La socialdemocracia y el desafío europeo

El divorcio entre la voluntad popular y el ejercicio del gobierno se ha convertido en una de las características definitorias de la situación política en buena parte de los países de la UE.

Los resultados de diversas consultas electorales y diferentes estudios de opinión revelan hasta qué punto los ciudadanos han perdido la confianza y no se identifican con unos gobiernos que hacen lo contrario a lo que comprometieron, desarrollando políticas que originan un amplio malestar social porque generan un paro masivo, el aumento de las desigualdades sociales y la pérdida de derechos. En consecuencia, cada vez se sienten menos representados y más alejados de los gobiernos y sus decisiones.

El creciente descrédito y la desconfianza de los ciudadanos hacia la política y los políticos es un fenómeno de carácter transversal que afecta a los principales partidos de cada sistema político nacional al margen de sus respectivas ideologías. Los ciudadanos perciben que se han difuminado las fronteras entre las distintas alternativas ante la crisis, en beneficio de una misma estrategia: la política de la austeridad, que aparece como la única respuesta posible y a la que con matices se han ido plegando sucesivos gobiernos de distintos colores en los países del sur europeo.

En los países periféricos de la UE el proceso implica la progresiva destrucción del acervo social construido a partir de la segunda Guerra Mundial, por lo que no cabe esperar que los ciudadanos puedan entender y, mucho menos, asumir las dramáticas consecuencias de la estrategia de la austeridad. En este contexto de desafección ciudadana, populismos de uno y otro signo, movimientos antisistema y reflujos nacionalistas afloran de una u otra forma recogiendo la contestación y el rechazo a la política impulsada con mayor o menor entusiasmo desde el sistema de partidos con responsabilidades de gobierno, bajo los auspicios de una UE que ha reaccionado demasiado tarde y demasiado poco ante la crisis. Que ha sido incapaz de ofrecer una respuesta solidaria y un horizonte compartido de superación y ha optado, bajo la hegemonía de Alemania y demás países acreedores del Norte, por “socializar nacionalmente” los costes y ajustes de la crisis sobre los países deudores del sur de la UE, condenándolos a años de declive económico y retroceso social.

Hasta la fecha, este es el peligroso camino escogido por una UE que, inconclusa en términos de unión política e integración económica, se muestra limitada e incapaz de dar respuestas a los desafíos de los mercados desregulados y la globalización económica.

Europa ha venido perdiendo peso económico y relevancia política en la escena internacional. Pero es ahora, ante la crisis financiera y económica, cuando la UE muestra en toda su crudeza las graves limitaciones de su unión monetaria, y su incapacidad para responder a los retos de la crisis. Una Unión en la que la propia debilidad de su integración hace crecer las divergencias y asimetrías entre el norte y el sur, entre países deudores y acreedores. Un euro que no es una excepción al absurdo histórico de una moneda sin Estado, y que no podrá sobrevivir sin un presupuesto común, sin una unión bancaria, sin una política fiscal común y sin las instituciones políticas democráticas, poder legislativo y ejecutivo que le den sentido y lo sustenten.

El dilema hoy es avanzar hacia una federación completa o asistir a la quiebra de la Unión y el declive de Europa y sus ciudadanos. Sin embargo, la indefinición permanente en la que vive la UE, instalada en un modelo de aseguramiento intergubernamental, es algo más que frágil e inestable. Sólo la ceguera puede hacer creer a Alemania, a sus aliados del Norte y a sus socios fieles en los gobiernos del Sur, que la competitividad perdida se puede restaurar con una salvaje devaluación económica y social.

Cada vez es más evidente que el viejo concepto y el propio sentido de la soberanía nacional se ha redefinido completamente. No es sólo que hayamos cedido moneda, política monetaria y de tipos de interés, etc. es que hoy ese es el marco en el que se nos determinan el sistema de pensiones, las relaciones laborales, la política salarial, o dicho más sintéticamente el núcleo que estructura los elementos básicos que definen nuestro modo y nivel de vida.

Cuando pretendemos encontrar alternativas a los dictados de los mercados y se habla de eurobonos, de deuda europea, de regulación de los mercados financieros, de impuestos sobre las transacciones financieras especulativas, la respuesta reclama a Europa, como el espacio compartido político y económico que necesitamos pero que no tenemos ni queremos construir con la decisión y la urgencia que los tiempos reclaman.

Ni los mercados ni la derecha son ciegos, sus intereses e ideología coinciden: creen en que cuanto menos Estado mejor, mejor cuanto menos regulación e intervención pública, mejor cuanto menos espacio y políticas públicas compartidas, y cuantos menos impuestos que las financien. Están en su derecho y lo ejercen, eso es la política de la austeridad y la Europa burocrática e intergubernamental, la Europa de la Alemania de la señora Merkel.

Lo que resulta dramático es el papel de la izquierda y en particular el de la socialdemocracia europea, prisionera dentro de las respectivas fronteras de los intereses de sus Estados–nación, anquilosada entre las murallas de unos partidos cada vez más dominados por burocratizados aparatos de profesionales de la política que permanecen alejados de las nuevas demandas y cambios sociales. Incapaz de proponer y liderar un programa común de reformas y renovación del proyecto europeo en un mundo en el que la respuesta o es europea o no será.

Porque para la izquierda, la construcción de un proyecto de sociedad solidaria y en libertad, capaz de crecer, crear valor y mantener la cohesión social y la sostenibilidad ambiental, tan solo puede ser realizable en el ámbito de un espacio europeo compartido que, paradójicamente, es el único que posibilitaría realizar en mejores condiciones cada proyecto nacional ante los riesgos de la globalización.

El desarrollo de un proyecto socialdemócrata inexcusablemente deberá asumir el ámbito de la UE como el espacio político central o de referencia de su construcción, ante el proceso histórico de unos Estados cada vez más débiles y en retirada frente al dictado de los mercados, y la pérdida de la capacidad efectiva de control y ejercicio de la gobernabilidad por parte de los ciudadanos.

Sólo siendo capaces de generar la necesidad de Europa, como proyecto de unión política e integración económica, espacio de convivencia y única garantía de respuesta real y democrática ante los riesgos y desafíos de la globalización, como ideal de sociedad y de identidad compartida que basa su razón de ser en la solidaridad y la libertad de sus ciudadanos, en un modelo que aspira a viabilizar la cohesión social con el crecimiento y el empleo y la sostenibilidad ambiental, la socialdemocracia podrá nuevamente aspirar a representar una mayoría social. Una UE concebida como una alianza fuerte y estable por su vigoroso asentamiento democrático y cooperativo, en tanto que la mejor de las garantías para legitimar la defensa de los intereses nacionales frente a la fragmentación y soledad de cada Estado nación en la economía global. Unión y libertad como bases de esa federación que la izquierda europea necesita convertir más pronto que tarde en una nueva frontera a conquistar para una mayoría de los ciudadanos de Europa.

Pero la viabilidad de un proyecto de estas características, que supone un elevado grado de movilización de la sociedad civil, sin duda requerirá como condición previa estar en disposición de comprometerse realmente con otra forma de hacer política.

Emilio Pérez Touriño fue presidente de la Xunta de Galicia.

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