La socialdemocracia en la globalización

En las últimas décadas el mundo ha cambiado, aunque no tanto como para que la historia haya llegado a su fin. En Europa, los Estados-nación no han conseguido adaptarse al nuevo contexto de mundialización ni han sido consecuentes con la construcción de una entidad supranacional.

El Estado no ha existido siempre. Engels y la tradición marxista ligan su aparición al momento en que la sociedad se divide en clases con intereses enfrentados. El propio colaborador de Marx escribió que la versión más elevada del Estado es la democracia burguesa en la que la riqueza ejerce su poder bajo la forma de alianza entre el Gobierno y la Bolsa. En 1884 hizo un análisis que compartirían hoy los indignados: "Esta alianza se realiza con tanta mayor facilidad cuanto más crecen las deudas del Estado y más van concentrando en sus manos las sociedades por acciones, haciendo de la Bolsa su centro".

Es cierto que no todos los autores socialistas mantuvieron la tesis de que el Estado es necesariamente un instrumento de opresión. Ya Kautsky, del que renegaron los defensores de la dictadura del proletariado, mantuvo que la democracia puede conseguir que el Estado sirva al interés general.

La historia parece dar la razón a Kautsky y a la tradición del socialismo democrático y demuestra que han existido diferentes modelos de Estado, unos opresores de los individuos y otros garantes de sus derechos y libertades. Eso sí, desde el primer momento su nacimiento se acompañó de la aparición de los impuestos. Sea para sostener las instituciones coercitivas y la burocracia, o para redistribuir la riqueza y contribuir al interés general, el Estado ha precisado siempre de las contribuciones de los ciudadanos.

Tras la II Guerra Mundial, los Estados-nación de buena parte de los países occidentales administraron durante más de tres décadas recursos sin precedentes y se convirtieron en Estados providencia que garantizaban la seguridad y la tranquilidad desde la cuna hasta la tumba. Los Estados de bienestar cumplían una función preventiva contra la depresión económica y sus corolarios políticos extremos: el fascismo y el comunismo.

Sin embargo, en los ochenta, desde poco antes de hacerse evidente la derrota del comunismo, se desató en Occidente una campaña de desprestigio del Estado. Esa campaña se recrudeció con la caída del muro de Berlín y se pretendió enterrar al Estado junto con sus cascotes al presentarle como causante de la ineficacia económica y lastre para el progreso. Las consignas son bien conocidas: "Cuanto menos Estado, mejor"; "cuanto menos regulación, mejor"; "cuanto menos impuestos, mejor". Son versiones nuevas del antiguo lema liberal "dejad hacer, dejad pasar, que el mundo gira por sí solo". Triunfó la idea de que no había alternativa al capitalismo liberal, cada vez más puro y duro. El vendaval ideológico fue de tal magnitud que una buena parte de la izquierda, en una muestra de pérdida de la hegemonía ideológica, abrazó esos postulados.

Ello hace necesario reafirmar algo que debería ser evidente: no hay derechos ciudadanos sin la garantía de las instituciones estatales y no hay Estado sin impuestos. La Constitución Española está impregnada de este principio.

Es cierto que la necesidad de Estado para asegurar derechos de los individuos no justifica cualquier dimensión del Estado. La cuestión no es tanto de tamaño, que haya más o menos Estado, sino de eficacia.

Es verdad también que la tributación de las clases intermedias se tiene que implementar con su apoyo, facilitando también su acceso a los servicios ofrecidos y desplegando la necesaria pedagogía para que comprendan que el interés colectivo coincide con su interés específico.

Los Estados de bienestar europeos que aportaron estabilidad política y un gran éxito económico demuestran que ambas cosas son posibles. Pero aquella experiencia se construyó sobre otro mundo. Los Estados-nación han ido retrocediendo ante el avance de la economía global. Los partidos socialistas y los sindicatos de clase entonan La Internacional pero siguen actuando dentro de los estrechos límites de sus Estados, cuyos Gobiernos cada vez tienen menos capacidad de maniobra.

El eurocentrismo hace tiempo que terminó, por mucho que Europa siga siendo la región del planeta en la que hay más bienestar. Pero esa situación privilegiada se ve amenazada si no se hacen bien los deberes, sobre todo en relación a la materia prima que es hoy más importante. En este momento la materia prima más importante es la materia gris: el conocimiento, la inteligencia. Solo mejorando el capital humano podemos los europeos hacer cosas nuevas, buenas y distintas que nos sitúen en posición de ventaja frente a Estados Unidos, Japón, China y los demás países ya emergidos en el nuevo mundo globalizado.

Las dificultades de adaptación del Estado a la nueva realidad global se plantean con acentos específicos en nuestro país. Desde 1977 hemos protagonizado una transformación del Estado rápida, profunda y exitosa. Hemos pasado de una dictadura a una democracia y, paralelamente, de un hipercentralismo a una gran descentralización. En un doble proceso paralelo, y aparentemente contradictorio, en España hemos desarrollado el Estado de las Autonomías, descentralizando hacia abajo, y a la vez hemos cedido poder político hacia arriba, transfiriendo a Europa decisiones políticas que siempre se relacionaron con la soberanía nacional.

Para otras opciones, el debilitamiento del Estado puede ser un asunto menor, incluso deseable. Para los socialdemócratas el papel del Estado es fundamental para conseguir una sociedad que combine "la mayor igualdad posible con la mayor libertad posible". Así pues, necesitamos de instituciones democráticas poderosas para desarrollar nuestra política, pero el Estado se ha ido vaciando de potencia en favor de instituciones autonómicas descentralizadas y en provecho de instituciones europeas poco democráticas. ¿Cómo resolver ese dilema?

A mi juicio, no es posible lograrlo en solitario. No es posible "construir la socialdemocracia" en un solo país, menos aún si ese país está tan descentralizado como España. Pero tampoco en los demás Estados-nación, porque ninguno alcanzan por sí solos a hacer frente con eficacia a los retos de la globalización.

La respuesta está en articular coherentemente la "unidad en la diversidad" que inspira a la UE. Es preciso articular unos Estados Unidos de Europa con instituciones plenamente democráticas y capaces de actuar con peso en el mundo globalizado. Es cierto que esa empresa tropieza con un obstáculo poderoso: los nacionalismos que frenan cualquier esfuerzo federal dentro de cada nación y en relación con el conjunto europeo. Y sin embargo ese es el desafío: democratizar plenamente los Estados de la Unión y, a la vez, el conjunto de la Unión, eliminando los déficits democráticos tan reiteradamente denunciados.

La otra cuestión crucial es que los Gobiernos democráticos y transparentes y el Gobierno europeo sean capaces de imponerse sobre los mercados ignotos y opacos. Que sean capaces de evitar que sea una mano invisible, que a nadie rinde cuentas, quien rija los destinos de la sociedad, sino los rostros conocidos, y elegidos, de los gobernantes democráticos.

Solo la actuación concertada de poderes públicos democráticos que sean representación efectiva de las mayorías permitirá afrontar la crisis sistémica. Que esto es posible lo muestra la historia del Estado moderno que, tras diversas etapas, devino en Estado de bienestar. Esta singular conquista de Europa es la que hoy está amenazada por la desvalorización de los débiles poderes públicos democráticos que alimenta la ideología populista de derechas.

España enfrenta un doble desafío: culminar el Estado autonómico, fomentando la unidad en la diversidad, y conseguir al tiempo la unidad europea preservando también su diversidad. No son procesos contradictorios. Los mismos que critican las autonomías son los que ven con recelo el traspaso de competencias en favor de Europa. El populismo de derechas aprovecha los estragos de la crisis y ha desatado una ofensiva en dos frentes: por un lado el enemigo es la burocracia de Bruselas, el euro, la Unidad Europea, que "despojan a España de soberanía"; por otro, las autonomías, que "debilitan a España y amenazan su unidad".

Ahora está muy de moda entre ciertos políticos conservadores decir que sobran políticos... ¿Cuál será el paso siguiente? ¿Acaso sostener que sobra sin más la política y la democracia?

Por José María Barreda, presidente de Castilla-La Mancha entre 2004 y 2011.

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