La sociedad de confianza

Si creemos a los arqueólogos y antropólogos, en el Neolítico, nuestros antepasados vivían en pequeños grupos de alrededor de 250 personas. Esta cifra correspondía al número de individuos que se podían conocer personalmente y en los que, en principio, se podía confiar. En el desierto australiano, entre los aborígenes que han conservado su forma de vida tradicional, ese sigue siendo el número aproximado de miembros de un clan nómada. Con la ayuda de la civilización, este círculo ha seguido creciendo en número gracias a la creación de instituciones colectivas como las naciones y las religiones. La creación contemporánea de las naciones, por ejemplo, ha ampliado a varios millones el número de aquellos en quienes se puede confiar relativamente, a diferencia de otras naciones en las que se confía poco o nada, y se llega incluso a declararles la guerra.

En la vida económica, más incluso que en la política, es donde esta noción de confianza se ha desarrollado más rápidamente; la confianza es la base del desarrollo económico. Así es como, hacia el siglo XIV, los genoveses inventaron el capitalismo, financiando mediante acciones por expediciones lejanas y remuneradas. El titular de una acción suscribía un contrato implícito con todos los demás accionistas en los que confiaba y todos juntos depositaban su confianza en los capitanes de barcos que se aventuraban lejos. En nuestro tiempo, las naciones en las que más se confía en las instituciones capitalistas -Estados Unidos, Alemania, Escandinavia, Singapur- son las más prósperas. Por el contrario, en las sociedades tribales, y especialmente en África, la falta de confianza entre las tribus impide la prosperidad que solo el capitalismo permite.

No siempre somos conscientes de estos mecanismos en los que se basa nuestra prosperidad. Pero, partiendo del Neolítico y de su núcleo de 250 personas de confianza, intentemos calcular en cuántas personas confiamos cuando, con un gesto trivial, compramos un objeto en un sitio web como Amazon. Confiamos en miles de colaboradores anónimos de Amazon, en vendedores igualmente anónimos, en los administradores de nuestras tarjetas de crédito, en los repartidores, etcétera, con la certeza virtual de que nos entregarán, al precio indicado y a la hora establecida, exactamente lo que queríamos. Al menos en el 99 por ciento de las transacciones, nuestra confianza implícita es la base de este gigantesco edificio capitalista; el fraude, el incumplimiento de contratos, queda confinado a los márgenes.

A diferencia de lo que ocurre con nuestra creciente y casi universal confianza en la economía capitalista, desconfiamos cada vez más de los mecanismos de la democracia; confiamos poco o nada en los partidos políticos, en los líderes políticos y en las instituciones públicas. En los sondeos de opinión realizados en Estados Unidos, parece que los estadounidenses ya solo confían en una institución pública, el Ejército.

Este aumento de la confianza en lo económico y retroceso en lo político es el fenómeno más característico de nuestro tiempo y apenas ha sido analizado. Quizá debería explicarse por sus resultados mensurables: el capitalismo, más o menos, cumple sus promesas; la política, rara vez. Amazon no nos engaña sobre el precio de la mercancía entregada, mientras que los políticos no cumplen sus programas. Otro fenómeno relacionado: el desplazamiento de la confianza. Atribuimos cada vez más valor a las recomendaciones de las estrellas del espectáculo o del deporte y a esta nueva categoría social denominada ‘influencers’. Los productos de belleza, los concesionarios de automóviles y muchos otros artículos de consumo están ganando popularidad gracias a los ‘influencers’ que, en la web, acumulan miles, incluso millones, de adeptos, los seguidores.

Este desplazamiento de la confianza puede tener implicaciones prácticas considerables. Podemos comprobar que, en todas las sociedades occidentales, donde la vacunación contra el Covid-19 es de libre elección, la mitad de la población se vacuna espontáneamente, porque esta opción les parece racional. Pero la otra mitad se resiste, sobre todo porque la orden de vacunarnos viene de autoridades políticas en las que ya no confiamos.

En todas partes, las manifestaciones contra la vacuna han tomado un giro político claro: los manifestantes proclaman al mismo tiempo «Abajo Macron, abajo la vacuna» o «Abajo Biden, abajo la vacuna». Parecerá absurdo, pero refleja la profunda evolución de nuestras sociedades. De modo que, si queremos alcanzar una tasa de vacunación suficiente para erradicar la enfermedad, convendría que los líderes políticos soltaran el micrófono (les costará) y dieran la palabra a los ‘influencers’. Esta estrategia ya ha comenzado en Estados Unidos; pastores, deportistas y cantantes invitan a vacunarse y obtienen mejores resultados que los políticos, o incluso los médicos. Otro método que parece funcionar bien en los barrios pobres de Nueva York es un vale de cien dólares para cualquier persona que se vacune.

Es posible que estos incentivos nos parezcan inmorales y absurdos, pero expresan, de manera indirecta, que creemos en el capitalismo (los ‘influencers’ son marcas como cualquier producto del mercado) más que en la política y más que en la ciencia. El capitalismo es lo que nos queda del Neolítico: la confianza como agente de nuestras elecciones vitales. Dejemos a los moralistas disertar, pero en la actual emergencia sanitaria, la moral puede esperar.

Guy Sorman

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