La siguiente utopía europea

La crisis de la moneda única y las medidas para atajarla han hecho más necesario el debate político para relanzar una Unión cada vez más compleja. Cualquiera que se asome a los asuntos europeos sabe que los riesgos que afronta el proyecto de integración siguen siendo muy reales. Nuestro futuro colectivo como Unión tiene que ver con la adopción de decisiones difíciles, como el aumento de la capacidad de competir en un mercado global y de defendernos en un mundo peligroso, en el que no hacemos las reglas. Además, las instituciones de Bruselas y los gobiernos nacionales deben reconectar con los ciudadanos, para que estos se sientan dueños del proyecto europeo y no meros destinatarios de decisiones magnánimas tomadas sin que se entienda muy bien el cómo. Sin embargo –y como era previsible– en estas semanas de campaña electoral en España se ha pasado de puntillas ante los verdaderos enemigos a los que deberían enfrentarse los principales partidos, el escepticismo a la hora de votar y la desafección a la clase política.

La encrucijada europea es más real que nunca y requiere soluciones y modos de hacer apenas ensayados. Los logros políticos y económicos del proceso de integración son tales que nadie puede dudar de que se trata de un éxito histórico. La utopía formulada por la generación de Jean Monnet ha ido mucho más allá de lo que se podía esperar. A pesar del impacto de la crisis del euro, los demás proyectos de integración económica regional de todo el mundo siguen viendo a la Unión como el ejemplo más avanzado.

No obstante, se puede argumentar que a finales del siglo pasado Europa completó la utopía inspirada por los ideales de paz y prosperidad compartida formulados en los años cincuenta. La reconciliación entre los antiguos países enemigos se materializó en el mercado y las políticas comunes. En el fondo, los estados miembros fueron rescatados de sí mismos por una nueva disciplina jurídica y económica, querida por ellos mismos. Las Comunidades libraron a los estados nación de su obsolescencia, pero al precio de que dejaran atrás el nacionalismo.

A comienzos del siglo XXI, una Unión muy exitosa desde un punto de vista histórico empezó a darse por supuesta. Los viejos ideales se habían conseguido y ya no movilizaban. La Unión era víctima de su éxito: no encontraba los resortes para reinventarse como proyecto, replantear la integración sobre nuevas bases y volver a ser una utopía para las siguientes generaciones. El euro sin completar, la fallida Constitución europea y la manera por la que se llevó a cabo la gran ampliación son ejemplos de esta fatiga política. En esos mismos años, el fortalecimiento de la dimensión exterior de la Unión no fue atendido de forma suficiente. A diario observamos cómo la Unión aún no es un actor que defiende con eficacia sus intereses propios en un mundo en acelerada transformación.

La crisis de la moneda única y las medidas para atajarla han hecho más necesario el debate político para relanzar una Unión cada vez más compleja, que ha sido sometida a muchas tensiones y divisiones hasta ahora desconocidas, entre estados acreedores y deudores y entre ciudadanos y gobiernos. Cuando el populismo antieuropeo suena todavía en baja intensidad, es hora de reparar en que nada está ganado para siempre y de sentar las bases para formular un nuevo ideal que haga atractivo el proyecto de unidad.

Hay que empezar por desechar el mito de la hegemonía alemana, porque, entre otras razones, no es algo querido por sus propios ciudadanos. Es cierto que Berlín tiende a proyectar sobre el conjunto de la eurozona sus categorías jurídicas federales y sus señas de identidad económicas (austeridad, ahorro, miedo a la inflación, desconfianza de los mercados financieros…). Asimismo, la crisis del euro ha dado un papel rector a la canciller Angela Merkel, al estar al frente de la primera economía y el país más poblado de la Unión. Pero la actual Alemania prefiere ser imitada a ejercer un liderazgo enérgico y ha hecho un esfuerzo mayor que otros (Francia, por ejemplo) por poner en pie nuevas normas e instituciones que hagan viable e irreversible el euro, un compromiso paneuropeo que a veces cuesta reconocer. A la canciller le falta visión de conjunto y le cuesta pensar a largo plazo, a diferencia de su mentor Helmut Kohl. Por eso necesita aliados en otros estados miembros, un reequilibrio que dé como resultado una relación más sostenible entre el Norte y el Sur.

El Gobierno de Berlín es consciente de que la Unión es ahora también el problema, tanto como sus estados miembros. Es necesario legitimar mejor un poder supranacional, que no solo se justifique por sus resultados, al transformar a los estados nación en estados miembros prósperos y abiertos. Es el momento de evolucionar hacia una comunidad política europea reforzada en su identidad y en sus mecanismos de representación y rendición de cuentas, aunque limitada en su extensión material. Los veintiocho estados tienen ante sí el problema de afrontar los retos de un mundo multipolar, en el que ninguno de ellos por sí mismo puede hacer valer sus intereses. La soberanía, la pulsión de tener la última palabra, es ciega respecto al futuro que le conviene a un país. Existe una sociedad europea con rasgos y valores comunes suficientes para justificar este cambio de paradigma.

Así, en esta segunda etapa de la unidad europea el reto es justificar un nuevo poder europeo, legítimo, limitado y eficaz, también en su actuación como actor global, y hacerlo de modo que sea plenamente compatible con las democracias nacionales. Para ello se debe prescindir de algunos modos de hacer propios del primer itinerario, organizado en un momento excepcional. El elitismo, el sentido de destino histórico, la excesiva tecnocracia, la preeminencia de negociaciones entre expertos sin apenas transparencia –elementos de nuevo muy presentes durante el rediseño del euro – son contraproducentes a la hora de reinventar la integración.

Para que la Unión Europea recupere su pulso, es necesario que se transforme en un espacio público desde el que formular distintos objetivos, que movilicen a los ciudadanos a favor de este horizonte común, como pueden ser la sostenibilidad del Estado del bienestar, el impulso de la innovación y el talento emprendedor, la creación de mejores costumbres democráticas en distintos niveles de gobierno. Si nos gobernamos en buena medida desde Bruselas, es esencial que distintas visiones del bien común europeo compitan en una deliberación lo más democrática posible.

La alternativa a la renovación del componente utópico de la integración es una UE desconcertada y a la defensiva: ha conseguido rediseñar el euro, pero aún no se explica a sí misma como unión política ni sabe qué hacer ante la desigualdad entre sus estados y la crítica o la indiferencia ciudadana hacia sus procesos, instituciones y normas. A partir de hoy se abre un nuevo ciclo en Bruselas con la elección del Parlamento y de la Comisión. La tarea pendiente es proponer una manera atractiva y duradera de vivir juntos, inspirada en un nuevo ideal europeo.

José M. de Areilza Carvajal, cátedra Jean Monnet-ESADE.

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