La sinrazón patriarcal

La reciente y sentida pérdida del filósofo Javier Muguerza nos lleva a todos los que pertenecimos a su “tribu” a un ejercicio de memoria sobre la vida y los anhelos compartidos al hilo de la historia de este país, de sus últimos 50 años. El papel desempeñado por Muguerza en la Transición fue fundamental para volver a normalizar la filosofía académica tras el mazazo del franquismo y su rémora de exilios exteriores, sobre todo en México, e interiores, por ejemplo, Canarias, de nuestros intelectuales. La armonización de la joven filosofía española, tras décadas de “erial cultural” —expresión de Gregorio Morán para referirse al aislamiento de Ortega y Gasset en el franquismo—, con las tradiciones anglosajonas y continentales —la filosofía analítica y la teoría crítica— fue decisiva.

Varias generaciones disfrutamos de su tutela y magisterio porque, como bien ha señalado Francisco Vázquez en La filosofía española. Herederos y pretendientes. Una lectura sociológica (1963-1990), fue no solo el autor de La razón sin esperanza y Desde la perplejidad, por solo citar dos de sus obras más señeras, sino un hiperactivo líder organizativo. Muy pocas veces se valora el trabajo de vinculación y cohesión de comunidades de convivencia y aprendizaje, pero desde las escuelas filosóficas griegas sabemos que el despliegue de la philia, de la amistad, de la que tanto nos ha hablado Emilio Lledó, es una precondición para el ejercicio de la deliberación sobre conceptos y teorías e incluso un basamento para la búsqueda del bien común. La philia suele ser una dimensión invisibilizada por el privilegio que nuestra mirada otorga a los devenires individuales sobre el entretejido social, e incluso comunitario. Objetivar los lazos que se van entrecruzando cual tejido bien o mal trabado en las conversaciones, las lecturas, y en la diversidad de los rituales académicos, desde las tesis doctorales hasta los congresos, es mucho más complejo que perseguir los hitos de una biografía. Muguerza sobresalió como tejedor de un fino entramado de relaciones intelectuales exigentes y rigurosas, pero a la vez inusitadamente cordiales.

Las universidades y las escuelas filosóficas han sido acuñadas como instituciones fuertemente masculinizadas a lo largo de su dilatada historia. Las mujeres siempre han estado ahí, también pensando, pero empujadas o bien a los márgenes o destinadas al olvido. La historiografía feminista ha ido rescatando un hilo cortado que, desde Hipatia de Alejandría o Hildegarda de Bingen, recorre todas las épocas y contradice el prejuicio de la incapacidad de las mujeres para la filosofía que ha acuñado la misoginia dominante. Desde el inconformismo de sor Juana Inés de la Cruz hasta las demandas de Mary Wollstonecraft, el feminismo filosófico se ha ido consolidando como una tradición entrecortada que en el siglo XX nutre y desemboca en diversas olas y que ha reconfigurado profundamente nuestra sociedad. España, en la Transición y a modo de anomalía democrática europea, salía de un fuerte régimen patriarcal enseñoreado por la rancia Sección Femenina.

Maestros como Aranguren y Muguerza, su joven discípulo, ya en la década de los sesenta se percataron de que el feminismo era una de las vetas de la emancipación moral y política más decisivas. Javier Muguerza fue el mentor de una generación de pioneras en la filosofía española que hoy son referentes para todos, como Victoria Camps, Adela Cortina y Amelia Valcárcel. No obstante, su reseña al libro publicado por Celia Amorós en 1985 Hacia una crítica de la razón patriarcal —hoja de ruta de la filosofía feminista— quedará como el espaldarazo definitivo a toda una comunidad de aprendizaje teórico y activismo político. Su texto titulado La sinrazón de la razón patriarcal debería ser lectura obligatoria para los pertenecientes a ese sector recalcitrante que no acepta que el siglo XXI sea ya el siglo de la igualdad entre mujeres y hombres.

La estrategia de borrar a las mujeres de las genealogías filosóficas sigue operando como el mecanismo de invisibilización de sus contribuciones. Cuando no hay manera de acallarlas, el menosprecio y la estigmatización toman el relevo. El apodo de “muguerzitas” fue el insulto despectivo con el que se nos ha tildado a las filósofas cercanas al fundador del Instituto de Filosofía del CSIC que ahora dirige Concha Roldán. Aprecié el magisterio de Javier Muguerza, y también el de Emilio Lledó, a través de Ana Hardisson, cuando fue mi profesora en bachillerato en La Laguna en 1979. Para muchas filósofas, Muguerza fue una fuente de estímulo intelectual y moral y colaboró a arrinconar la inercia del menosprecio y la exclusión de las mujeres en la Academia. A pesar de los avances logrados, las profesoras de filosofía en la universidad española seguimos siendo una minoría.

Nos despedimos emocionadamente de Javier Muguerza —y no podía ser de otra manera—, mostrando todo nuestro agradecimiento a sus diatribas contra la vil y pertinaz razón patriarcal.

María José Guerra Palmero es catedrática de Filosofía Moral de la Universidad de La Laguna y presidenta de la Red Española de Filosofía.

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