La sinrazón, esa hermana oscura de la razón

Los personajes de ficción son, en ocasiones, el reflejo de las corrientes más profundas de nuestra sociedad. Pienso en el detective Adrian Monk, magistralmente interpretado por Tony Shalhoub. Es, por un lado, un tipo ultrarracional. Cuando llega a la escena de un crimen se fija en los menores detalles y saca las conclusiones pertinentes de un modo implacable. Pero, por otra parte, es un enfermo mental aquejado de infinidad de Trastornos Obsesivos Compulsivos. La razón cede entonces ante comportamientos peculiares que no se fundamentan en la lógica sino en los temores más disparatados. El mismo individuo, por extraño que resulte, es a la vez un espíritu cartesiano y un manojo incontrolado de emociones. En el fondo, solo exagera lo que somos todos.

Acostumbramos a suponer que la irracionalidad es lo contrario de la razón… El problema es que un examen desapasionado de la historia no confirma esa idea optimista. La realidad que ambas van en el mismo pack, de forma que a menudo una puede conducir a la otra. Así, más que opuestas, vendrían a ser una especie de hermanas siamesas. Esto es lo que nos enseña una leyenda griega acerca de Hípaso de Metaponto, un sabio de la escuela pitagórica. Se cuenta que, al descubrir los números irracionales, hundió la convicción de su secta acerca de un mundo ordenado a partir de las matemáticas. Hallar una verdad incómoda le convirtió en un disidente, en un peligro. Debía morir para que el grupo viviera.

Esta historia recrea un acontecimiento ficticio sin perder por ello su valor como portadora de una verdad profunda: se empieza con el culto a la racionalidad y se acaba con la desmesurada pretensión de imponer la verdad propia a los incrédulos, aunque sea a través de un acto de violencia.

En la vida real, como nos dice el historiador y filósofo Justin E. H. Smith en Irrationality (Princenton University Press, 2020), los grandes avances del espíritu humano son otras tantas ocasiones para la brutalidad. La ciencia, por desgracia, nos proporciona abundancia de ejemplos del rostro bifronte del progreso. El descubrimiento del fuego, el de la pólvora o el de la energía nuclear han contribuido al bienestar de la humanidad a la vez que han provocado daños infinitos con toda suerte de aplicaciones maléficas. De ahí que, según Smith, sea utópico pretender levantar una sociedad sobre los fundamentos de la pura lógica. Más tarde o más temprano, se producirá una reacción de signo contrario. Tras el Siglo de las Luces, por ejemplo, llegó el irracionalismo del movimiento romántico.

Durante la propia revolución francesa, sin ir más lejos, se dio la llamativa paradoja de que se dedicaran templos a la diosa razón. Smith tiene razón al ver aquí una llamativa contradicción, al introducirse un elemento religioso en un ámbito que se supone libre de emociones. El resultado es que se acaba por crear otra Iglesia en la que el Dios cristiano se sustituye por una idea abstracta, pero, por lo demás, se continúa utilizando la misma lógica sectaria que se pretendía combatir. La cosa puede ser aún peor si, desde el poder, se busca eliminar por la fuerza todo aquello que se estigmatiza como “irracional”. Encontramos así lo que el historiador francés Paul Hazard denominaba “la razón agresiva”. ¿Exageraciones de un experto? Que se lo digan a todos los que perdieron la cabeza, literalmente hablando, durante el Terror revolucionario de 1793. Lo que tenía que ser una utopía ilustrada acabo convirtiéndose en un infierno de represión.

No es la primera vez que se cuestionan los mitos de las Luces. Dos gigantes del pensamiento ilustrado, Theodor Adorno y Max Horkheimer, publicaron en 1944 Dialéctica de la Ilustración, donde intentaban comprender porque Europa, en lugar de caminar hacia la emancipación, se había sumido en la barbarie del Tercer Reich. Las claves había que buscarlas en las limitaciones del proyecto ilustrado, portador de una razón instrumental que se preocupaba por los medios sin cuestionar los fines.

Según Smith, Voltaire sería predecesor de los que quieren imponer por la violencia principios progresistas. Rousseau, en cambio, sería el antepasado de los que se rebelan contra el universalismo, ya sean los partidarios del Brexit o los de Donald Trump. Esta es una de los planteamientos estimulantes de Irrationality, un ensayo capaz de hacernos pensar más allá de los estereotipos heredados. El autor está seguramente en lo cierto cuando sugiere que es un error entender la filosofía ilustrada en términos de racionalidad científica: los grandes pensadores del XVIII estaban de acuerdo en que los sentimientos constituyen una guía para nuestra vida. Subordinarlo todo a la autoridad de la razón implicaría, a su juicio, multitud de peligros.

Se acostumbra, por otra parte, a reivindicar el legado de las Luces como el sumun del progresismo. La realidad es bastante más ambivalente, puesto que de la Ilustración pueden surgir tanto la revolución como la reacción. Eso sin contar las propias incoherencias del discurso ilustrado: la mayoría de los revolucionarios franceses que defendían los derechos del hombre no quisieron aplicarlos a las mujeres o a los esclavos de las colonias.

Cuando llegamos a la actualidad, el panorama no resulta precisamente alentador. El reciente asalto al Congreso de Estados Unidos nos confirma que Smith tiene razón cuando afirma que vivimos en un momento de extrema irracionalidad. Internet es una herramienta con un extraordinario potencial de progreso, pero presenta también una faz siniestra al contribuir exacerbar las pasiones. Lo comprobábamos cada día al leer, en twitter, todo tipo de declaraciones explosivas y manifestaciones de odio. Si solo contara lo que se dice en la red, la Tercera Guerra Mundial estaría a punto de estallar. Internet es por un lado un instrumento democratizador, pero Umberto Eco no iba desencaminado cuando afirmaba que le concedía el poder de hablar a legiones de idiotas. En Irrationality, Smith constata que mucha gente que escribe sus opiniones en el mundo digital no está preparada para justificarlas con argumentos reflexivos. Cualquiera puede convertirse en un trol y contribuir, de esta forma, a que el mundo viva un poco más crispado. De hecho, las redes parecen diseñadas para fomentar los antagonismos a través de esa cosa por momentos esotérica, el algoritmo, que no tiene nada de inocente.

Francisco Martínez Hoyos es doctor en Historia.

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