La solución, nosotros

Si por alguna razón, verídica o inventada, nos viéramos en la necesidad de condensar en pocas palabras la no poco complicada situación política actual de nuestro país, y sin pretensión alguna de comparación con ilustres precedentes (Ortega, Azaña) el lector me permitiera el recurso de tres palabras con similares letras iniciales, definiría así el panorama. Estaríamos ante una sociedad desilusionada. La gran carga de elementos positivos y hasta ilusionantes que, en gran parte, estuvieron presentes en casi todos los ciudadanos (no todos, claro está: los temores no estuvieron ausentes del todo aunque no se suela confesar) en los años de la transición por la forma de consenso pacífico y renuncia a los dogmatismos de unos y otros y el gran acuerdo de no hurgar en pasadas responsabilidades, bajo la regia llamada a todos para mirar al futuro en una general empresa, esa gran carga creemos que ha desaparecido. O que «la han hecho desaparecer». En su lugar, la manipulación de «lo anterior» convertido en arma para la lucha política, el no asumir bondades y maldades, los cambios inútiles de todo y hasta las cainitas revanchas de siempre. Lógicamente estos grandes olvidos han ocasionado una alta cuota de desilusión: «No es esto, no es esto», que muy posiblemente volvería a exclamar Ortega al conocer lo de la Memoria Histórica o la gran preocupación por el «enorme problema de los crucifijos».

En segundo lugar, una sociedad desunida. No caigo en lo de rota o no rota. Pero sí digo, por muy poco popular que resulte, que la fórmula utilizada para solventar la necesaria descentralización y el necesario reconocimiento de la pluralidad de formas de ser concurrentes en la Península Ibérica (esa fórmula absurdamente conocida como Estado de las Autonomías (?) ha constituido un penoso fracaso. El asunto comienza en la misma redacción constitucional. Se premiaba el llamado «hecho diferencial» que era precisamente lo que dividía y no lo que unía, se generalizaba el factor autonómico hasta extremos cercanos a lo ridículo y, sobre todo, se dejaba abierto el proceso de delegación de competencias propias del estado en las llamadas Comunidades Autónomas. Precisamente en esto último es donde hay que situar el penoso «chalaneo» que, fundamentalmente por razones electorales, hemos presenciado en estos últimos años. Las Comunidades han amenazado con esto o aquello y el Estado ha ido cediendo incomprensiblemente. Con ello es el mismo Estado central el que se ha debilitado, en momentos en que para «pesar» algo en la Unión Europea está primando justamente lo contrario y en el panorama nacional lo que ha vuelto a aparecer es el particularismo que, en expresión de Ortega, conducía a lo invertebrado. Lo que importan son los intereses de cada una de las partes, en muchas ocasiones basados en lo «peculiar» que fácilmente se inventa, y no lo que la totalidad del país requiere. Y, curiosamente, en los momentos de crisis que padecemos, nadie se ha atrevido hasta ahora a entrar a fondo allí donde en realidad habría que entrar: multiplicación de parlamentos, diputados, gobiernos regionales, legiones de Consejeros, Viceconsejeros, Directores Generales, Comités Consultivos, Defensores regionales, coches oficiales, escoltas en abundancia, derroches en actos oficiales y así hasta casi el infinito. ¿Realmente puede nuestro país mantener económicamente este gran tinglado?

Y, en tercer lugar, una sociedad desorientada. Aquí es donde, en realidad, queríamos llegar con el título que encabeza estos párrafos. Y por qué la causa de esta orientación. Es decir, cuál es la razón de esta ausencia de creíbles soluciones. Si uno presta atención a lo que es posible oír en la calle, tiene que echarse a temblar: «es que todos son iguales», y «los otros harán los mismo» y lo más hiriente, «y si yo pudiera también lo haría».

El origen del problema quizá también hay que buscarlo en el mismo texto constitucional. Desde el principio se sentaron dos afirmaciones o supuestos: íbamos a una democracia representativa y, en la misma, los principales sujetos de la representación y de la participación eran los partidos. Llegaba el momento de «desquitarse». Por ello, a la hegemónica regulación del art. 6º y de todos aquellos supuestos de nombramientos por el Parlamento, los partidos, con el apoyo de la vigente Ley Electoral, se han convertido en los únicos protagonistas de la vida política. Y ello a través de los más variados caminos: distribución por cuotas según votos en el hemiciclo, sumisión total en el seno de los grupos parlamentarios, fuerte disciplina de voto, listas cerradas y bloqueadas, etc. Los partidos han roto el natural ámbito que la misma democracia posee y, a veces con la sumisa tolerancia de los sindicatos, y han implantado su reinado. Es decir, hemos entrado en la situación de partitocracia, con toda la gravedad que esto comporta. La buena y objetiva cabeza del prof. Alejandro Nieto ha llegado a afinar todavía más las definición: estamos en «una oligarquía económico-política». A la vez e igualmente desde los momentos de la elaboración constitucional, se ahogan sin piedad los posibles supuestos de participación directa de los ciudadanos. Se quería una democracia de partidos y casi únicamente de partidos. Y ello no solamente en la cicatera regulación del referéndum: se llega hasta la imposibilidad de que sean los ciudadanos quienes puedan instar una posible reforma de la Constitución.

¿Entonces? Pues, a mi entender, lo que en el título hemos anunciado. Cerrados todos los posibles cauces (y creemos que este problema no se solventa con una reforma constitucional del tipo que fuere) lo que queda es la voz y la actitud de los ciudadanos. Resulta urgente reforzar la vigencia de una auténtica cultura cívica, sedimento de todo régimen político que aspire a la continuidad. Es preciso salir, a la vez, de la panmediocridad que sufrimos. Si la sociedad es mediocridad consentida, mediocre será todo cuanto de ella salga: políticos, educación, Universidad, arte o pensamiento. Y como las vías establecidas han quedado cerradas para ello, según hemos resumido, los ciudadanos, a la postre oficialmente propietarios de una hurtada soberanía, tienen y pueden llevar a cabo la labor de despertar dormidas conciencias. De fomentar el espíritu crítico. De denunciar el gran engaño de lo «políticamente correcto». Y si esto es lo que cada uno puede hacer en su ámbito y en el de sus posibilidades, resulta mucho más efectiva para este despertar de la alienada o egoísta sociedad, la proliferación de grupos expresamente dedicados a este menester.
En estos últimos años, nuestro país ha conocido ese pluralismo asociativo que el gran Tocqueville señalara como característica de la democracia en América. Pero ocurre que, en su casi totalidad, estos grupos y asociaciones se están limitando a la reivindicación de sus propios intereses. Y no es eso. Hay que ir más allá, como en otras ocasiones ha ocurrido en nuestra historia política. Recuérdese la lucha contra el francés allá en la guerra de la independencia. O los Manifiestos civiles y militares en 1869. O el papel divulgador en favor de la república que hicieron en unión unos valiosos intelectuales, aunque algunos quedaran frustrados por lo que después vino. No importa. Lo que ahora aparece en nuestro panorama es la idea de los Foros, los Clubes, de las Fundaciones. Pensando y pregonando que «esto» no puede seguir así. Y que si sus voces de denuncia no obtienen eco «en las alturas», sencillamente estaremos perdiendo o malogrando una nueva oportunidad histórica.

Manuel Ramírez, catedrático de Derecho Político.