La singularidad requiere trato específico

Mi opinión es favorable a la extensión de la inviolabilidad del Rey a todas las ramas del ordenamiento jurídico y, de modo muy especial, al Derecho de familia. Esta afirmación puede causar sorpresa, pero hemos de reparar en que la monarquía es una forma política que, reducida a su más sintética expresión, consiste precisamente en la adscripción de la jefatura del Estado a una familia, lo cual es una excepción exorbitante del principio democrático sólo aceptable si ha sido así dispuesto en una Constitución democrática. Esta singularidad requiere un tratamiento jurídico específico que afecta tanto al Derecho público como al privado.

En el ordenamiento español, ese trato se refleja, entre otros extremos, en que tiene un Registro Civil distinto y separado; en que el matrimonio de algunos de sus miembros puede ser expresamente prohibido por el Rey y las Cortes; en que el régimen sucesorio, en su versión actual, es diferente del civil por tener preferencia el varón sobre la mujer, y, en fin, en que la tutela del Rey se rige por la Constitución de forma también distinta a la tutela civil. En las monarquías parlamentarias actuales se mantienen las prerrogativas históricas de irresponsabilidad e inviolabilidad por exigencias de dicha forma política, que dejaría de ser monárquica en caso contrario. La primera consiste en la cobertura que se dispensa al rey por su participación en actos (expedir decretos, sancionar leyes...), que en realidad son actos del Gobierno o del Parlamento, siendo la intervención regia reglada y obligatoria. De ahí la técnica del refrendo que traslada la responsabilidad al presidente del Gobierno o a un ministro.

La inviolabilidad cubre el resto de las actuaciones regias no tanto porque lo requiera el decoro de la jefatura del Estado, que también, sino porque su titular no debe verse sometido a demandas de la más diversa especie y opaco objetivo. El Rey no puede ser residenciado ante un tribunal ni verse sometido a él. Al Rey no se le administra justicia, sino que, al contrario, la justicia se administra en su nombre (artículo 117.1 de la Constitución). Sólo así puede mantenerse la continuidad en la jefatura monárquica del Estado, que es una forma de mantener la unidad y permanencia de éste. Tal singularidad se hace mucho más incisiva en asuntos de Derecho de familia porque puede afectar a la sucesión en la Corona. Baste con imaginar que un supuesto hijo extramatrimonial del Rey, varón y de edad superior a la del Príncipe Felipe, lograra el reconocimiento judicial de su filiación. Como el artículo 39.2 CE (reforzado por el 14) dispone la igualdad de los hijos con independencia de su filiación y el 57.1 no exceptúa del régimen sucesorio este supuesto, dicha persona tendría derecho preferente a ser declarado heredero, a que las Cortes le tomen el juramento de la Constitución, a presidir la entrega de los Premios Príncipe de Asturias... hasta la semana siguiente, en que puede aparecer otro con igual fortuna y mejor derecho, y así sucesivamente. ¿Cree alguien que la sucesión en la jefatura del Estado y, por tanto, el propio Estado pueden estar a merced de tales eventualidades? Así que no sólo se debe añadir al artículo 57.1 que los sucesores (mejor, descendientes) han de ser «habidos en matrimonio e inscritos en el Registro de la Familia Real», sino también aplicar la inviolabilidad a cuantas demandas de paternidad regia pudieran presentarse. Similar excepción se produce con la adopción de hijos, práctica legítima y elogiable que, sin embargo y por iguales motivos, no tiene cabida en la Familia del Rey.

En plenas Cortes de Cádiz y ante la postura renuente de un sector de la Cámara, Argüelles se preguntó retóricamente: ¿Una revolución puede hacerse sin revolución? Traduzcámoslo a nuestro problema: ¿Puede instituirse una forma política excepcional sin introducir excepciones en el ordenamiento? Quien las crea insoportables hará bien en inscribirse en un partido republicano. Por lo demás, no nos engañemos: si un monarca lleva las cosas demasiado lejos, la solución nunca será jurídica, sino política; no vendrá de los tribunales, sino de la presión para que abdique o incluso algo más. Ahora bien, ¿no fue esa precisamente la solución republicana que se dio a Nixon por la comisión de varios delitos? En los casos extremos, menguan las diferencias.

Antonio Torres del Moral es catedrático de Derecho Constitucional de la UNED.

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