitución y su sedicente guardián queden en manos de las conveniencias políticas.

Se ha producido, en este caso, lo que la doctrina alemana denomina «reforma constitucional tácita», es decir, aquella que se realiza en el texto constitucional, sin alterar, no obstante, su literalidad, y que es también conocida como mutación constitucional.Y ello es muy grave, porque en nuestra Constitución hay dos tipos de plazos en la duración de los cargos: los plazos resolutorios y los plazos prorrogables. Entre los primeros, caben destacar: la Regencia, que acaba en el mismo momento en que el Rey cumple 18 años; las Cámaras de las Cortes que tienen una vida máxima de 4 años; el mismo plazo que existe para el Presidente del Gobierno; y, por último, el Presidente del Tribunal Constitucional, que no puede serlo más de tres años. Estos plazos son resulotorios y no cabe ningún tipo de prórroga indefinida, sino exclusivamente el tiempo necesario para producirse el relevo. En efecto, no es un capricho del constituyente que se hayan establecidos estos plazos resolutorios y no prorrogables, porque con ellos se está confirmando el principio de la división temporal del poder, sin el cual no existe una verdadera democracia. Si la Regencia no tuviese límite, si las Cámaras se pudiesen prorrogar, como en la Monarquía absoluta o en el franquismo, si el Presidente del Gobierno se pudiese eternizar en el puesto, o si el Presidente del Tribunal Constitucional se mantiuviese más de tres años en el cargo, la democrácia constitucional se resquebrajaría, dando lugar a los abusos del poder.

Por consiguiente, la reforma de la LOTC y la sentencia que resolvió el recurso de inconstitucionalidad, han sido un ataque frontal a la Constitución, motivado por una cuestión política que afecta de lleno a nuestro modelo constitucional. Todos sabemos que el Tribunal Constitucional tiene que decidir cuestiones políticas, pero lo tiene que hacer judicialmente, es decir, con el parámetro de la Constitución y del Derecho, y no por razones de coyuntura política del Gobierno de turno, porque si el equilibro entre la política y el Derecho se rompe a favor de la primera, el Estado de Derecho está herido de muerte. De ahí que, en este caso, habría que aplicar el adagio romano de Quis custodiet ipsos custodes, o, dicho de otro modo, ¿quién controla a los que controlan la constitucionalidad de las leyes? Porque si en la norma que rige el propio funcionamiento del Tribunal, han sido tan alegres en su análisis, dándola por buena, qué cabrá esperar que hagan en la sentencia del Estatut.

Todas las irregularidades que he comentado, se han hecho en función de este tema, con el que está en juego el régimen constitucional que se dieron los españoles en 1978. Por eso, es de temer que se utilice el método de las sentencias interpretativas, que podríamos llamar también hermafroditas, como la que se dio con motivo del recurso de la LOPJ, en relación con el cambio de elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial. Y ello es grave porque el Estatut, a pesar del lavado de cara que se le hizo en las Cortes, no encaja con el llamado Estado de las Autonomías, sino que es la seudo Constitución de una seudo Estado asociado ( por ahora ) al resto del Estado español.

De este modo, si el Tribunal Constitucional quiere seguir siendo el guardián de la Constitución, no tiene más remedio que anular del Estatut todo lo que supere el contenido y espíritu de aquella, como, por ejemplo, la denominación de Nación, los símbolos nacionales, los derechos históricos, la supremacía del catalán, los derechos propios de los catalanes, el pueblo catalán como sujeto soberano, la bilateralidad, la financiación específica, o la minuciosa regulación de competencias que son propias del Estado y que se le sustraen a través de un desguace sistemático y detallista. Si la Constitución no se cambia antes, Cataluña no puede ser más que una nacionalidad con un número determinado de competencias, porque lo que no es posible es que sea un Estado dentro de otro Estado. La respuesta la tiene el Tribunal Constitucional, sabiendo que de ella dependerá el futuro de los españoles y el suyo propio.

Jorge de Esteban, presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO y catedrático de Derecho Constitucional.