La soledad (y desesperación) de las familias cuidadoras

Que haya que volver tantas veces al mismo tema aunque hayan pasado casi veinte años desde que en España se empezó a estudiar a las familias que cuidan a personas con dependencia! La noticia reciente de la muerte de una mujer de 80 años con demencia senil desde hace veinte, según un medio escrito de Córdoba, a manos de su marido de 78, con quien había convivido durante cincuenta años y que era su cuidador, padres de un hijo único que vivía en otra ciudad, pone de nuevo sobre el tapete de las necesidades sociales la urgencia de la aplicación de la conocida como Ley de la Autonomía Personal. Además el caso viene a ser paradigmático en algunos aspectos relacionados con los cambios familiares, como son la disminución del tamaño de las familias y la movilidad geográfica, lo que implica un menor potencial de cuidado familiar. Al mismo tiempo muestra la tendencia observada recientemente en los varones en su dedicación al cuidado, aunque la presencia femenina sea todavía masiva. La prensa escrita informa de las declaraciones de algunas personas responsables de los servicios sociales de Córdoba en el sentido de mostrarse prudentes a la hora de englobar ese hecho en lo que se denomina 'violencia de género', por cuanto la dedicación del esposo al cuidado constante de la enferma había sido la tónica hasta ahora. Se da a entender que podría haber sido un caso de desesperación.

Probablemente ya no sabremos nada más de este caso. El esposo será quizá internado en un geriátrico, nadie se responsabilizará de nada, y la actualidad seguirá su curso. No es el primer suceso de este tipo, ni por desgracia será el último en el que se tengan que producir tragedias semejantes. La situación de una persona (mayor o no tanto) que cuida de otra sin apoyo externo, no sólo material sino muchas veces ni siquiera afectivo, puede llevar a su desistimiento. La ayuda a las familias cuidadoras, al contrario de lo que se ha argumentado desde ciertas perspectivas ultraliberales, no lleva a que éstas desatiendan sus deberes, sino precisamente a que puedan ejercerlos y no abandonen. Además, sin llegar al grado de violencia del hecho, muchos casos de malos tratos en la vejez se producen bajo la forma de negligencia o abandono por parte de la persona cuidadora, que en demasiados casos no sabe, no puede y no tiene medios materiales ni económicos para cuidar en situaciones prolongadas y estresantes. Y esto es así aun teniendo en cuenta que la inmensa mayoría de las personas cuidadoras, aun estresadas, no infligen ningún tipo de maltrato a la persona cuidada.

Es cierto, no obstante todo lo dicho, que se ha avanzado en los últimos años. Se ha pasado del desconocimiento social del problema, de la ausencia total de interés de los responsables de las políticas públicas, y por tanto de servicios adecuados para atender sus problemas, a la extensión más o menos amplia de una conciencia social creciente de la necesidad de ayuda, a una mayor experiencia personal de los individuos, porque muchas personas se encuentran con algún padre o madre muy mayores dependientes, y a situar en la diana de las políticas sociales y sanitarias la atención a las personas que sufren dependencia y a sus familias. A mediados de la década de los noventa comienzan a publicarse en España los primeros estudios, y aparece con toda su crudeza el abandono al que la sociedad y los políticos responsables de su bienestar sometían a las personas que cuidaban de un familiar que requería atenciones personales constantes. Diversos profesionales desde la investigación, y otros desde su responsabilidad en instituciones de bienestar, comienzan a analizar la situación de soledad en la que las mujeres de esas familias se encontraban, porque las cuidadoras eran ellas en el 80% de los casos. Sólo el cónyuge de la mujer cuidadora, en menor medida los propios hijos y de formas distintas según los casos los hermanos y hermanas de esas mujeres cuidadoras prestaban algún tipo de apoyo. Se comenzaron a evaluar los diferentes tipos de costes que debían asumir. Económicos, por cuanto algunas de esas mujeres habían tenido que abandonar sus trabajos, o no podían volver al mercado laboral que dejaron al tener hijos, y porque algunos de los costes materiales derivados de la atención a una persona enferma no eran subvencionados por la Seguridad Social ni ninguna institución. Asimismo, los costes emocionales se revelaron altos, sufriendo muchas de esas cuidadoras deterioros más o menos importantes en la salud física y/o mental, experimentando aislamiento social al quedar su ámbito de relaciones circunscrito al hogar, pues las tareas del cuidado les consumían las 24 horas del día de los 365 días del año, sin salidas, sin descansos, sin vacaciones. Y lo que es peor, sin ningún reconocimiento social.

Poco a poco surge de ese conocimiento un interés nuevo por apoyar a las personas que sufren algún tipo de discapacidad y a sus familiares cuidadores. En 1993 se publica el Plan Gerontológico Nacional (Nacional fue su apellido) que aborda por primera vez la necesidad de hacer frente a las demandas de cuidados que presenta el envejecimiento de la población. Nunca dispuso de dinero -algo absolutamente incongruente en cualquier plan- y, tras haberse publicitado durante algunos años en diversos ámbitos médicos y gerontológicos en general, acabó sirviendo de base a los distintos planes que las comunidades autónomas fueron con mayor o menor éxito poniendo en marcha, tras la descentralización que se produjo de los servicios sociales. Ya desde entonces empezaron a vislumbrarse desigualdades interregionales.

El conocimiento y la conciencia de las nuevas necesidades emergentes, que se originan por razones demográficas y por los cambios sociales, culturales y económicos sucedidos en España que afectan a la situación de las mujeres en el mercado de trabajo y a la organización, tamaño y estructura de la familia, llevan a buscar soluciones avanzadas, a fin de hacer frente a la dependencia que se estima creciente. Desde el IMSERSO un grupo de expertos trabaja seriamente durante unos años, y se elabora el Libro Blanco de la Dependencia, que se acaba publicando en diciembre de 2004. Sobre su base, y después de diversas modificaciones de los distintos borradores a petición de los políticos del ramo, porque el gasto que se preveía era notable, por fin se aprueba el 30 de noviembre de 2006 por el Congreso de los Diputados la denominada Ley de promoción de la autonomía personal y atención a personas en situación de dependencia, que se celebró como una de las mejores iniciativas del Gobierno anterior, aunque con críticas sobre diferentes aspectos. Éstos hacían referencia a los cálculos estimados, a los plazos para la atención de las personas según su grado de dependencia, a las diferentes aportaciones económicas de los distintos agentes, a la incapacidad del Estado para imponer el cumplimiento de la ley o al copago, entre otros.

A día de hoy la ley permanece, como tantas veces ocurre, prácticamente en el limbo de lo nominal. Más de un año después de su promulgación se acusa al Gobierno central de no aportar los fondos suficientes a las comunidades autónomas, incumpliendo así la ley, pues no aporta el 50% de las prestaciones que se conceden. Y se critica que siendo preceptivo el derecho a recibir los servicios por dependencia a partir del 1 de enero de 2007, todavía no haya sido posible, y diversos familiares están comenzando a solicitar las ayudas que les habrían correspondido si su familiar enfermo no hubiera muerto ya, puesto que el fallecimiento ha ocurrido después de haber sido evaluado su grado de dependencia y reconocido su derecho a la prestación. Una cuestión importante son las desigualdades en el trato que los ciudadanos pueden experimentar dependiendo de en qué comunidad autónoma residan. Otro aspecto fundamental es que se ha hecho la ley sin tener en cuenta las necesidades sanitarias de las personas dependientes, por tanto de espalda a los servicios sanitarios.

La ley tiene fallos, y quizá habría sido más prudente organizar el entramado de los servicios desde la evaluación del grado de dependencia y de los recursos que posee la persona dependiente, siguiendo los mismos criterios en todas las comunidades autónomas; disponiendo de, o planificando, los recursos necesarios humanos, materiales y económicos de las administraciones; y que la puesta en marcha efectiva de la ley se hubiera ajustado a cálculos realistas y no electoralistas, para no crear falsas expectativas en tantas personas necesitadas de apoyo en una sociedad que ha cambiado tanto. Aún se está a tiempo de rectificar algunas cosas, y sobre todo de aprovechar al máximo un instrumento tan aplaudido por todo el mundo y tan necesario para mejorar la calidad de vida de las personas que sufren dependencia y sus familiares cuidadores.

María Teresa Bazo, catedrática de Sociología de la UPV-EHU.