Nos hemos acostumbrado a entender el mundo como algo inmediato, disponible y de fácil acceso. El discurso habitual acerca de la sociedad del conocimiento y de la información entiende la sociedad en términos de circulación de bienes y datos, cuya apropiación no es problemática. La ideología dominante es la transparencia comunicativa y reproductiva, como si para la lectura correcta de los datos bastara un código correspondiente. Este modo de pensar tiende a menospreciar el momento de interpretación que hay en todo conocimiento, favorece los saberes científicos y fácilmente traducibles en aparatos tecnológicos, la rentabilidad económica inmediata, mientras que infravalora otro tipo de conocimientos como los artísticos, intuitivos, prácticos o relacionales. Conviene examinar este asunto porque no nos jugamos aquí tan solo el porvenir de las humanidades, sino el destino de nuestras comunidades políticas.
Este desencuentro entre las ciencias y las letras -por decirlo con una contraposición antigua pero que todos entendemos- se podría traducir en la oposición de la ciencia económica de los datos y el arte político de la interpretación. Contra la reducción de la comunicación a mera elaboración de información, contra una revolución digital entendida como mera inversión en tecnología o la sociedad de la información como una sociedad de las máquinas, el acento puesto en la interpretación subraya el elemento activo y complejo de todo conocimiento. Este es el verdadero desafío de nuestro tiempo: interpretar para obtener experiencias a partir de los datos y sentido a partir de los discursos. Y es aquí donde las ciencias humanas y sociales se hacen valer como especialistas de sentido, como saberes que producen y evalúan significación.
Hay un lugar común que pone todas las expectativas de progreso colectivo en el desarrollo de un conocimiento entendido a partir del modelo de la exactitud científica y la practicidad tecnológica. Pero lo cierto es que la mayor parte de nuestros actuales debates no giran en torno a datos e informaciones sino sobre su sentido y pertinencia, es decir, acerca de cómo debemos interpretarlos, sobre lo que es deseable, justo, legítimo o conveniente.
Jugando a profetizar, Ray Kurz-weil aseguraba que en 2048 nuestro buzón recibirá un millón de mails cada día, pero un asistente virtual los gestionará sin que tengamos que preocuparnos. Sería incluso posible que unos nanorreceptores-transmisores conectaran directamente nuestras sinapsis con unas supermáquinas que nos harían capaces de pensar un millón de veces más rápido. El problema es qué querrá decir "pensar" en tales condiciones. Contra la reducción de la inteligencia a una lectura de datos o a la aceptación de formas predefinidas, es necesario subrayar que elsaber requiere libre acceso a la información, pero también capacidad de eliminar el "ruido" de lo insignificante. Más que almacenar, lo decisivo es interpretar la información. El problema no es la disponibilidad, sino la valoración de la información (su grado de fiabilidad, pertinencia, significación, el uso que de ella puede hacerse).
El conocimiento que se atiene a lo concreto más que a lo general tiene una fuerte dimensión intuitiva. Desde el imperialismo de las ciencias de la universalidad, la intuición interpretativa ha sido presentada como una forma menor de conocimiento, cuando no algo completamente irracional. Pero la experiencia nos muestra que no es sensato prescindir de estos modos de conocimiento, especialmente en contextos de gran complejidad. Si pensamos en casos como la crisis provocada en buena medida por la matematización de la economía o en los desequilibrios ecológicos que implican ciertas tecnologías, lo que tenemos es un cuadro muy contrario: las pretensiones de exactitud han dado lugar a decisiones irracionales y solo las culturas de interpretación (esos entornos críticos en los que se interroga por la inserción social de las tecnologías, se discuten sus aplicaciones sociales, se hacen valer criterios éticos y políticos) han conseguido corregir su inexactitud social. La intuición interpretativa que practican las humanidades tiene un enorme valor epistemológico, heurístico y prudencial en espacios de gran incertidumbre (como son los de las sociedades contemporáneas).
Cuando las certezas son escasas, hacerse una idea general es más importante que la acumulación de datos o el examen pormenorizado de un sector de la realidad. Las interpretaciones generalistas orientan mejor que el saber especializado. Esta es la razón por la cual lo más demandado es adivinar el futuro. Las preguntas más inquietantes que nos planteamos tienen que ver con el posible devenir de las cosas (¿cuándo saldremos de la crisis?, ¿cómo va a evolucionar el terrorismo?, ¿de qué manera se comportarán los electores?). El saber de mayor utilidad no es el que se refiere a una utilidad inmediata o sectorial, sino el que permite hacernos una idea general de lo que va a suceder y gracias a lo cual podemos poner en marcha operaciones tan importantes como anticipar, prevenir, favorecer o asegurar.
La interpretación tiene además un especial valor en contextos dominados por la rapidez y el automatismo. Vivimos en unas sociedades en las que los flujos comunicativos nos atraviesan permanentemente. Pues bien, esa sociedad de flujos requiere filtros para evitar ser arrollado por la información sin sentido o el cliché banal. La verdadera soberanía epistemológica consiste en interrumpir, no reaccionar mecánicamente, no responder rápidamente al mail, resistir contra la aceleración, escapar del esquema estímulo-respuesta, no contribuir ni al pánico ni a la euforia, establecer una distancia, una dilación, posponer la respuesta y posibilitar incluso algo nuevo e imprevisible. La inteligencia y la libertad subjetivas necesitan constituirse, especialmente hoy, como centro de indeterminación e imprevisibilidad.
¿Tiene todo esto algún valor político especial? ¿Cómo se traduce políticamente la cultura de la interpretación? ¿En qué sentido puede afirmarse, como lo hace Martha Nussbaum, que la democracia necesita de las humanidades? Podemos entender esa aportación precisamente a partir del valor político de la interpretación. Nuestro destino colectivo está íntimamente ligado a la capacidad de interpretar nuestros hábitos cotidianos y nuestras necesidades, depende más del acierto a la hora de interpretar qué es una vida propiamente humana que de manejar los datos observables.
Si concebimos nuestras sociedades democráticas como sociedades que se interpretan a sí mismas, entonces tenemos mayores posibilidades de escapar del paradigma dominante que entiende la sociedad del conocimiento como el encuentro vertical entre los expertos y las masas. Puede entenderse la democracia como aquel sistema político que parte del presupuesto de que todos somos intérpretes. La sociedad es la puesta en común, frágil y conflictiva, de nuestras interpretaciones, algo más democratizador que la sumisión a unos datos supuestamente objetivos.
Contra el automatismo de los lectores, la idea de una sociedad de los intérpretes es más discontinua, compleja y conflictiva. A una sociedad así entendida no le corresponde una política entendida a partir del modelo de la mera gestión. Una política de la interpretación supone siempre abandonar los lugares comunes, reconsiderar nuestras prioridades, describir las cosas de otra manera, formular otras preguntas... Frente a esta indeterminación democrática, todos los sedicentes realistas han apelado siempre a los datos para impedir la exploración de las posibilidades. Pero sabemos que esto no es sino una forma sutil de poder que consiste en insistir en los datos sin cuestionar las prácticas hegemónicas a partir de las cuales se obtienen precisamente esos datos y no otros. Esa dimensión crítica de la interpretación la hemos aprendido en el cultivo de eso que llamamos humanidades, que son, por cierto, la mejor educación para la ciudadanía.
Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía, investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco y director del Instituto de Gobernanza Democrática.