La soledad de Venezuela

Hay un sentimiento dominante en la Venezuela de hoy: pese a los niveles de conflictividad extrema que se viven, la resolución final estará en manos de los mismos venezolanos. No serán los jugadores de ajedrez los que canten el jaque mate, sino las propias piezas que se mueven en el tablero. Hay quien quiere creer que el conflicto ha escalado a una instancia multilateral pero es más bien el pulso de los días, el peso de las víctimas, las gestas cívicas de voto organizado, lo que reducirá lentamente el conflicto hasta lograr la paz duradera. Esa añoranza de creer que la resolución vendrá de afuera, sin ánimo de criticar a las múltiples voluntades que nos apoyan, hace tiempo que desapareció del espíritu de los ciudadanos insomnes que hoy defienden la tradición republicana en la calle. En medio de gases y perdigones, al menos una lección constructiva hemos corroborado: al venezolano le gusta votar. Lo viene haciendo desde 1958, e incluso antes, aprobando en la década de los años treinta el voto femenino. Ese ADN democrático del voto está muy sembrado en la conciencia venezolana: le sirvió a Chávez mientras la chequera petrolera permitía el despilfarro y el saqueo de las arcas públicas, y le sirve hoy a los votantes que quieren un cambio sin que los herederos de Chávez, convertidos en dictadores, se lo permitan. Quién sabe si la misma obstrucción del voto ha sido el detonante de la crisis.

No ha sido una lección fácil de asimilar la pusilanimidad del contexto de naciones, sobre todo porque la tradición venezolana en sus años democráticos priorizó la solidaridad con las naciones necesitadas. El destierro español, italiano o portugués, ya sea por razones políticas o por hambre, tuvo en Venezuela un refugio seguro y a la larga significativo. Luego en los años setenta, cuando el Cono Sur se sembró de dictaduras, abrimos los brazos a intelectuales, científicos o profesionales chilenos, argentinos o uruguayos. Y en tiempos más recientes, dependiendo de las penurias económicas de sus países de origen, hemos tenido sucesivas oleadas de colombianos, ecuatorianos, haitianos o dominicanos. A estos últimos los recordamos especialmente cuando en días recientes la República Dominicana votó en contra de la Carta Democrática promulgada por la mayoría de los países de la OEA. Las víctimas que a diario caen en la calle no fueron argumento suficiente para torcer un voto que ha debido tener presente nuestra condición de buenos anfitriones.

Pero más allá de sentimientos encontrados o decepciones la crisis es enteramente propia. Responde en gran medida a condicionantes históricas y, bajo ese mismo tenor, la superaremos. Tampoco se trata únicamente de allanar el escollo de una clase gobernante que viene de la ultraizquierda, se nos vendió como socialista y ha terminado como un régimen de facto, sino también de revisar las fallas o carencias que tuvo nuestro período democrático (1958-1998), sobre todo en cuanto al gran desafío de reducir la pobreza. Queda claro que no aspiramos ni al país de hoy (destrozado) ni al país de ayer (insuficiente), sino a un replanteamiento de la apuesta republicana que tiene desafíos colosales: superar la pobreza con programas eficientes, recuperación económica fomentando la iniciativa privada, educación abarcante, avanzada y especializada que nos permita convivir en un mundo altamente competitivo. Los errores se han pagado caros y nunca pensamos que la penitencia fuera tan cruenta, pero sin duda que el país debe y tiene cómo salir adelante, con aprendizajes que servirán para no caer en los mismos errores del pasado y capacidad para anticiparse a los que no conocemos.

Las políticas públicas deben cambiar por completo y la nueva clase gubernamental debe caracterizarse sobre todo por su alto profesionalismo y su probidad. Mención aparte merece el estamento militar, cuyos integrantes se han convertido en verdugos de los ciudadanos. El país tiene que pensar qué papel quiere darle a las Fuerzas Armadas y cómo puede servirle a la ciudadanía.

Los tiempos de soledad ya comenzaron y proponen, como primer paso, un gobierno de unidad. Soledad entendida como unión de voluntades, como convicción compartida, como solidaridad automática entre los ciudadanos de bien. Es la hora de la ciudadanía, y también del futuro que todos añoramos. Y la ciudadanía no retornará a sus hogares hasta que la calle sea para caminar, el parque para disfrutar o la escuela para convivir. Quien no entienda el clamor profundo de un país que bulle por dentro o es un ciego o es un criminal.

Antonio López Ortega es escritor y editor.

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