La solidaridad que EE. UU. necesita

La lucha contra la COVID-19 y el cambio climático comparten, en su centro, la misma tensión profunda, especialmente en las democracias: en ambos casos las medidas necesarias para que todos nos salvemos implican costos que amplían las desigualdades existentes. En una época en la que Estados Unidos y otras democracias necesitan solidaridad, la agitación y división civil resultantes alimentan (y están siendo alimentadas) por el populismo.

En EE. UU., la desastrosa respuesta a la pandemia exacerbó las divisiones de clase, raciales, étnicas y etarias. Cerrar el 60 % de la economía durante meses y luego reabrirlo en forma desigual en los distintos estados ha enfrentado a quienes pueden trabajar de manera remota y prefieren seguir cuidándose y quienes no tienen esa posibilidad y, por lo tanto, consideran que las medidas de salud pública equivalen a un suicidio económico.

El 40% de la economía que continuó funcionando todo este tiempo está a cargo de «trabajadores esenciales», un grupo compuesto en forma desproporcionadamente alta por estadounidenses negros y de tez oscura con bajas remuneraciones. Este grupo tiene una probabilidad hasta cinco veces superior a la de los blancos de ser hospitalizado por la COVID-19 y —con 37 000 estadounidenses negros fallecidos a causa de la enfermedad— más del doble de probabilidades de morir. Con esas brechas se interseca el impacto diferente del coronavirus sobre los estadounidenses más jóvenes y los de mayor edad, aunque los chistes que se refieren a la COVID-19 como «limpiadora de baby boomers» han ido desapareciendo porque todos los segmentos etarios han sufrido muertes y graves consecuencias para la salud.

Más allá de las consecuencias para la salud, los jóvenes están pagando un mayor precio social, educativo y económico por los confinamientos que los estadounidenses más viejos. La tasa de desempleo entre los menores de 34 años está en los dos dígitos, mientras que McKinsey & Company estima que la interrupción de las clases costará 110 000 millones de dólares en ingresos anuales a quienes están estudiando hoy. Y estas son solo las consecuencias que podemos medir.

Nada de esto era inevitable, la deficiente respuesta estadounidense ante la COVID-19 es un problema de liderazgo, no de gobierno. Otras democracias —entre las que se cuentan países geográfica y culturalmente tan diversos como Corea del Sur, Nueva Zelanda, Alemania y Ghana— han mantenido las tasas de contagio bajo control hasta el momento. Y aunque en gran medida se considera que la China comunista respondió mejor ante la pandemia que EE. UU., Taiwán, un país democrático, logró mejores resultados todavía... y sin ocultar información sobre la difusión del virus.

El problema reside en el estilo particular de liderazgo populista extremadamente evidente en la gestión del presidente Donald Trump, pero que también asola a otros países, desde Polonia, con el partido Ley y Justicia (PiS), hasta las Filipinas, con el presidente Rodrigo Duterte. Esos líderes abordan las dificultades culpando a otros y procuran fortalecer su apoyo dentro de un subgrupo particular, fomentando la división.

Ese tipo de liderazgo erosiona la confianza y reduce la probabilidad de que la gente tenga fe suficiente en su autoridad y pericia como para respetar las pautas de salud pública. También evita y destruye cualquier idea de sacrificio compartido.

Allí reside la semejanza entre las respuestas a la COVID-19 y al cambio climático: para enfrentar cargas y costos muy grandes e inesperados, todos debemos comprometernos a pagar o renunciar a algo.

Ciertamente, la solidaridad es mucho más difícil de sostener cuando el sacrificio es desigual. Al igual que con la actual pandemia, los efectos y costos del cambio climático se distribuyen de manera desigual entre las distintas poblaciones y dentro de ellas. Quienes se beneficiaron por la generación de riqueza en la era industrial estarán muy lejos de pagar la parte que les corresponde de los costos heredados en el siglo XXI.

Pero abrazar la solidaridad ofrece a todas las democracias aquejadas por tensiones raciales y étnicas —ya sea al interior de las poblaciones nativas, o entre quienes se consideran nativos y los inmigrantes— una posible salida. En su libro de próxima publicación sobre «raza, solidaridad y el futuro de Estados Unidos», el veterano de la marina estadounidense y ex miembro del programa White House Fellow (una iniciativa extremadamente competitiva de la Casa Blanca, que otorga experiencia de primera mano en el funcionamiento del gobierno federal) Theodore Johnson define la solidaridad nacional como «la versión cívica de la regla de oro», que exige que todos «defendamos activamente el derecho a la igualdad y la libertad» para nosotros y nuestros conciudadanos.

Johnson sostiene que los afroamericanos y miembros de otras comunidades minoritarias tienen una profunda experiencia en solidaridad. Michelle Alexander, autor de The New Jim Crow, hizo un llamado similar a una «política de solidaridad profunda basada en el amor».

La solidaridad vale oro y es necesaria. EE. UU. junto con Japón, China, Rusia y gran parte de Europa tienen problemas por los desequilibrios demográficos: un déficit de jóvenes para mantener a un tsunami de jubilados. Pero EE. UU. cuenta con una ventaja comparativa, porque tanto la inmigración como una población joven más diversa contribuyen a su crecimiento económico.

Los blancos no son mayoría entre los estadounidenses de menos de 18 años. Para 2027 dejarán de ser mayoría entre los menores de 30 y para 2045, no lo serán en absoluto. Si EE. UU. se toma el cierre de la brecha racial como una misión nacional, para que esas disparidades económicas, educativas y sociales simplemente sean acordes a la demografía estadounidense en vez de concentrarse desproporcionadamente en las comunidades negras y de tez oscura, abrirá la puerta a una enorme y duradera innovación.

A lo largo de su historia, la democracia estadounidense ha innovado para ajustarse al cambio tecnológico, las guerras, las pandemias y otras conmociones. Su permanencia demuestra que una sociedad que se rige por principios liberales, el estado de derecho y los representantes electos puede existir y prosperar durante siglos. EE. UU. se acerca al 250.° aniversario de su fundación y los estadounidenses deben abrazar la diversidad de su país como fuente de fortaleza y solidaridad, que les permitirá superar los desafíos colectivos internos y externos.

La política populista es una política de división que define «al pueblo» que los líderes populistas afirman representar en contraposición con otros: extranjeros, elitistas, cosmopolitas, globalistas, urbanitas o personas de otro color, raza o credo. Por el contrario, la política de la solidaridad es una política de unidad que nos recuerda la amenaza al planeta que nos pone a todos en peligro. Eligiendo una respuesta que combine la equidad y el existencialismo podemos salvar tanto a la democracia como a nuestro planeta.

Anne-Marie Slaughter, a former director of policy planning in the US State Department (2009-11), is CEO of the think tank New America, Professor Emerita of Politics and International Affairs at Princeton University, and the author of Unfinished Business: Women Men Work Family. Sharon E. Burke, former US Assistant Secretary of Defense for Operational Energy, directs New America’s Resource Security Program.


Una versión de este artículo aparecerá en «21st Century Diplomacy: Foreign Policy is Climate Policy» (Diplomacia del siglo XXI: la política exterior es política climática», un proyecto del Wilson Center y Adelphi.

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