Hay dos concepciones de lo que es un cargo público: puede concebirse como un empleo remunerado cuyo objetivo es el bien común; o bien se lo puede ver como una sinecura o incluso como una satrapía. Naturalmente, todos creemos que es, y debe ser, lo primero; pero hay abundante evidencia de que en muchos momentos y latitudes ha predominado de hecho la segunda concepción, por supuesto sin que se proclame abiertamente. Recordemos que "sinecura", en latín "sin cuidado", es un empleo o situación que no da trabajo y sin embargo está bien remunerado; y que los sátrapas, gobernadores del antiguo imperio persa, eran famosos por su codicia y despotismo.
Pues bien, en España (y no sólo en España, en toda la Europa absolutista) hay una larga tradición de concebir los empleos públicos como, en el mejor de los casos, sinecuras, y, muy frecuentemente, algo parecido a las satrapías. No hay prueba más clara de esto que la acendrada práctica de la "venta de oficios" en la España de los Austrias, comenzada por Carlos V.
Esta práctica consistía en que la Corona exigiera un pago determinado para nombrar a un individuo a un cargo público. La venta de cargos u oficios se convirtió pronto en una saneada fuente de ingresos para las arcas públicas, hasta el extremo de que se multiplicaron estos puestos, que se creaban simplemente para allegar fondos al erario. Los que más frecuentemente se concedían eran los de regidor (concejal) y jurado (empleado de abastos). Puede imaginarse que quien compraba estos cargos no lo hacía por afán de servir al pueblo, sino de cobrar un sueldo sin trabajar y, a ser posible, de utilizar sus prerrogativas para compensarse del desembolso inicial y enriquecerse. Al fin y al cabo, el flamante funcionario se sentía más propietario que nunca del cargo, puesto que lo había pagado. En consecuencia, el oficio era un bien de capital, como pudiera serlo una casa o una finca, y era lógico que así actuara el oficial: tratando de maximizar la renta que de él obtenía. El bien común sería, lógicamente, la última de sus preocupaciones.
Estos empleos tenían, por tanto, de sinecuras y de satrapías. Por ser comprado el cargo, el designio del titular sería enriquecerse con él; pero como, por otra parte, la Corona creaba los puestos no porque se necesitaran, sino porque lo que se necesitaba era el dinero que pagaban los aspirantes, había muchos más empleados de los necesarios, por lo que poco tendrían que hacer; las sinecuras se multiplicaban sin justificación administrativa posible.
La política de venta de cargos podrá parecer suicida, puesto que lo que el Estado ingresaba con el precio en el momento de la venta, lo perdía gradualmente al pagar un sueldo por no hacer nada; e incluso es natural suponer que el empleo fuera doblemente oneroso para el Estado por lo que el funcionario pudiera detraer de un modo u otro para resarcirse del desembolso inicial. Pero había en ella una lógica perversa, porque esos sueldos no sólo eran exiguos, sino que casi siempre se pagaban a costa de los erarios municipales, mientras que el pago inicial se recibía en la Hacienda real. Y precisamente lo odiosa que era esta práctica la hacía muy útil a la Corona, porque municipios y súbditos estaban dispuestos a pagar para que se aboliesen estos empleos, y así lo hacían para librarse de tanto funcionario ocioso y rapaz. De modo que la Corona cobraba por crear los cargos y por suprimirlos.
Esta práctica aberrante desapareció definitivamente con el reformismo borbónico. Pero, como dije, hay muchos indicios de que la idea subyacente persistió, en España y no sólo en ella. Es, por ejemplo, tradicional que en Estados Unidos muchas embajadas vayan a parar a los más generosos contribuyentes a la campaña presidencial del partido ganador en las elecciones; lo cual explica las meteduras de pata, a menudo, muy graves, de algunos embajadores. A la memoria viene la embajadora en Irak que en 1991 dio a entender a Sadam que Estados Unidos no se opondría a la invasión de Kuwait.
En España hoy desde luego es práctica rara que a un alto funcionario de nombramiento político se le nombre por su competencia; más bien los criterios básicos son los compromisos y equilibrios políticos, y también las presiones y recomendaciones del candidato y sus amigos. La conveniencia de los gobernados, que depende en primer lugar de la idoneidad del nombrado, es la última de las consideraciones. La presente obsesión por la paridad sexual (o "de género", según la impropia moda anglosajona al uso) en los cargos políticos traiciona palmariamente la misma idea. El cargo es una sinecura que a quien conviene en primer lugar es a quien lo desempeña: por eso se ve como una injusticia que predomine en los cargos un sexo u otro. Pero ¿qué más le da al ciudadano el sexo de los altos cargos? Incluso si no le es totalmente indiferente, el sexo es mucho menos importante que la competencia y la honradez en el desempeño: en esto, por desgracia, se hace muy poco hincapié. Y, además, en nombre de esa pretendida igualdad, la libertad del elector se ve recortada. Si ya las listas cerradas y bloqueadas (que en 1977 se nos dijo que eran transitorias) son un atentado a la libertad de elegir, la cremallera electoral es un trágala más, tanto para las electoras como para los electores. Y una prueba más de que nuestros gobernantes consideran los cargos públicos como sinecuras, si no satrapías.
A algunos miembros de la élite en el poder podrá parecerles que estas disposiciones de la recién aprobada Ley de Igualdad son el camino hacia un sueño; para la sufrida mayoría, la dimensión política de esta Ley es otra vuelta de tuerca en la agobiante imposición de lo "políticamente correcto"; un paso más hacia la minoría de edad política del común de los ciudadanos, que quizá en más de una ocasión estarían dispuestos a pagar, como en la España de los Austrias, para que les libraran de algún político de cuota.
Gabriel Tortella, catedrático de Historia Económica de la Universidad de Alcalá. Su último libro es Los orígenes del siglo XXI.