La soledad

La soledad es muy dura. Y es muy dura porque nos priva de lo que más precisa el ser humano: el amor, el cariño, el afecto. Y es que quizá sea el amor lo que más necesitamos en nuestra andadura vital; como dice San Juan de la Cruz: «al atardecer de la vida nos examinarán de amor». La soledad no es sólo de naturaleza física -no tener a nadie al lado- sino sobre todo anímica. Ese tremendo sentimiento de que no importamos a nadie, de que nadie nos echa en falta, de que nadie nos llama.

En nuestra sociedad, tan avanzada en todos los aspectos técnicos y de bienestar, no deja de ser una grave anomalía que se haya titulado a la soledad como la epidemia del Siglo XXI. Y la soledad además de consecuencias anímicas tiene, según los expertos, unas graves consecuencias en la salud global, con un enorme coste económico y con un impacto directo entre muchos quebrantos de nuestra salud, principalmente en los suicidios. Según alguna fuente consultada, el suicidio duplica a las muertes por accidente de tráfico, y es la principal causa de muerte entre los españoles de entre 15 y 29 años. Y la causa de esos suicidios es principalmente la desafección, la soledad, el aislamiento.

La soledadPero es importante precisar que hay dos grandes facetas de la soledad: estar solos, y sentirse solos. Hay personas acompañadas que se sienten solas y personas solas que se sienten acompañadas. Lo que prima es el sentimiento. Y ello tiene una consecuencia muy positiva: mientras que muchas veces la presencia física de otras personas no es posible, sí que podemos sentirnos acompañados, sobre todo si tenemos conversaciones y contacto con otras personas. Eso se puede lograr.

Hay estadísticas -más o menos fiables, pero ciertas en lo esencial- que nos dicen que en el mundo una de cada tres personas está sola. Y en España las estadísticas dan la tremenda cifra de cinco millones de personas que viven en soledad. Muchos -pero no todos- son ancianos que a veces pasan meses sin que nadie les visite. Y sin duda ese fenómeno de no visitar o ver al amigo o al familiar es mucho más frecuente en las ciudades que en los pueblos. Las ciudades son más inhumanas, por lo que, si vivimos en ellas, y tenemos seres queridos por lazos de sangre o de amistad que están solos, deberíamos proponernos verlos de vez en cuando, hablar con ellos, cambiar impresiones; en definitiva, que sepan que no están solos.

En EE.UU. el número de personas que no tendrán familia cercana con ellos se duplicará en 25 años. En Francia, en un estudio que se hizo hace cuatro años sobre la idea de suicidarse llamando al 112, se comprobó que el 23% era a causa de la soledad. Ahora, en ese país, nueve millones de personas viven solas. Y como dato curioso de la gravedad del problema, decir que en el Reino Unido se trató de impulsar una estrategia política, dotada presupuestariamente, para atender los problemas que origina la soledad de los ciudadanos, lo cual da idea de la gravedad del tema. Y el tema es grave porque incide en lo más preciado de las personas: la felicidad.

La soledad lo que seguramente arrastra como principal ingrediente es la tristeza. Es difícil que el que esté solo sea feliz. Le falta algo esencial para una vida razonablemente grata como es la comunicación. Es curioso que en una época como la que vivimos, dominada por el imperio de la comunicación, sea una época en la que domina la incomunicación sentimental entre las personas. Siempre me impresiona cuando voy en el metro o en un autobús el silencio total de los pasajeros, que no cruzan una palabra entre ellos (salvo que uno le pise a otro).

Si estamos de acuerdo en que la soledad no es buena hay que poner los medios para alejarla de nuestras vidas. Vaya por delante que, aunque tengamos compañía habitual, no es malo, sino todo lo contrario, tener cada día o cada poco tiempo, recogimiento interior en el que con el silencio por dentro valoremos lo que nos pasa, proyectemos acciones e incluso soñemos un poco. Por mucho que nos entreguemos a los demás hay un «sancta sanctorum» muy íntimo que debemos resguardar y no dar a nadie. Así mismo, es muy positivo tener a lo largo del día algún rato de silencio en que hablemos con nosotros mismos.

Un arma formidable contra la soledad es la literatura; en su más amplio sentido. Hay que leer, hay que oír la radio, ver la televisión, y sobre todo hablar con la familia y los amigos, porque toda esa dedicación nos acerca a otras personas, nos hace conocer sucesos de mayor o menor interés y sobre todo la lectura nos da entrada a otros mundos, a otros caracteres, otros sentimientos; en definitiva, leer nos saca del aislamiento. Se dice, con buen criterio, que «un libro es un amigo». A lo largo de nuestra vida cuánto hemos disfrutado, o sufrido o reído con personajes de la novela que a veces se nos han metido dentro. Leer es un gran antídoto contra la soledad. Y algo parecido ocurre con las películas, aunque no sea lo mismo, porque la lectura excita y espolea nuestra imaginación, lo que no ocurre con la misma intensidad en lo que vemos.

Y desde luego hay que hablar. Primero con la familia cercana, y luego con los amigos. En la medida de lo posible hay que volver a las comidas y/o cenas familiares, pues a veces nuestros hijos resultan unos desconocidos y el marido y la mujer deben hablar todo lo posible. Siempre me ha impactado ver en un restaurante a una pareja comer en un silencio monacal.

Por otra parte hay que tener amigos, y cultivarlos. Es algo esencial en nuestras vidas, pues nos enriquece y nos introduce en un mundo común. Lo de «un amigo es un tesoro» es una gran verdad. Es cierto que hay muchas personas que por mil razones no tienen amigos. Y ahí una buena iniciativa de los ayuntamientos es montar centros de reunión y actividades a los que se pueda acudir con la certeza de que allí voy a encontrar personas con las que poder hablar y esparcirme. Las experiencias que conozco son muy positivas. En definitiva, levantarse a la mañana y poder decir ¡no estoy solo! Y no tener que entonar el triste verso de Gabriela Mistral: «Me voy de ti con tus mismos alientos! Me voy de ti con vigilia y con sueño!».

Juan Antonio Sagardoy Bengoechea es Académico de Número de la Real de Jurisprudencia y Legislación y Miembro del Colegio Libre de Eméritos.

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