¿La sorpresa tunecina?

En 1987 un joven y dinámico primer ministro que había sido militar de carrera (alumno de la prestigiosa Academia Militar de Saint Cyr de Francia), agregado militar en Rabat y Madrid, embajador en Polonia y ministro del Interior, apartó del poder al presidente Habib Bourguiba, fundador del Túnez independiente, en una maniobra de palacio más que un verdadero golpe de Estado. Es curioso que cuando era aun coronel agregado militar, su ambición era dejar el Ejército y montar una compañía electrónica, puesto que Ben Ali es también ingeniero electrónico y, ya ven, llegó a presidente.

El legado de Papá Bourguiba, como le llamaban algunos tunecinos, era ciertamente notable: un país estable, con una creciente clase media, buena educación, sanidad pública razonablemente buena, espectacular para los estándares de los países en vías de desarrollo, y un código de familia y un catálogo de derechos de la mujer sin parangón en cualquier otra parte del mundo islámico. El nuevo presidente inauguró lo que dieron en llamar el espíritu del 7 de noviembre, fecha del golpe de palacio, que fue en realidad el comienzo del montaje de su Estado policial.

Túnez era un país apacible, tranquilo, casi aburrido, con dosis justas de exotismo, buenas playas y bellos paisajes, todo en pequeñito, manejable, sin sobresaltos, previsible… o eso creían algunos. Menudo fracaso de los analistas. Cuando era segundo jefe de la embajada de España en Trípoli (Libia), recorrí Túnez en coche de norte a sur y alguna vez de este a oeste. No podía uno evitar notar que buena parte de esa tranquilidad y aburrimiento se debía a que el país se había convertido ya en un eficaz Estado policial. El presidente, ex ministro del Interior, conocía a la perfección el oficio, y sabía controlar a sus Fuerzas de Seguridad, cuatro veces más numerosas que sus Fuerzas Armadas (120.000 frente a 35.000).

Mis amigos tunecinos, profesores de universidad, funcionarios de la ONU, algún político, diplomáticos, directores de cine, artistas, activistas de derechos humanos, me decían todos más o menos lo mismo: queremos paz y tranquilidad pero no a costa de los derechos y libertades fundamentales. Temían el peligro que representan los islamistas radicales, pero el presidente no podía pretender un cheque en blanco. Todos reconocían que era su país el que en mejores condiciones estaba para instalar una sólida y moderna democracia, en la que los extremismos fuesen marginales, pero buena parte de ellos reconocían también, que la represión sólo alimentaba las filas de los extremistas.

Todo parecía perfectamente bajo control, un pueblo tranquilo y apacible como el tunecino se acabó indignando. La gota que colmó el vaso no fue, a mi juicio, el suicidio a lo bonzo -para entender la trascendencia del acto hay que tener en cuenta que el suicidio tiene un terrible estigma social y religioso en el mundo islámico- del licenciado en Derecho desempleado y vendedor ambulante a la fuerza, Mohamed Bouazizi. Son, de hecho, un flujo continuo de abusos de poder del clan del presidente y sobre todo de su segunda mujer Leila Trabelsi y de su codiciosa familia, a la que todos conocían como la peluquera en referencia a su oficio antes de convertirse en primera dama.

El hartazgo más se parece al clamor popular en Nicaragua contra el latrocinio sin límites de los Somoza, que provocó el levantamiento popular a cuyo frente se puso el Frente Sandinista, pues quien echó a Tacho Somoza fue el pueblo nicaragüense y no el FSLN. Túnez se había convertido en una disparatada cleptocracia, sin Estado de Derecho ni seguridad jurídica, en la que todo giraba en torno a la voracidad desenfrenada de la primera dama y de su clan, que extendían sus tentáculos a cuanto podían, el latrocinio y el capricho abusivo habían llegado a límites insospechados.

Hay un punto de inflexión fundamental de esta crisis: el enfrentamiento entre el ex presidente Ben Ali y el jefe del Estado Mayor del Ejército de Tierra, general Rachid Amar, a quien el presidente le ordenó disparar sobre los manifestantes en las ciudades de Kasserine, Thala y Sidi Bouzid. El general se negó rotunda y airadamente, y Ben Ali lo destituyó fulminantemente.

El Ejército tunecino tiene una bien merecida reputación de no mezclarse en cuestiones políticas, otra herencia de Bourguiba. El temor que despertaba en el presidente sus compañeros de armas era evidente, y siempre se ha sabido que el presidente Ben Ali practicaba una irresponsable e injusta política de mantener a sus Fuerzas Armadas infradotadas de medios humanos y materiales. La sospecha se extiende, además, a la muerte en un extraño e inexplicado accidente de helicóptero de la totalidad de los trece principales mandos de las Fuerzas Armadas en abril de 2002, entre ellos del prestigioso y respetado general Abdelaziz Rachid Skik. Es evidente que las FAS tunecinas no apoyaron la delirante huida hacia delante de Ben Alí.

Hay varias lecciones que pueden sacarse de éste y otros incidentes parecidos pero no idénticos. El primero es que el vacío de poder tras la huida de un jefe de Estado es extraordinariamente peligroso, y la Historia nos demuestra que el vacío lo ocupan los mejor organizados y fuertemente ideologizados, como fue el caso del imam Jomeini y de los ayatolás radicales, tras la caída y huida del sha de Irán en 1979. Ese riesgo existe hoy claramente en Túnez. Los islamistas radicales dentro del país están escondidos, agazapados, esperando su momento. Los que están en el exilio, como el muy radical Rachid Ghannoushi -que a nadie engañen sus declaraciones aterciopeladas, que estudien su historial de incitación al odio y a la violencia- han anunciado su vuelta, y su intención de «desmontar» el régimen, mas habría que leer en sus declaraciones montar un régimen islamista radical, que es exactamente lo contrario que las clases medias y los manifestantes tunecinos quieren. Los islamistas radicales no van a dejar escapar esta ocasión, y van a maniobrar y hacer todo lo que esté en su mano para hacerse con el poder, y si no lo logran tratar de aprovecharse de las aguas revueltas ya que las protestas e inestabilidad continúan en el país. Tampoco conviene descartar que el terrorismo aproveche el momento para asestar un golpe de efecto.

Mucho se ha hablado en estas horas siguientes a la caída de Ben Ali del efecto contagio. No se puede descartar en absoluto el efecto mimético, por diferentes que sean las circunstancias de cada país. Sin embargo, los vecinos no tienen la estructura social de Túnez, sus clases medias son pequeñas en relación a la población total, su influencia es aun limitada. Sin embargo se ha visto el devastador efecto que tiene sobre la opinión pública la corrupción y el latrocinio cósmico desde los clanes del poder. Además hemos visto cómo se han producido tres inmolaciones en Argelia, que siguieron a graves disturbios en las grandes ciudades del país, con varios muertos y numerosos heridos. Como consecuencia de los mismos, el Gobierno ha anunciado ya que no va a subir los precios de los productos de primera necesidad, que es una verdadera espoleta de revueltas sociales en los países en vías de desarrollo.

Marruecos tampoco está inmunizado del efecto contagio, la pobreza y la falta de libertades son un caldo de cultivo de descontento y la transición tantas veces anunciada ha sufrido un serio parón, como reconocen en privado numerosos políticos marroquíes. El poder económico y el poder político muchas veces se encuentran en las mismas manos, lo que puede ser una muy importante fuente de irritación social y potencial desencadenante de seria inestabilidad política y social.

Por otra parte, están las sucesiones pendientes en algunas repúblicas árabes que se anuncian ya, como Siria, hereditarias. No estamos en el año 2000 cuando Bashar Al Assad sucedió a su padre Hafed Al Assad. Habrá que ver cómo se toman los egipcios la designación de Gamal, hijo del presidente Hosni Moubarak (ya se conoce el rechazo de las Fuerzas Armadas), pues lo que parecía bien atado hace unos meses, es incierto hoy.

La revolución de jazmín sigue viva, esperemos que siga siendo de jazmín, y ha puesto de manifiesto que la influencia en la región de Europa, y especialmente de Francia, ha mermado en beneficio de otros actores. Éste es el momento de trabajar más intensamente en fortalecer seriamente el papel geoestratégico de la UE, especialmente con sus vecinos más próximos.

No es sólo el mundo árabe el que tiene que sacar sus conclusiones sobre lo ocurrido en Túnez, nos toca a todos los demócratas del mundo. Se ha producido un punto de inflexión histórico en Túnez que puede acabar siendo un brillante ejemplo para los países en transición a la democracia, o degenerar gravemente hacia el desorden, la violencia y el caos. Ha llegado el momento de defender las libertades con decisión y coraje más allá del pragmatismo cínico de la realpolitik.

Gustavo de Arístegui, diplomático y portavoz de Exteriores del Grupo Popular.

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