En el inicio de los años noventa del pasado siglo, el triunfo de la democracia liberal frente al comunismo, con la caída del Muro de Berlín, parecía que iba a ir acompañado, de la mano de Ronald Reagan y de Margaret Thatcher, de un reforzamiento de la sociedad civil en detrimento del creciente poder del estado sobredimensionado. En España ha ocurrido justo lo contrario.
Los que peinamos canas desde hace algunos años, podemos recordar y llamar la atención sobre un cambio sustancial que se ha operado en la sociedad española en el espacio de cuarenta años. No se trata de nostalgia ni de reivindicar el final de una época autoritaria, superada gracias al gran acuerdo de la Transición de 1978. Se trata de constatar una realidad: en 1975 la sociedad civil española era más viva, activa e independiente que la presente de 2018.
Vayamos por partes. La Iglesia católica mantuvo y ganó una destacada posición en la sociedad durante aquellos años. Todos recordamos al Cardenal Tarancón; hoy muy pocas personas conocen el nombre del actual presidente de la Conferencia episcopal y la presencia pública de la Iglesia (y la asistencia a los oficios religiosos) es mucho más limitada.
Los colegios profesionales, singularmente el de Abogados (Antonio Pedrol) y el de Doctores y Licenciados (Eloy Terrón), raro era el día que no se manifestaban en defensa de alguno de sus colegiados y sus opiniones, sobre diversos aspectos de la vida política y cultural, estaban presentes en los medios de comunicación y en los debates públicos.
La Universidad era un ámbito de protestas y movilizaciones, en 1975, en favor de la libertad y sus catedráticos, muchos de ellos, eran prestigiosos maestros cuya opinión se escuchaba con respeto. Hoy, la ampliación desmesurada de universidades públicas, algunas casi sin alumnos, pero plagadas de profesores vitalicios colocados por los políticos autonómicos, ha hecho decaer el prestigio de la institución. En algunos casos, de manera dramática como hemos comprobado con el reciente escándalo de los “másters” de la Universidad Juan Carlos I.
Las Reales Academias han sido capaces de mantener una cierta independencia del poder político. Sus centenarios estatutos les han protegido de la invasión de un eventual cupo de miembros elegidos por los partidos políticos. Sin embargo, las academias actuales están, en muchos casos, ausentes del debate político nacional, cosa que no ocurría en 1975. Ejemplo: la absurda tontería progre de género que afecta “a todos y a todas” y la memoria histórica.
En el mundo de las finanzas, los Siete Magníficos, los siete presidentes de los principales bancos privados españoles constituían una respetable referencia de opinión y de acción. Los Consejos de administración de aquellos bancos estaban compuestos por un par de centenares de apellidos de familias cuyos nombres eran conocidos y sus opiniones tenidas muy en cuenta. Hoy muy pocos saben el nombre de los que componen el Consejo de Administración del BBVA. Ese mundo ha desaparecido y en su lugar observamos un peregrinaje sumiso de directivos del Ibex a la Moncloa, que apenas se atreven a opinar nada inconveniente o que pueda parecer molesto al gobierno.
En cuanto a los intelectuales, es evidente que muchos lectores han sido sustituidos, como señala Giovanni Sartori, por el homo videns. No obstante, el salto ha sido repentino y excesivo. Permítanme recordarles los nombres de José Luis López Aranguren, Julio Caro Baroja, Julián Marías, Javier Pradera... Independientemente de nuestro acuerdo o desacuerdo con sus opiniones, lo cierto es que no han surgido sustitutos. Puede decirse que los intelectuales influyentes han desaparecido del panorama público español. Rara vez se aprecia un debate en las Tribunas de opinión de la prensa. Un artículo, más o menos controvertido o políticamente incorrecto, pasa de un día para otro y sólo se salva si, gracias a la red, conoce una difusión y permanencia mayor que en el pasado.
Muchas asociaciones y ONG actuales son más bien apéndices subvencionados de los partidos políticos que expresión espontánea de la sociedad. En 1975, las subvenciones a las asociaciones y fundaciones prácticamente no existían y el ámbito asociativo, limitado y vigilado, al menos no dependía para su continuidad de la benevolencia del gobierno nacional de turno, de la autonomía o del municipio.
En 1975, los altos funcionarios de Estado, abogados del Estado, diplomáticos, jueces, etc., gozaban de un gran prestigio social como cuerpo y mantenían una cierta discreción con el nombre de sus componentes. Cierto que, también entonces, ocupaban las mayores responsabilidades administrativas, pero ahora es como si el incremento de la fama fuera en desdoro de unos y de otros. Lo vemos en los innumerables abogados del estado famosos como Cospedal, Soraya Sáenz de Santa María, Arias Cañete, el juez Garzón, el diplomático Moragas…
La pregunta es: ¿Por qué en nuestra democracia se ha producido esta involución, este debilitamiento de la sociedad civil? A mi juicio la respuesta es que lo que se ha reforzado es el poder del estado y, sobre todo, el régimen del 78 ha generado una administración mastodóntica. En España lo que hay es mucha administración y poca capacidad política del estado para proteger los derechos de los ciudadanos. Te vigilan y sancionan si te pasas en la carretera de velocidad diez kilómetros a la hora, pero no hay poder un político efectivo para proteger tu derecho a que tus hijos estudien en español en la escuela en algunas comunidades autónomas.
Se trata de vasos comunicantes: a más sociedad menor capacidad del estado; con más estado y administración, menor poder e independencia de los ciudadanos en una sociedad libre. El sistema político español de Estado de partidos, una democracia muy deficiente, ha facilitado a las administraciones unos recursos y capacidades de intervención, en todos los ámbitos de la vida social y privada, desconocidos incluso durante el final del régimen autoritario del General Franco.
En 1996, el PP llegó al gobierno con un programa de reducción de la presión fiscal y del tamaño del estado en beneficio de la sociedad civil. No lo cumplió por múltiples motivos que no vienen al caso. Lo que sí es cierto es que un programa liberal de futuro pasa por retomar aquel impulso reformista de 1996 y devolver a los ciudadanos un mayor protagonismo en detrimento de ese Gargantúa insaciable de recursos del contribuyente para alimentar al estado.
Guillermo Gortázar es historiador y abogado. Su último libro es 'El salón de los encuentros. Una contribución al debate político del siglo XXI' (Unión Editorial. Madrid, 2016).