La sombra de Servet

En un país donde se celebran los aniversarios de batallas medievales difíciles de ubicar, de emperadores que pasaron por aquí, de reyes imaginados, de aristócratas dedicados a la caza mayor y a la pesca de género, de escritores mediocres, de descubrimientos imposibles, de santos de dudosa reputación, resulta que hay un hombre que constituye por sí solo la medida del intelectual más audaz y comprometido de su tiempo, y ocurre que ni se acuerdan de él. Como si no hubiera existido; ni siquiera una antigualla de la que hablaban, en voz baja, los maestros liberales antes de los tiempos del cólera.

Miguel Servet cumplió 500 años el jueves de la semana pasada, y todas las escuelas de España, sin excepción –públicas o concertadas–, deberían haber dedicado la jornada a explicarles a los chavales, si es que aún es posible, que hubo un hombre que resumió en su persona, con su vida y su atroz destino, lo que una sociedad llamaría un intelectual libre. Quizá el primero en nuestra malhadada historia.

El año pasado apareció en castellano el libro de Michel Winock El siglo de los intelectuales (Edhasa), un mastodonte de mil páginas, que quizá por eso no ha merecido la atención debida. El título resulta equívoco para un lector español, porque generaliza lo que no es otra cosa que la brillante experiencia francesa y nada más. Pero basta. Leyéndolo uno se admira de muchas cosas, pero como español, de algo especialísimo para nosotros: la continuidad. En el siglo largo que narra con esplendidez Winock, desde el último tercio del XIX hasta los estertores del XX, hay un encabalgamiento de reflexiones, de preocupaciones, de vida cultural, que ni tuvimos ni soñamos.

Nuestra historia intelectual, tanto o más que la política, no alcanza a ser espasmódica; es tartamuda, cuando no autista –pido permiso a las asociaciones de tartamudos y autistas por utilizar estas metáforas que prohíbe la corrección política; entiendan la esclavitud de la aclaración para evitar las cartas de protesta a la dirección de este diario–. Nuestra vida intelectual en ocasiones se atasca, en otras se vuelve muda. Y es una característica nuestra, casi diría “identitaria”, porque países con trayectorias tan complejas como la nuestra, Italia o Rusia, por ejemplo, no padecen de ese castigo prometeico de volver a empezar cada cierto tiempo. Estamos condenados a ser autodidactas por épocas. Nosotros no matamos sólo al padre, también al abuelo, y si se tercia, al bisabuelo. El poso histórico se diluye y entonces aparecen los inventores de tradiciones. Si me permiten la vulgaridad, sucede como con los toros; se acaban las corridas y se inventan los embolados. Confieso que me interesan una higa tanto los unos como los otros.

Miguel Servet fue un tipo que nació en 1511 en zona aragonesa bilingüe, que dominaba por tanto el castellano y el catalán, que se convirtió en expertísimo conocedor del griego y el hebreo, que hablaba francés, porque estudió allá, que manejaba el italiano porque había viajado a la cuna del mundo renacentista, y que escribía en latín, la lengua franca de la época. Le tocó vivir un momento intelectual caracterizado por los debates bíblicos, las traducciones y versiones de los antiguos, que no era otra cosa en el fondo que la discusión sobre la vida, la fe y las creencias, a partir de las referencias de quienes habían escrito sobre Cristo, Dios, la Trinidad, la Virgen, y las exégesis agotadoras de los Concilios. Desde el de Nicea (325), que si me permiten la licencia, tuvo el aire de aquella reunión de los socialdemócratas rusos, en la época de Lenin y Martov, cuando los minoritarios se hicieron llamar bolcheviques (mayoritarios), tomaron el poder y acabaron consagrándose como la mayoría que escribiría la historia.

A mí, como ateo, me interesó mucho la teología en otra época, porque me parece la invención más sofisticada del pensamiento humano, pero las disquisiciones de Miguel Servet sobre el asunto, miles de páginas publicadas en castellano por Ángel Alcalá, en Zaragoza, hoy me dejan frío. Lo que me fascina es el personaje. Su arrojo, su inteligencia, su cultura, su curiosidad científica –durante años se le atribuyó el descubrimiento de la circulación de la sangre, un hallazgo inconmensurable para su época–. Ejerció de médico durante años, huyendo de las ortodoxias católicas y protestantes, porque le tocó vivir los años borrascosos de la Reforma luterana y calvinista, y la Contrarreforma. Frente a un Erasmo, cauto, sabio, prudente hasta la cobardía, tacaño incluso para los gestos, calculador; si salvó la vida fue probablemente por su negativa a viajar a España. Le tenían preparada hasta la hoguera y había un fraile que estaba obsesionado con eso, el reverendo Zúñiga. Servet era lo contrario.

Servet representa un modelo de intelectual en tiempos imposibles, lo que le convierte en algo deslumbrante. Su rigor en el tratamiento de los textos, su valentía para defender sus pensamientos, su temeridad en la creencia de que la discusión entre personas inteligentes no tenía límites. Y los tenía, vaya si los tenía. Menéndez Pelayo, que es una referencia obligada aún hoy sobre lo heterodoxos españoles, lo cual dice mucho de nuestra miseria cultural, llega a llamarle “caballero andante de la Teología”, y en un arrebato emotivo le hace “hermano de Platón y de Hegel”, categoría que al tratarse de hombre tan reaccionario como Don Marcelino es más que un elogio, casi una canonización intelectual. ¿Cuándo alguien hará una biografía cabal de este personaje singular que fue Menéndez Pelayo? Gran erudito, manipulador, meapilas en público, putero y borrachín en privado, ambicioso en política, y frustrado siempre; porque si la izquierda en España fue chata y limitada, la derecha que cultivaba Don Marcelino ejerció de implacable y zafia. Me lo imagino como un solterón poco aseado, pero entrañable.

Donde Menéndez Pelayo alcanza la categoría de desvergonzado es en las páginas dedicadas a los últimos momentos de Miguel Servet. Feliz en su fanatismo “neocatólico”, que se decía entonces, porque fuera Calvino y los suizos “reformadores” quienes detuvieran, encarcelaran, humillaran y quemaran a Servet, relata en unos párrafos, memorables por su cinismo, que de haber venido a España probablemente hubiera librado la vida. Olvida, con premeditación y alevosía, que Miguel Servet tendrá el terrible privilegio de ser quemado doblemente. En efigie, por los católicos de la francesa Vienne, y dos meses más tarde, en vivo y en directo, por los calvinistas suizos.

El calvario de Servet alcanza la categoría de la muerte de Cristo. Condenado inicuamente a la hoguera por Calvino y los suyos, será paseado por la ciudad de Ginebra, acusado de hereje, encadenado y puesto en una pira junto con sus libros. Cuando se enteró de que iba a ser quemado solicitó el hacha, la decapitación, pero aquellos cristianos no le ahorraron el sufrimiento. Pusieron leña verde, para que durara más la agonía. Aseguran que pasó de las dos horas. Atado a su cabeza colocaron su último libro, Restitución del cristianismo, para que ayudara a disolver su cerebro y su talento. De ese libro, del que había editado mil ejemplares, sólo sobrevivieron dos. Los demás fueron quemados por católicos y protestantes.

Pero lo que más conmueve, lo que proyecta la sombra de Servet hasta hoy mismo es que mientras recorría la ciudad de Ginebra, encadenado y destrozado, tras dos meses de cruel encarcelamiento, en un par de ocasiones se paró la comitiva para preguntarle si se retractaba. Un intelectual, en 1553, con 42 años recién cumplidos, en la flor de la vida intelectual y humana, respondió algo tan insólito como “no”. Y no es que perdiera las prebendas; perdía lo único que le quedaba, la vida. ¿Alguien duda de que hubiéramos debido dedicar las lecciones del pasado 25 de septiembre en escuelas, institutos y universidades, a un hombre que exento de todo fanatismo defendió el derecho a discrepar hace 500 años?

Gregorio Morán

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