La sombra de Caín

Por Carlos Seco Serrano, de la Real Academia de la Historia (ABC, 26/09/06):

Contemplando las ruinas del Alcázar toledano desde el Cigarral del Dr. Marañón, pronunció Charles De Gaulle estas certeras palabras: «Todas las guerras son lamentables... pero las guerras civiles lo son mucho más, porque la paz no llega cuando callan las armas...»

¡Qué gran verdad! Aún hoy, a distancia de 70 años de aquel horror, cabe afirmar que nuestra última guerra civil -incivil la llamó Unamuno, con sobrada razón- está viva. Cierto que para las nuevas generaciones -los jóvenes que aún no han cumplido los 20 o los 30- se trata de algo tan lejano como el reinado de Isabel la Católica -del que, por cierto, tampoco saben mucho-. Pero sigue presente el rencor, abrigado en los pechos de quienes la vivieron -o de los que, más jóvenes, se formaron, bien en la cultivada tradición de la «gloriosa cruzada», o bien en la adhesión a una República- presunta culminación democrática que en realidad, había fenecido apenas nacida.

Hace días recibí una carta que firmaba un Coronel de Infantería -por caballerosidad no voy a dar su nombre- en la cual se me obsequia con este salvaje desafío: «¡Seco! Lo siento por ti. ¡Fue posible la Paz! Y la hubo, con trabajo y prosperidad para nuestra España. Fueron 40 años de tensa vigilia para manteneros a raya. Pero nos traicionaron. No importa. Volverán banderas victoriosas. ¡Dios está con nosotros. Tienes la cara más dura que el cemento armado!»

¿Qué imagen tiene este caballero (le hago el honor de llamarle así) de mí? ¿Con quién me confunde?. Yo era un chaval de 12 años cuando la guerra estalló, precisamente en Melilla. Para mí, el glorioso alzamiento supuso la pérdida de un padre ejemplar cuyo único delito -el 17 de julio- fue mantenerse leal a su General -el bondadoso mártir Romerales-. Viví la guerra luchando contra el dolor y la miseria, obligado por las circunstancias a asumir responsabilidades de hombre cuando todavía era un crío, para sostener una familia que los «cruzados» habían sumido en la indigencia. En mi carrera no debí nada a nadie. Pero jamás di paso a proclividades revanchistas -ateniéndome a las recomendaciones de mi infortunado padre en su carta testamento, en que advertía a sus hijos que no intentásemos nunca vengar su muerte porque ello sólo supondría dar la razón a quienes le habían acusado y condenado tan injustamente-.

Me he mantenido siempre fiel a la formación -católica y monárquica- que recibí de mis mayores. Y me place añadir que el Ejército supo -al cabo del tiempo, pero lo hizo al fin- reconocer la gran injusticia cometida con mi familia en 1936 honrándome hace pocos años con la Gran Cruz del Mérito Militar con distintivo Blanco: máximo honor para quien, como yo, sin seguir la senda de sus mayores, es heredero y asume plenamente una tradición militar iniciada en el medioevo.
Pero... sigo siendo, por lo visto -o lo soy ahora, porque nunca lo fui- imagen y símbolo de lo que los eternos «salvadores» consideran el enemigo que hay que derrocar.

¡Qué le vamos a hacer! La sombra de Caín se ha proyectado siempre sobre esta desgraciada España. Mientras los que hoy están en el poder se afanan por borrar la imagen de nuestra auténtica dimensión histórica, sus adversarios se aplican a afilar nuevamente las armas. Por fortuna, nadie puede imaginar a estas alturas que se repita, en el seno de la Unión Europea, lo ocurrido en nuestro país hace setenta años; pero es muy doloroso comprobar que en determinados reductos de nuestra sociedad, sigue cultivándose el odio, apenas logrado aquel milagro de convivencia que fue la ejemplar transición democrática cifrada, según la voluntad de su auténtico impulsor -el Rey Juan Carlos-, en poner fin a la guerra civil reconciliando definitivamente a los españoles. Creía yo que esa reconciliación había sido, en efecto, definitiva. Voy convenciéndome de que, por desgracia, no lo fue.

Sólo nos cabe, a los que creemos verdaderamente en Dios y en su Providencia, confiar en que los exaltados, de una y otra parte, acaben convenciéndose de que la verdadera democracia se apoya en la prudencia que obliga, a los que están en el poder, a evitar que su labor de gobierno pueda entenderse nunca como una provocación permanente; y a los que asumen la oposición parlamentaria, a aceptar la verdad de que no hay posibilidades de gobierno sin «transacciones justas, lícitas, honradas e inteligentes»: algo que, hace más de un siglo proclamaba ya uno de los pocos estadistas que ha conocido nuestra infortunada patria -Patria será siempre para mi-: Cánovas, el político que fue capaz de abrir un prolongado paréntesis -medio siglo- al cainismo, pero sin lograr erradicarlo para siempre. ¿Será esto posible algún día? ¿No es una realidad que los españoles son hijos de Caín?