La socialdemocracia en su laberinto

No se necesitarían líderes políticos, sino experimentados hechiceros para elaborar, primero, y administrar, después, la pócima reconstituyente que desde diversos ámbitos se viene prescribiendo a la socialdemocracia. Mezclando ingredientes como la reafirmación de los valores tradicionales con excipientes como republicanismo o sostenibilidad, la fórmula magistral promete una pronta recuperación para la socialdemocracia y, por extensión, para las sociedades devastadas por la insensata utopía de la desregulación de los mercados. Quién sabe si semejante pócima llegará a destilarse alguna vez; de momento no pasa de ser un galimatías entre escolástico y farmacéutico que, si bien se mira, solo ha logrado un éxito tan rotundo como desconcertante: forjar una inane lengua de madera, sin otra utilidad que dar cuenta de la crisis de la socialdemocracia.

Los diagnósticos más habituales aseguran que la socialdemocracia está en crisis porque allí donde gobierna pierde las elecciones y donde está en la oposición no las gana. José María Maravall ha demostrado el error de esta percepción, de este diagnóstico, pero no importa: se trate o no de un error, la lengua de madera forjada para dar cuenta de la crisis de la socialdemocracia se ha enseñoreado de la totalidad del espacio público, permitiendo disfrazar como profunda controversia ideológica lo que, a fin de cuentas, no es más que una discusión con pretensiones sobre estrategia y propaganda electoral. Una discusión planteada, además, en términos suicidas. Porque ¿de verdad puede creer alguien, así sea un gurú de la modernidad o un intelectual orgánico encuadrado en un think tank, que los partidos socialdemócratas pueden ganar elecciones prometiendo empleabilidad, flexiseguridad, gobernanza global y otros aparatosos modismos frecuentes en la lengua de madera en circulación, que nada explican y que nada resuelven porque, en realidad, no significan nada?

La socialdemocracia no está en crisis; lo que está en crisis es la economía, la política, la cultura y, en fin, la sociedad en su conjunto, tras varias décadas de aplicación intensiva de las políticas inspiradas por la insensata utopía de la desregulación de los mercados. La socialdemocracia, sin duda, no ofrece respuestas. Pero tampoco las ofrecen los partidos que promovieron la desregulación. El monstruo que crearon se ha vuelto contra ellos tanto como contra la socialdemocracia y, en general, contra todos los partidos democráticos, cuya suerte electoral cuando están en el Gobierno es siempre adversa con independencia de su signo político; lo mismo que, cuando están en la oposición, obtienen victorias que se vuelven calvarios en pocas semanas o, peor aún, centrifugan el voto hacia una constelación de fuerzas populistas.

La suerte de estas fuerzas una vez que alcancen el Gobierno, o que se adueñen definitivamente de la agenda política, no será distinta de la que padecen los partidos democráticos. Solo que, a diferencia de los partidos democráticos, las fuerzas populistas no dudarán en manipular las instituciones del Estado de derecho a cambio de ganar tiempo para perseverar en sus promesas. Al final, ni lograrán cumplirlas, ni las instituciones del Estado de derecho que habrán manipulado conservarán la autoridad, ni tal vez la legitimidad, que requiere su función.

Si todos los partidos, absolutamente todos, incluidas las fuerzas populistas, se muestran impotentes para afrontar la crisis actual, que es una crisis de la sociedad en su conjunto, ello quiere decir que la insensata utopía de los mercados desregulados no solo empujó en dirección a la catástrofe, sino que, además, destruyó por el camino los instrumentos ardua y pacientemente elaborados por los sistemas democráticos para evitarla.

El peor error, el error más imperdonable que cometió la socialdemocracia cuando se dejó encandilar por la Tercera Vía y su discurso de la nueva era, el error fatal del que aún no ha logrado desembarazarse, fue avalar la premisa en la que se apoyó la insensata utopía de los mercados desregulados. La globalización, se dijo, era un hecho desencadenado por el avance imparable de las nuevas tecnologías, ante el que solo cabía adaptarse o perecer. En realidad, la globalización no era un hecho sino un programa, y solo en la medida en se iba cumpliendo como programa se iba convirtiendo en un hecho. Un programa que, por lo demás, no se aplicó desde la clandestinidad sino a plena luz del día, con académicos y publicistas repitiendo simples hipótesis hasta hacerlas cristalizar en incontestable ortodoxia, y con los organismos económicos internacionales imbuyéndose de ella y sirviendo de trampolín para proyectarla desde los dos países pioneros, el Reino Unido y los Estados Unidos de la revolución conservadora, sobre el resto.

Antes de convertirse en el hecho que cebó la crisis de la sociedad en su conjunto, la globalización fue el programa de la insensata utopía de los mercados desregulados; un programa que defendía que desregulación y liberalización eran sinónimos, sugiriendo que la libertad surge en ausencia de normas y no en el interior de las normas pactadas, tanto entre Estados como dentro de los Estados mismos; un programa que emprendió la desregulación de los flujos financieros pero no la del comercio internacional y, menos aún, el tránsito de trabajadores entre unos países y otros, generando los desequilibrios que han provocado la bancarrota del casino financiero y reducido a una situación de semiesclavitud a legiones de personas en los países más pobres y también en los más desarrollados; un programa que, para cerrar el círculo de la supuesta inexorabilidad, agitó el fantasma de la quiebra de los Estados de bienestar para terminar cuestionando la viabilidad de cualquier forma de Estado.

Las nuevas tecnologías contribuyeron, sin duda, a multiplicar los efectos de este programa, lo mismo que, llegado el caso, podrían haber multiplicado los de cualquier otro, pero ni fueron su causa ni hacían inevitable su aplicación. Al avalar la premisa de que la globalización es un hecho desencadenado por el avance imparable de las nuevas tecnologías, la socialdemocracia se condenó al contrasentido de aplicar su programa en el interior de un programa ajeno, haciéndose corresponsable del rumbo a la catástrofe emprendido. La lengua de madera con la que ahora da cuenta de su crisis, asumiendo como propia una crisis que es de la sociedad en su conjunto, demuestra que persiste en el peor error, en el error más imperdonable que cometió cuando se dejó encandilar por la Tercera Vía y su discurso de la nueva era.

Pese a su inanidad, la lengua de madera está impidiendo que la socialdemocracia distinga entre los problemas políticos inaplazables y las elucubraciones sobre el futuro del mundo. Del futuro del mundo, ni ahora ni nunca se ha sabido lo bastante. El único conocimiento cierto es de los problemas políticos inaplazables, y entre estos el más inaplazable es el que ha fijado su epicentro en Europa. La Unión es hoy la única zona monetaria donde sigue en vigor la insensata utopía de la desregulación de los mercados, no por una deliberada decisión de los Veintisiete, sino porque la crisis estalló cuando el euro estaba a medio construir. Sin un Banco Central con plenas competencias y una fiscalidad común que lo respalde, los Estados de la eurozona poco o nada pueden contra los mercados desregulados, a los que se enfrentan sin reglas, que fueron abrogadas mientras duró la fiesta mundial, y sin instrumentos, que no han sido creados por la Unión. Primero sucumbió Grecia y más tarde Irlanda y Portugal, y ningún Gobierno en Europa, ni socialdemócrata ni conservador, parece preocuparse de evitar nuevas víctimas, sino de no ser la próxima en la lista.

La socialdemocracia podrá seguir hablando de empleabilidad, flexiseguridad, gobernanza global y otros aparatosos modismos, podrá seguir deambulando por el laberinto de la lengua de madera con la que pretende destilar una pócima reconstituyente. Mientras no asuma la imposibilidad de aplicar su programa en el interior de un programa ajeno y no distinga entre las elucubraciones sobre el futuro del mundo y los problemas políticos inaplazables, como los que afectan al Banco Central y la fiscalidad común en Europa, no levantará cabeza ni contribuirá a que Europa, y el mundo, también lo hagan.

José María Ridao.

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