La sociedad menos injusta

Por Benigno Pendás, profesor de Historia de las Ideas Políticas (ABC, 07/08/06):

LA gente sensata sabe que no hay alternativa, pero no está de moda hablar bien de la democracia de partidos. Pocos discuten la legitimidad, pero la opinión pública expresa su malestar mediante reproches y escepticismo. En los países anglosajones es frecuente escuchar que la política es «slize» (esto es, ruin, inmoral). En Alemania, los medios académicos han acuñado el término «hastío político». Proliferan los comentarios despectivos y a la vez indignados hacia los profesionales del poder y sus privilegios, reales o imaginarios, incluso en ambientes poco proclives al populismo antidemocrático. Las nuevas ínfulas del extremismo son el producto de un estado de ánimo que los partidos serios deberían tener muy en cuenta para prevenir las causas antes que lamentar a destiempo las consecuencias. Entre las críticas, hay una bien fundada: que lo urgente desplaza casi siempre a lo importante. He aquí una noticia que no debería pasar sin reflexión. Portada de ABC: «Arabia Saudí busca colegios en España para convertirlos en escuelas islámicas». ¿Cómo van las cosas por el mundo?
Más allá de nominalismos y apariencias, el tema de nuestro tiempo es la integración eficaz de los inmigrantes en la sociedad occidental. Ninguna solución es perfecta, como es notorio. El modelo permisivo británico, el famoso «Londonistán», saltó hecho pedazos con el atentado del 7-J. Rebelión sin revolución en los barrios periféricos de París: con o sin ley del velo, la integración en torno a los valores republicanos ya no sirve como sirvió a las generaciones anteriores. Holanda ha dejado de ser el paraíso de la tolerancia desde los asesinatos de Pim Fortuyn y de Theo van Gogh. Dinamarca, una sociedad homogénea en su psicología colectiva, ha sufrido entre irritada y perpleja la crisis de las caricaturas. Poco cabe esperar de la fórmula alemana: el «Gastarbeiter» es una especie de invitado, que se marchará algún día. Puede ser, pero resulta que algunos no se van nunca. En los Estados Unidos, el «melting-pot» no resulta aplicable a las minorías hispanas. Huntington, con aciertos y con errores, señala las diferencias: vecindad, escala, ilegalidad, concentración regional, persistencia y disputas históricas. Cosas de la geopolítica, dice. Ahora no llegan por el Golden Gate, la simbólica estatua de la Libertad en la isla de Ellis, sino a través de la frontera más transitada del mundo: casi cuatro mil kilómetros, una línea en el suelo y un río poco profundo. ¡Vaya frontera! El corredor Sonora-Arizona es un «desierto de la muerte», marcado por violencias sin cuento, olas de calor y viejas ambiciones irredentistas.
El multiculturalismo es un producto tardío de los «radical sixties» y del mito de la lucha de clases adaptado a un proceso migratorio a gran escala. Entronca con el lenguaje de la corrección política, dominante en ámbitos mediáticos y universitarios. Concluye (léase, por todos, a Will Kymlicka) en la defensa de cuotas, puestos reservados, derechos poliétnicos y, si procede, autonomías políticas. A veces es preciso reconocer verdades incómodas: el manto respetable de la tolerancia esconde formas de vida inaceptables desde la lógica de los derechos individuales, incluida la sumisión humillante de las mujeres. No vale invocar la libertad de expresión para escribir libros que enseñan cómo azotar a las esposas. La sociedad abierta no es compatible con guetos excluyentes donde se practican la explotación y la discriminación sexual y moral. Pregunta falaz: ¿qué pasa si la sumisión es voluntaria? Respuesta sencilla: un contrato para venderse como esclavo es nulo de pleno derecho. Ninguna costumbre arraigada puede justificar prácticas de mutilación genital o la compraventa de seres humanos. ¿Estamos de acuerdo?
Desde el punto de vista de la teoría política se plantean dos problemas capitales. El primero, tal vez el principal, es el debate sobre la jerarquía de las libertades. Parece que los políticos van por delante de los intelectuales. Entre los ministros del Interior de la Unión Europea no es extraño escuchar declaraciones de este tenor: «el primer derecho es la seguridad; sin ella, no sirven de nada los demás». Hay que insistir en el equilibrio razonable entre principios igualmente valiosos. Las democracias tienen derecho a defenderse a través de medidas proporcionadas, previo debate y aprobación por instituciones representativas y bajo los controles genuinos del sistema constitucional. Esto significa que las libertades públicas no sufren menoscabo si se jerarquizan de acuerdo con los requisitos señalados. El segundo, el más atractivo, hace referencia a los límites de las ideas extremistas. Después del 7-J, las autoridades británicas anuncian un análisis de los sermones, de las páginas web y de las publicaciones difundidas en ciertas mezquitas. El objetivo es impedir expresiones que fomenten, justifiquen o glorifiquen la violencia, inciten a cometer actos terroristas o promuevan el odio entre comunidades raciales o religiosas. Los autores serán incluidos en una base de datos y podrían ser expulsados del país, o, en su caso, se les prohibiría la entrada. El debate en los medios ha sido contundente. Según algunos, se pretende criminalizar el pensamiento y la conciencia. Según otros, sería preciso exigir a las escuelas islamistas (al menos, a las subvencionadas) que enseñen en inglés y no en la lengua de origen. El asunto es complejo, pero no hay razones para defender la merecida condena al antisemitismo de origen fascista y, en cambio, mirar para otro lado ante los asaltos a cementerios judíos y sinagogas que alienta el islamismo radical. En ambos casos es una doctrina racista y repugnante. Por ello, según las pautas del Estado de Derecho, la defensa de la democracia justifica la vigilancia estricta de los «predicadores del odio», centro y eje del tejido social que sustenta a los criminales.
Mestizaje, yuxtaposición de culturas o inmigración a gran escala son fenómenos reales y no meras expectativas o temores, como escribe con razón B. Parekh. Pregunta habitual en los foros internacionales. ¿Qué hacen ustedes en España? Respuesta, sólo para nosotros: en el mejor de los casos, mirar para otro lado. En tiempos de bonanza, discreta demagogia de buen tono progresista. Cuando vengan mal dadas, llegará la hora del populismo intransigente, al amparo de los prejuicios al uso. Es imposible escarmentar en cabeza ajena, pero todavía es el momento de exigir, a los que llegan y a los que ya estamos. Por supuesto, en materia de legalidad, de comportamiento digno o de derechos y deberes laborales. En lo que ahora importa, en la educación y práctica obligatoria de los principios de una sociedad abierta. Las «madrasas» financiadas con los dólares del petróleo son la fuente del radicalismo islamista. Al-Andalus es un bocado muy apetitoso, como nos recuerda Al Qaida de vez en cuando mientras nosotros planeamos las vacaciones y acaso discutimos sobre naciones sedicentes. Esta vez el conflicto árabe-israelí va más en serio, si cabe. Ya sabemos a quién prefiere el Gobierno. Losespañoles -antes o después del drama humanitario- no está tan claro, si es que algo nos importa por estas fechas más allá del recuento de los días de libranza. Cerca de cien mil alumnos quieren recibir clases según la doctrina del Islam . ¿Qué les van a enseñar? Incluso en su versión más suave, el Corán predica la segregación excluyente. ¿Podemos hablar claro? Occidente ha creado la civilización menos injusta de la historia: democracia constitucional, economía de mercado, sociedad de clases medias. Intenta liberar al ser humano de la temible herencia del fanatismo, siempre dispuesto a regresar. Pero no hay que ser ingenuos: ¿se ha ido alguna vez?