La sombría reacción identitaria

Ahora que tanto se habla de libertad, convendría tomarse en serio las implicaciones de esa hermosa palabra en un contexto socioeconómico tan complicado como el presente. ¿Acaso alguien piensa que somos igualmente libres? Parece claro que carecemos de libertad para desarrollar nuestras vidas si estamos sometidos a poderes arbitrarios: el origen social y familiar que determina desigualdades de partida y nos condiciona de manera sustancial, la necesidad extrema, la pobreza, la precariedad, los estragos de una economía uberizada o los recortes sociales que lastran las posibilidades de los que menos tienen. Como recordaba Sancho Panza, «dos linajes solos hay en el mundo, que son el tener y el no tener». Cualquier proyecto realmente comprometido con la emancipación del ser humano debe articularse contra la tiranía de los orígenes, la que cronifica esos dos linajes y sepulta la verdadera libertad de los seres humanos.

La sombría reacción identitariaEn paralelo, las consecuencias económicas del capitalismo determinan las formas culturales hegemónicas en la organización social. Así, asistimos a la decantación de sociedades caracterizadas por un individualismo creciente, que se ve espoleado por la inestabilidad laboral y vital, así como por la falta de garantías para desarrollar una vida que no esté sometida a la constante incertidumbre. Estas situaciones son con frecuencia aprovechadas por parte de los poderes económicos para blanquear como «oportunidades» carencias materiales sangrantes, como tener que compartir una vivienda con otros porque no puedes pagártela --no porque realmente desees esa experiencia- o verte obligado a transformar tus vacaciones en un híbrido entre trabajo y presunto descanso, sufriendo una clara pérdida de derechos.

La economía de falsos autónomos y fraude laboral estructural, por muy colaborativa que se presente, es vorazmente competitiva: el último contra el penúltimo en una aplicación de móvil controlada por una compañía transnacional que penaliza cualquier «desconexión» y que te obliga a estar todo el día «activo», es decir, explotado. El compañero ya no es compañero, sino competidor. La negociación colectiva se socava y sustituye por la rivalidad individual.

Siendo todo lo anterior consecuencia tangible de este capitalismo financiero y tecnológico, cuyas transformaciones no están siendo conducidas por poderes democráticos, sino por estrictos criterios de rentabilidad del capital privado, la alternativa de emancipación no es, digámoslo por enésima vez, el regreso identitario ni las coaliciones transversales antiliberales en torno a ideas reaccionarias. Esta afirmación no es gratuita: el efecto pendular es una tentación permanente en política. Ante el identitarismo de los falsos progresistas, que criticaban con acierto Eric Hobsbawm o Mark Lilla, ese que diluye el proyecto de lo común de las izquierdas y cohonesta perfectamente con un capitalismo exacerbado y neoliberal, no es infrecuente encontrar respuestas identitarias por el flanco derecho, aunque algunos traten de revestirlas de una presunta transversalidad ideológica o de una vocación antisistema seductora para los perdedores de la globalización.

El mundo tradicional y previo a la globalización capitalista era complejo y problemático y cualquier regreso o refugio ante los claroscuros capitalistas se basa en una burda idealización de algún pasado bucólico inexistente, desembocando en una posición tan antimaterialista como reñida con la emancipación humana. Sus formas comunitarias de organización social podían no ser individualistas, pero no por ello garantizaban ningún edén terrenal: es más, la familia, la religión o la patria fueron muchas veces sinónimos de tiranía, opresión, violencia y dominación. Los derechos civiles y los niveles de igualdad jurídica y política que han sido alcanzados en la modernidad son conquistas de las clases trabajadoras, avances en la emancipación del ser humano, detrás de los cuales es sencillo encontrar el rastro del socialismo y la proyección universalista de la izquierda. Los regresos identitarios son idealistas y con frecuencia peligrosas quimeras reaccionarias.

Combatir el sustrato cultural individualista, flotante y desarraigado del individuo reducido a fuerza de trabajo en el actual sistema socioeconómico es una tarea imprescindible, pero nunca desde parámetros identitarios. El camino de una izquierda refractaria a cualquier atajo reaccionario pasa por defender la realización del ideal de ciudadanía bajo unas coordenadas económicas que permitan democratizar la producción, redistribuir la riqueza y garantizar así el desarrollo libre de la vida de las personas. El actual capitalismo dinamita la posibilidad de que ese individuo flotante sea un ciudadano con plenos derechos civiles, políticos y económicos. Pero eso no puede blanquear la cruzada identitaria que plantea un filtro religioso, étnico o cultural de la ciudadanía. La reacción que surge sobre las sombras del desarraigo y la anomia social a la que conduce este capitalismo uberizado es tan peligrosa como las causas que la espolean: estratificando a las personas en tribus, parroquias o grupos con pedigrí cultural de primera y otros sospechosos de impurezase conculca la noción misma de ciudadanía.

Aunque los devotos del tradicionalismo no lo comprendan, las sociedades democráticas ni son ni podrían ser uniformes culturalmente, como querrían los nacionalistas y los esencialistas de cualquier perímetro o frontera, sino diversas y plurales: lo que es único y común es la condición de ciudadanía, una dimensión política que garantiza la titularidad compartida del espacio público, la unidad de justicia, distribución y decisión que pertenece a todos, sea cual fuere nuestra fe o ausencia de ella, nuestros gustos musicales o gastronómicos, nuestras preferencias literarias o nuestros colores futbolísticos. El identitarismo bueno no existe, tampoco aquel que se presume salvador frente a las izquierdas de la diversidad que han olvidado la causa de la igualdad. También ese identitarismo tradicionalista y reaccionario plantea una concepción divisiva y nada cívica del espacio público, una estratificación prepolítica de la ciudadanía, un sinfín de batallitas culturales estériles, con frecuencia perfectamente domesticables por el poder económico; y, al mismo tiempo, lesivas para algunos derechos civiles que resultan imprescindibles para la emancipación de los más débiles. Véase el caso de Vox, que, aunque no pierde ocasión de agitar el espantajo del globalismo y de Soros, a la hora de articular propuestas políticas concretas proyecta todos sus esfuerzos en cuestionar los derechos reproductivos de las mujeres y nunca en enfrentar los estragos sociales de un sistema laboral agresivo para millones de trabajadores.

Otro tanto podría decirse de quienes siguen albergando suspicacias con la defensa cívica de la comunidad política. La idea de nación política es indisociable de un proyecto coherente de izquierdas: libertad, igualdad y fraternidad no eran valores políticos sin espacio de realización. Este existía y era (es) formulado de manera cristalina: unidad e indivisibilidad de la república. El espacio político se democratizaba, ya no era patrimonio de un monarca o de un estamento privilegiado, sino del conjunto de los ciudadanos. El gran problema del perímetro nacional recae sobre quienes consideran insuficiente el fundamento político de la ciudadanía y plantean su filtro étnico, religioso o esencialista, y, de paso, la imposibilidad de ampliar su alcance. De ahí que siempre les parezca insuficiente la defensa política laica y universalista del espacio público. Es por ello que siempre amagan con la tentación esencialista y reaccionaria de fundar el perímetro nacional y la comunidad política, otra vez, en criterios identitarios. Recuerden el nombre de aquel partido, tan sintomático: los verdaderos finlandeses. Lo que no alcanzan a entender es el peligro divisivo y asfixiante del cerco identitario, que rompe las amarras de lo común. Lo apuntaba con precisión Martín Alonso Zarza: «El carácter fraccionador de las lógicas identitarias hace que cada vez estén más cerca los traidores, a la vez que mengua el espacio del nosotros. La pureza siempre amenaza con ponernos en el lado malo de la trinchera».

Con los reaccionarios de la identidad, ni a la vuelta de la esquina. Como cantaba el gran Javier Krahe, «hablamos otro idioma».

Guillermo del Valle es abogado y director de El Jacobino.

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